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El gran Meaulnes
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El gran Meaulnes Alain Fournier
Editorial Gente Nueva 3
Título del original en francés: Le grand Meaulnes Edición: Mirta Andreu Domínguez Diseño: María Elena Cicard Quintana Ilustración de cubierta: Raúl Martínez Hernández Cubierta: Armando Quintana Gutiérrez Corrección: Ileana María Rodríguez Composición: Caridad Sanabia de León © Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2004 ISBN 959-08-0619-8 Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2 no. 58, Plaza de la Revolución, Ciudad de La Habana, Cuba 4
A mi hermana Isabelle.
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Primera Parte
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Capítulo Primero
El huésped
Llegó a nuestra casa un domingo de noviembre de 189... Aún digo “nuestra casa”, aunque ya no nos pertenece. Nos fuimos de esa región hace quince años, y seguramente no volveremos nunca más. Vivíamos en el edificio del curso superior de la Escuela de Sainte-Agathe. Mi padre, a quien yo llamaba señor Seurel, igual que los otros chicos, era a la vez el director del curso superior donde los alumnos estudiaban para maestros, y del curso medio. Mi madre enseñaba a los pequeños. Una casa larga y roja, con cinco puertas vidrieras bajo la viña loca, allí, al final del pueblo; un patio inmenso con porches y lavadero, del cual se salía por un gran portal que daba hacia el pueblo. En el lado norte, una pequeña verja detrás de la cual pasaba la carretera que iba hacia la estación, a tres kilómetros; al sur y al otro lado de la casa, campos, jardines y prados entremezclados con los barrios de las afueras del pueblo… Este es el plano general de la vivienda en la que pasé los días más tormentosos pero más valiosos de mi vida —vivienda de la que salieron nuestras aventuras para luego volver a estrellarse contra ella, como olas contra un peñasco desierto. El azar de los “traslados”, una decisión de inspector o de prefecto, nos había llevado hasta allá. Hacia el final de las vacaciones, hace ya mucho tiempo, un carruaje campesino, que precedía a nuestra mudanza, nos había dejado, a mi madre y a mí, delante de la pequeña verja oxidada. Unos chiquillos que 9
robaban melocotones en el jardín se escaparon silenciosamente por los huecos de la cerca… Mi madre, a la que llamábamos Millie y que era el ama de casa más metódica que he conocido en toda mi vida, entró enseguida en los cuartos llenos de paja polvorienta y declaró, consternada, como en cada “traslado”, que nuestros muebles no cabrían nunca en una casa tan mal construida… Salió para confiarme su preocupación. Mientras me hablaba, limpió suavemente con su pañuelo mi cara de niño, sucia del viaje. Después volvió a entrar para confeccionar una lista de todos los huecos que iba a hacer falta condenar para que la vivienda llegara a estar habitable… Y yo, con un gran sombrero de paja con cintas, me había quedado ahí, esperándola, en la grava de ese patio extraño, atisbando tímidamente alrededor del pozo y bajo el cobertizo del carro. Así es, al menos, como imagino hoy nuestra llegada. Porque siempre que quiero volver a recuperar el lejano recuerdo de la espera de aquella primera tarde, me veo con las manos agarradas a los barrotes del portal, acechando con inquietud a alguien que va a bajar por la calle principal. Y si intento imaginarme la primera noche que debí pasar en mi buhardilla, entre los desvanes del piso de arriba, son ya otras noches las que recuerdo; no estoy solo en este cuarto, una gran sombra inquieta y amiga se pasea por las paredes. Todo ese paisaje tranquilo —la escuela, el campo del tío Martin con sus tres nogales, el jardín que todos los días, a partir de las cuatro, se veía invadido por mujeres que venían de visita— ha quedado permanentemente agitado y transformado en mi memoria por la presencia de quien trastornó toda nuestra adolescencia sin que ni siquiera su huida nos dejara tranquilos. Sin embargo, llevábamos ya diez años en esa región cuando llegó Meaulnes. Yo tenía quince años. Era un domingo frío de noviembre, el primer día de otoño que hacía pensar en el invierno. Millie había estado el día entero esperando la llegada de un coche de la estación que debía traerle un sombrero para la temporada del mal tiempo. Por la mañana, había faltado a misa; y yo, sentado en el coro con los otros chicos, había estado hasta el 10
sermón mirando inquieto hacia la puerta para verla entrar con su sombrero nuevo. Por la tarde tuve que asistir solo a vísperas. —Además —me dijo para consolarme, mientras le quitaba un poco el polvo, con la mano, a mi traje de niño—, aunque el sombrero hubiera llegado, seguramente hubiera tenido que pasarme el domingo repasándolo. Así pasábamos a menudo los domingos de invierno. Por la mañana temprano mi padre se iba por ahí, lejos, a la orilla de alguna laguna brumosa, a pescar lucios en una barca; y mi madre, encerrada hasta la noche en su cuarto oscuro, se dedicaba a arreglar sus humildes ropas. Se encerraba de esa manera por miedo a que alguna de sus amigas, tan orgullosas y pobres como ella, pudiera sorprenderla. Y yo, acabadas las vísperas, esperaba leyendo en el frío comedor a que abriera la puerta para enseñarme cómo le sentaban. Ese domingo, un poco de animación delante de la iglesia hizo que me quedara fuera después de las vísperas. En el atrio, un bautizo había atraído a los chiquillos. En la plaza, varios hombres del pueblo se habían puesto sus guerreras de bombero y, formados los destacamentos, oían cómo Boujardon, el sargento, se embrollaba con teorías mientras ellos, ateridos por el frío, daban pataditas en el suelo. Las campanas del bautizo pararon de pronto, como un repique de fiesta que se hubiera equivocado de día y de lugar. Boujardon y sus hombres, con las armas en bandolera, se llevaron el carro de bomberos al trote corto. Los vi desaparecer por la primera esquina, seguidos de cuatro chiquillos silenciosos, aplastando con las gordas suelas de sus zapatos las ramitas del camino escarchado por el cual no me atreví a seguirlos. En el pueblo, el único sitio donde quedaba vida era en el café Daniel; desde allí me llegaba el barullo de las discusiones de los hombres que bebían, aumentando el volumen por momentos, bajando enseguida otra vez. Y yo, pegándome al muro bajo del gran patio que separaba nuestra casa del pueblo, llegué a la cancela un poco inquieto por haberme retrasado. Estaba entreabierta y vi que sucedía algo extraño. 11
En efecto, intentando atisbar desde fuera por la puerta del comedor —la más cercana de las cinco puertas de cristal que daban al patio— había una mujer de pelo gris intentando ver a través de los visillos. Era pequeña y llevaba una capota de terciopelo negro a la antigua. Tenía la cara delgada y fina, pero alterada por la inquietud; y no sé qué aprensión, al verla, hizo que me parara en el primer escalón de la entrada. —¡Dios mío! ¿Adónde se habrá ido? —decía a media voz—. Estaba aquí conmigo hace un momento. Ya ha recorrido la casa. Tal vez se ha ido… Y, entre frase y frase, daba en el cristal tres golpecitos imperceptibles. Nadie iba a abrirle a la visitante desconocida. Sin duda, Millie había recibido el sombrero de la estación y, en el fondo del cuarto rojo, no oía nada, delante de una cama sembrada de cintas y plumas viejas deshilachadas, cosiendo, descosiendo y remodelando su mediocre sombrero… En efecto, en cuanto hube entrado en el comedor, seguido de cerca por la visita, apareció mi madre sosteniendo en la cabeza con las manos unos alambres, unas cintas y unas plumas que no habían llegado a estar aún en perfecto equilibrio… Me dirigió una sonrisa con sus ojos azules, cansados de haber trabajado al anochecer, y exclamó: —¡Mira! Te estaba esperando para enseñarte… Pero al ver a aquella mujer sentada en la gran butaca, al fondo de la sala, dejó de hablar, desconcertada. Se quitó rápidamente el sombrero y durante toda la escena que tuvo lugar a continuación, lo tuvo sujeto contra el pecho, invertido, como un nido, en su brazo derecho doblado. La mujer de la capota, con un bolso de cuero y un paraguas entre las rodillas, había empezado a explicarse, balanceando ligeramente la cabeza y chasqueando la lengua, como una mujer de visita. Había vuelto a recuperar todo su aplomo. Tenía, incluso, al hablarnos de su hijo, un aire superior y misterioso que nos intrigó. Habían venido los dos en coche desde La Ferté-d´Angillon, a catorce kilómetros de Sainte-Agathe. Viuda y muy rica, por lo que nos dio a entender, había perdido al menor de sus dos hijos, Antoine, que había muerto una tarde al regreso de la 12
escuela por haberse bañado con su hermano en una charca estancada. Había decidido poner a pupilo en nuestra casa al mayor, Augustin, para estudiar el curso superior. E, inmediatamente, se puso a elogiar a este huésped que nos traía. Yo no reconocía ya a la mujer de pelo gris que había visto encorvada delante de la puerta hacía un momento, con ese aire suplicante y alocado de gallina que ha perdido al pollito más díscolo de su nidada. Lo que nos contaba de su hijo con tanta admiración era de lo más sorprendente: le encantaba hacer cosas para complacerla; a veces recorría varios kilómetros por el borde del río, mojándose las piernas, para traerle huevos de gallineta o de pato salvaje que recogía entre los juncos… También ponía trampas… La otra noche había encontrado en el bosque un faisán atrapado por el pescuezo… Yo, que no me atrevía a volver a casa cuando me había hecho un desgarrón en la camisa, miraba a Millie con asombro. Pero mi madre ya no escuchaba. Incluso le hizo un gesto a la mujer de que callara y, dejando con cuidado su “nido” en la mesa, se levantó silenciosamente como para ir a sorprender a alguien… Encima de nosotros, en efecto, en un lugar donde estaban amontonados los restos ennegrecidos de los fuegos artificiales del último Catorce de Julio, unos pasos desconocidos y seguros de sí mismos, iban y venían, estremeciendo el techo al atravesar los inmensos desvanes tenebrosos del piso de arriba, y se iban a perder hacia los cuartos abandonados de los ayudantes, donde se ponía la tila a secar y las manzanas a madurar. —Ya había oído yo hace poco ese ruido por los cuartos de abajo —dijo Millie a media voz—, y creí que eras tú, François, que habías regresado… Nadie contestó. Los tres estábamos de pie, con el corazón latiéndonos, cuando se abrió la puerta del desván que daba hacia la escalera de la cocina; alguien bajó los escalones, atravesó la cocina y se presentó en la entrada oscura del comedor. —¿Eres tú, Augustin? —dijo la señora. Era un chico grandote de unos diecisiete años. En la oscuridad del anochecer no vi, al principio, más que su sombrero campesino de fieltro, echado hacia atrás, y su blusón negro sujeto 13
con un cinturón, como lo llevan los escolares. También noté que sonreía. Me vio, y antes de que alguien hubiera podido pedirle una explicación, me dijo: —¿Vienes al patio? Dudé un segundo. Después, como Millie no hizo gesto de retenerme, cogí mi gorra y me dirigí hacia él. Salimos por la puerta de la cocina y fuimos al patio de recreo, que estaba ya casi oscuro. A la pálida luz del crepúsculo yo miraba, al andar, su cara angulosa de nariz recta y labio velloso. —Mira —dijo—, he encontrado esto en tu desván. ¿No habías mirado ahí nunca? Tenía en la mano una pequeña rueda de madera ennegrecida, con una ristra de cohetes quemados alrededor; había debido ser la girándola de los fuegos artificiales del Catorce de Julio. —Hay dos que no se encendieron: vamos a prenderlos —dijo con un tono tranquilo y el aire de alguien que espera descubrir más detalles en lo adelante. Tiró la gorra al suelo y vi que llevaba el pelo completamente rapado, como un campesino. Me enseñó los dos cohetes con sus trozos de mecha de papel que la llama había cortado, ennegrecido y abandonado. Clavó en la arena el cubo de la rueda y sacó del bolsillo —para mi gran asombro, puesto que eso nos estaba terminantemente prohibido— una caja de fósforos. Agachándose con cuidado, le prendió fuego a la mecha. Después, cogiéndome de la mano, me haló. Un momento después, mi madre salía por el umbral de la puerta con la madre de Meaulnes, después de haber discutido y arreglado el precio de la pensión, y vio surgir del cobertizo un haz de chispas rojas y blancas acompañadas de un silbido. Durante un segundo me pudo ver, erguido y sin inmutarme en ese resplandor mágico, de la mano de aquel chico grande recién llegado… Tampoco se atrevió a decir nada esta vez. Y por la noche, en la cena, tuvimos en la mesa familiar a un compañero silencioso que comía con la cabeza baja, sin preocuparse por nuestras tres miradas fijas en él. 14
Capítulo II
Después de las cuatro
Hasta entonces yo no había correteado con frecuencia por las calles con los chicos del pueblo. Una coxalgia, de la cual había sufrido hasta ese año de 189…, me había dejado temeroso y malhumorado. Aún me veo corriendo detrás de los demás colegiales ágiles por las callejuelas que había alrededor de nuestra casa, cojeando penosamente de una pierna. Casi no me dejaban salir. Y me acuerdo de Millie, que aunque estaba tan orgullosa de mí, me hacía volver a casa a pescozones más de una vez, por haberme encontrado así, renqueando por ahí con los granujas del pueblo. La llegada de Augustin Meaulnes coincidió con mi recuperación, y fue el principio de una vida nueva. Antes de su llegada, al acabar las clases a las cuatro, se cernía sobre mí un largo anochecer solitario. Mi padre traía el fuego de la estufa de la clase a la chimenea de nuestro comedor, y, poco a poco, los últimos chiquillos que se habían retrasado se iban de la escuela, ya fría y atufada de humo. Todavía algunos correteaban por el patio; después se hacía de noche. Los dos alumnos que habían estado barriendo la clase buscaban sus capuchones y sus esclavinas en el cobertizo, y se marchaban de prisa, las cestas al brazo, dejando el gran portal abierto. Entonces, mientras quedaba un poco de luz del día, me iba al fondo del ayuntamiento y, encerrado en el cuarto de los archivos llenos de moscas muertas y de carteles agitándose con 15
el viento, leía sentado en una báscula vieja junto a una ventana que daba al jardín. Cuando ya estaba oscuro y los perros de la granja vecina empezaban a aullar y se iluminaba el cristal de nuestra cocinita, regresaba a casa. Mi madre había empezado a preparar la cena. Yo subía tres peldaños de la escalera que conducía al desván, me sentaba sin decir nada y miraba cómo mi madre encendía el fuego en la estrecha cocina donde vacilaba la llama de una vela. Pero llegó alguien que me arrancó de todos esos placeres de niño tranquilo. Alguien sopló la vela que me iluminaba la dulce cara materna inclinada sobre la cena. Alguien apagó la lámpara a cuyo alrededor éramos una familia feliz, por la noche, después de que mi padre cerrara los postigos de madera y de cristales. Y ese “alguien” fue Augustin Meaulnes, a quien los otros alumnos empezaron pronto a llamar “el gran Meaulnes”. Desde que empezó a vivir con nosotros, o sea, desde los primeros días de diciembre, la escuela dejó de estar desierta por las tardes a partir de las cuatro. A pesar del frío que entraba por la puerta oscilante, de los gritos de los que barrían y de sus cubos de agua, siempre había en el aula, después de las clases, unos veinte alumnos de los mayores, tanto del pueblo como del campo, apiñados alrededor de Meaulnes. Y había largas discusiones, disputas interminables en las que me introducía sigilosamente con inquietud y placer. Meaulnes no decía nada; pero era para él para quien, a cada momento, uno de los más charlatanes avanzaba en medio del grupo y, tomando por testigo, uno tras otro, a cada uno de sus compañeros, que lo aprobaban ruidosamente, contaba cualquier historia larga de ladrones, que todos los demás seguían, boquiabiertos, riendo silenciosamente. Sentado en un pupitre, balanceando las piernas, Meaulnes reflexionaba. En los momentos mejores también se reía, pero suavemente, como si reservara sus carcajadas para alguna historia mejor que sólo él sabía. Después, al caer la noche, cuando la débil luz que entraba por las ventanas de la clase ya no iluminaba al grupo amontonado de muchachos, Meaulnes se 16
levantaba de pronto y, atravesando el círculo apresuradamente, decía: —¡Arriba, vámonos! Entonces todos lo seguían, y, hasta bien entrada la noche, se les oía gritar en la parte alta del pueblo… Ahora empecé yo también a acompañarlos. Iba con Meaulnes hasta la puerta de los establos de las afueras del pueblo, a la hora en que se ordeña las vacas… Entrábamos en las tiendas y, al fondo de la oscuridad, entre dos chasquidos de su telar, el tejedor decía: —¡Ya están aquí los estudiantes! Generalmente, a la hora de la cena, solíamos estar al lado de la escuela viendo a Desnounes, el carretero, que era también herrador. Su taller estaba instalado en una vieja posada con grandes puertas de dos hojas que solían estar abiertas. Desde la calle se oía rechinar el fuelle de la forja y, en el resplandor del hornillo, en ese lugar oscuro y ruidoso, se veía a veces gente del campo que había parado el carro un momento para charlar un poco; otras veces era un escolar como nosotros que, apoyado en una puerta, miraba sin decir nada. Y allí empezó todo, una semana antes de Navidad.
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Capítulo III
“Frecuentando la tienda de un cestero”
Había estado lloviendo todo el día y no escampó hasta el amanecer. El día había sido de una pesadez mortal. Durante los recreos no había salido nadie y habíamos oído a mi padre, el señor Seurel, gritar en la clase a cada momento: —¡No armen ese ruido con los zuecos, chicos! Después del último recreo del día, o como solíamos decir, del último “cuarto de hora”, el señor Seurel puso fin a las idas y venidas que desde hacía un rato venía dando pensativamente por el aula, pegó con la regla un golpe sobre la mesa para cortar el murmullo confuso de un final de clases de un día aburrido y, en el silencio atento, preguntó: —¿Quién va a ir mañana con François en coche a la estación para recibir a los señores Charpentier? Eran mis abuelos: el abuelo Charpentier, el hombre del gran capote de lana gris, el viejo guardabosques retirado, con su gorro de piel de conejo al que llamaba su quepis… Los chiquillos lo conocían bien. Por las mañanas, para lavarse la cara, sacaba un cubo de agua y se frotaba vagamente la perilla, salpicando, como hacen los viejos soldados. Un corro de niños, con las manos detrás de la espalda, lo observaba con curiosidad respetuosa… Y también conocían a la abuela Charpentier, la pequeña campesina con su abrigo de punto, porque Millie la llevaba a la clase de los pequeños por lo menos una vez. Todos los años íbamos a buscarlos a la estación unos días antes de Navidad, al tren de las cuatro y veinte. Para vernos, 18
atravesaban toda la provincia, cargados de fardos llenos de castañas y de golosinas navideñas envueltas en servilletas. En cuanto los dos entraban en casa, bien arropados, sonriendo y un poco sobrecogidos, cerrábamos tras ellos todas las puertas y empezaba una gran semana de felicidad… Para llevar conmigo el coche con el cual íbamos a recogerlos, hacía falta alguien serio que no nos fuera a meter en una cuneta y que fuera también bastante jovial, porque el abuelo Charpentier juraba con demasiada facilidad y la abuela era un poco charlatana. A la pregunta del señor Seurel, contestaron una decena de voces, gritando al unísono: —¡El gran Meaulnes! ¡El gran Meaulnes! Pero el señor Seurel hizo como si no los oyera. Entonces gritaron: —¡Fromentin! Y otros: —¡Jasmin Delouche! El menor de los hermanos Roy, que solía ir al galope por los campos montado en su cerda, gritaba con voz aguda: —¡Yo, yo! Dutremblay y Moucheboeuf se contentaron con levantar tímidamente la mano. Yo hubiera querido que fuera Meaulnes. Ese paseo se hubiera convertido en un acontecimiento más importante. Él también lo deseaba, pero lo disimulaba callando con aire desdeñoso. Los mayores se habían sentado a la mesa como él, del revés, con los pies en el asiento, tal como hacíamos en los ratos de descanso o de gran júbilo. Coffin, con su blusón subido y enrollado en la cintura, estaba agarrado a la columna de hierro que sujetaba la viga del techo y empezó a trepar por ella en señal de alegría. Pero el señor Seurel nos dejó a todos helados al decir: —¡Bien! Irá Moucheboeuf. Y cada cual volvió a su sitio en silencio. A las cuatro, en el gran patio helado donde la lluvia iba formando pequeños ríos, me encontré solo con Meaulnes. Sin 19
pronunciar palabra, miramos el pueblo reluciente que secaba la borrasca. Al poco tiempo el pequeño Coffin, con su capuchón y un pedazo de pan en la mano, salió de su casa y, pegándose a las paredes, se presentó silbando a la puerta del carretero. Meaulnes abrió el portal, le gritó y, un momento después, estábamos los tres instalados al fondo del taller rojo y caliente por el que atravesaban bruscamente ráfagas de aire frío. Coffin y yo nos sentamos junto al calor de la forja, con los pies embarrados en las virutas blancas; Meaulnes, silencioso, con las manos en los bolsillos, permaneció apoyado en el quicio de la puerta de la entrada. De cuando en cuando, pasaba por la calle una señora del pueblo, que volvía de la carnicería con la cabeza baja a causa del viento, y nosotros levantábamos la vista para ver quién era. Nadie hablaba. El herrador y su ayudante, el uno dándole al fuelle y el otro pegándole al hierro, proyectaban sombras violáceas en la pared… Recuerdo esa tarde como una de las tardes importantes de mi adolescencia. Había en mí una mezcla de placer y de inquietud: temía que mi compañero me privara de la pequeña alegría de ir a la estación en coche y, sin embargo, esperaba de él, sin atreverme a reconocerlo, cualquier plan extraordinario que lo cambiara todo. Cada cierto tiempo, el trabajo apacible y uniforme del taller se interrumpía un instante. El herrador pegaba con el martillo unos golpes pesados y nítidos sobre el yunque. Se acercaba al delantal de cuero el trozo de hierro que había estado golpeando y le echaba una mirada. Entonces, levantaba la cabeza y nos decía, para recuperar un poco el aliento: —¿Qué? ¿Cómo va la juventud? Su ayudante se quedaba con la mano derecha levantada agarrando la cadena del fuelle; se ponía la izquierda en la cintura y nos miraba sonriendo. Y enseguida volvía a empezar el estrépito del trabajo. Durante uno de esos descansos, vimos, por la puerta abierta, a Millie que pasaba en medio del vendaval envuelta en su pañoleta y cargada de paqueticos. El herrador me preguntó: —¿Llegará pronto el señor Charpentier? 20
—Mañana, con mi abuela —contesté—. Iré en coche a buscarlos al tren de las cuatro y veinte. —¿En el coche de Frometin? —No, en el del tío Martin —contesté de prisa. —¡Uy! No saben ustedes lo que les espera… Y los dos, él y su ayudante, se echaron a reír. El ayudante dijo lentamente, por decir algo: —Con la yegua de Fromentin podrían ir a buscarlo a Vierzon. Allí hay una hora de parada. Está a quince kilómetros. Estarían de vuelta antes de que pusieran el arnés al burro de Martin. —¡Ah! Esa yegua sí que anda bien… —dijo el otro. —Y yo creo que Fromentin se la prestaría con facilidad. Ahí acabó la conversación. El taller volvió a ser otra vez un lugar lleno de chispas y ruido donde cada cual pensaba en lo suyo. Pero cuando llegó la hora de marcharse y me levanté para avisar al gran Meaulnes, no me vio al principio. Apoyado en la puerta y con la cabeza baja, parecía estar profundamente absorto en lo que se acababa de decir. Al verlo así, perdido en sus reflexiones, mirando como a través de leguas de niebla a esa gente apacible que trabajaba, me vino a la memoria, de pronto, aquella imagen de Robinson Crusoe donde se ve al joven inglés, antes de su partida, “frecuentando la tienda de un cestero”. Y después he vuelto a recordarlo a menudo.
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Capítulo IV
La evasión
Al día siguiente, a la una de la tarde, la clase del curso superior se destaca en medio del paisaje helado como una barca en el océano. No huele a salmuera ni a brea como en los barcos de pesca, sino a arenques fritos y a la lana chamuscada de los que, al entrar, se han acercado demasiado a la estufa para calentarse. Como se acerca el fin de año, se han distribuido entre los alumnos los cuadernos de composición. Y, mientras el señor Seurel escribe problemas en la pizarra, se establece un silencio imperfecto mezclado de conversaciones en voz baja, interrumpidas por gritos medio apagados y frases de las que sólo se dicen las primeras palabras para asustar al vecino: —¡Señor Seurel!, Fulanito me está... El señor Seurel, mientras copia los problemas, piensa en otra cosa. De cuando en cuando se vuelve y mira a todo el mundo con un aire a la vez severo y ausente. Y ese bullicio apagado cesa completamente un momento para volver a empezar enseguida, al principio suavemente, como un ronroneo. En medio de esa agitación sólo yo estoy callado. Sentado en el extremo de una de las mesas de la sección de los más pequeños, cerca de los ventanales, no tengo más que enderezarme un poco para poder ver el jardín, el arroyo ahí abajo, detrás, los campos.
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De cuando en cuando me pongo de pie y, de puntillas, miro con inquietud hacia la granja de la Belle-Étoile. Desde que empezó la clase he notado que Meaulnes no volvió a entrar después del recreo de mediodía. Su compañero de mesa también ha debido notarlo, pero no ha dicho nada, preocupado con su ejercicio de redacción. Pero en cuanto levante la cabeza, la noticia correrá por toda la clase y no faltará quien, como de costumbre, pronuncie en voz alta las primeras palabras de la frase: —¡Señor Seurel!, Meaulnes... Sé que Meaulnes se ha ido. Para ser más exacto, sospecho que se ha escapado. Al terminar de comer ha debido saltar la tapia y echar a andar por los campos, cruzando el arroyo a la altura de la Vieille-Planche, hasta llegar a la Belle-Étoile. Habrá pedido la yegua para ir a buscar a los señores Charpentier. La hace enganchar en este momento. La Belle-Étoile está ahí abajo, al otro lado del arroyo, en la ladera, y es una granja grande, escondida en verano tras los olmos, las encinas y los setos de nuestro patio. Está junto a un caminito que lleva, por un lado, a la carretera de la estación y, por otro, a las afueras del pueblo. Rodeado de tapias altas, sostenidas por estribos cuyas bases están metidas en estiércol, ese gran edificio feudal desaparece en junio bajo las hojas y, desde el colegio, al anochecer, sólo oímos el ruido de sus carros y los gritos de los mozos. Pero hoy veo por la ventana, entre los árboles sin hojas, su tapia alta y grisácea, y la entrada. Y por entre los huecos del seto se ve también un trozo de camino blanco de escarcha, que, paralelo al arroyo, va hacia la carretera de la estación. Nada se mueve todavía en este nítido paisaje de invierno. Nada ha cambiado aún. Aquí, el señor Seurel acaba de copiar el segundo problema. Suele poner tres. Si hoy, por casualidad, sólo nos pusiera dos… Volverá enseguida a su mesa y se dará cuenta de la ausencia de Meaulnes. Mandará a buscarlo por el pueblo a dos chicos que seguramente lo encontrarán antes de que haya enganchado la yegua…
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El señor Seurel, copiado ya el segundo problema, baja un momento su brazo cansado… Después, con gran alivio por mi parte, empieza a escribir otra línea diciendo: —Y ahora, éste no es más que un juego de niños. Dos pequeños trazos negros que sobresalían por encima de la tapia de la Belle-Étoile y que debían ser los dos varales levantados de un coche, han desaparecido. Ahora ya estoy seguro de que allí abajo están preparando la salida de Meaulnes. Ahí está la yegua que saca la cabeza y el pecho por entre las pilastras de la entrada y se para a continuación, mientras ponen, sin duda, un segundo asiento en la parte trasera del coche para los pasajeros que Meaulnes piensa traer. Por fin el grupo sale del corral, desaparece un instante detrás de los setos, y vuelve a pasar con la misma lentitud por el trozo del camino blanco que se ve por entre dos tramos de la cerca. Y entonces reconozco la figura negra que lleva las riendas, con un codo apoyado indolentemente sobre el lado del coche, como un campesino: es mi compañero Augustin Meaulnes. Durante un instante todo vuelve a desaparecer detrás del seto. Dos hombres, que se habían quedado en la entrada de la Belle-Étoile para ver salir el coche, empiezan a conversar con una animación creciente. Uno de ellos acaba por llevarse las manos a la boca, en forma de bocina, y empieza a llamar a Meaulnes; después, da unos pasos rápidos hacia él por el camino… Pero ahora, en el coche que ha llegado lentamente a la carretera de la estación y que no debe verse ya desde el caminito, Meaulnes cambia de repente de actitud. Con un pie delante, como un romano en su cuadriga, sacude las riendas con ambas manos, pone a su animal al galope y desaparece en un momento por el otro lado de la cuesta. En el camino, el hombre que lo llamaba ha vuelto a echar a correr; el otro se ha lanzado a toda velocidad por los campos y parece que viene hacia aquí. Al cabo de unos minutos, en el mismo momento en que el señor Seurel deja la pizarra, frotándose las manos para quitarse el polvo de la tiza, tres voces gritan a la vez desde el fondo del aula: —¡Señor Seurel! ¡El gran Meaulnes se ha ido! 24
El hombre del blusón azul llega a la puerta y, abriéndola repentinamente de par en par, pregunta desde el umbral, quitándose el sombrero: —Perdone, señor, pero ¿ha autorizado usted a ese alumno para pedirnos el coche para ir a Vierzon a buscar a sus padres? Es que hemos empezado a sospechar que… —¡En absoluto! —responde el señor Seurel. E inmediatamente hay en la clase una confusión espantosa. Los tres chicos más cercanos a la salida, que suelen ser generalmente los encargados de espantar a pedradas a las cabras y a los cerdos que vienen a comerse las plantas del patio, se precipitan hacia la puerta. A los golpetazos de sus zuecos claveteados en las baldosas del colegio, ha seguido, fuera, el ruido apagado de sus pasos precipitados en la arena del patio, patinando al girar para pasar por la puertecita que da a la carretera. El resto de la clase se amontona junto a las ventanas que dan al jardín. Algunos se han subido a las mesas para ver mejor… Pero ya es tarde. El gran Meaulnes se ha escapado. —Tú irás de todas maneras a la estación con Moucheboeuf —me dijo el señor Seurel—. Meaulnes no conoce el camino de Vierzon. Se perderá en los cruces. No llegará a tiempo al tren de las cuatro y veinte. En la puerta de la clase de los pequeños, Millie asoma la cabeza para preguntar: —Pero, ¿qué sucede? En la calle del pueblo, la gente empieza a aglomerarse. Y el campesino sigue ahí, inmóvil, tozudo, con el sombrero en la mano, como alguien que pide justicia.
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Capítulo V
Vuelve el coche
Una vez que hube traído de la estación a los abuelos, cuando, después de cenar, sentados delante de la chimenea, empezaron a contar con todo detalle lo que les había ocurrido desde las últimas vacaciones, me di cuenta de que no los escuchaba. La puertecita del patio estaba al lado de la puerta del comedor. Solía chirriar al abrirla. Generalmente, al caer la noche, durante nuestras veladas ahí en el pueblo, yo esperaba secretamente ese chirrido. Le seguía el ruido del golpeteo de zuecos o su frote en el umbral y, a veces, un cuchicheo como de varias personas concertando algo antes de entrar. Y llamaban a la puerta. Era un vecino, las maestras…; en fin, alguien que venía a distraernos un poco de la larga velada. Pero esa noche no esperaba ni deseaba nada de fuera, puesto que todos aquellos a quienes quería estaban ya reunidos en casa; y, sin embargo, no dejaba de prestar atención a todos los ruidos de la noche, esperando a que alguien abriera la puerta. El viejo abuelo estaba ahí, con su aire greñudo de pastor gascón, los pies descansando pesadamente delante de él, el bastón entre las rodillas, agachándose un poco para golpear la pipa contra la suela del zapato. Asentía con sus ojos húmedos y buenos a lo que iba diciendo la abuela sobre su viaje, sus gallinas, sus vecinos y los campesinos que aún no les habían pagado el arriendo. Pero yo no estaba ya con ellos. 26
Imaginaba el rodar del coche que se pararía de repente delante de la puerta. Meaulnes saltaría al suelo y entraría como si no hubiese pasado nada… O tal vez iría antes a devolver la yegua a la Belle-Étoile; y yo oía sus pasos en el camino y la puerta abriéndose… Pero nada. El abuelo miraba fijamente al vacío y al mover los párpados se le quedaban cerrados sobre los ojos como si fuera a quedarse dormido. La abuela repetía torpemente su última frase que ya nadie escuchaba. —¿Están preocupados por ese chico? —dijo por fin la abuela. En efecto, en la estación yo le había hecho unas cuantas preguntas, pero en vano. En la parada de Vierzon, me dijo, no había visto a nadie que se pareciera al gran Meaulnes. Se había debido retrasar por el camino. Su plan había fallado. Mientras volvíamos en el coche, había ido rumiando mi decepción, mientras mi abuela charlaba con Moucheboeuf. Por la carretera, blanquecina de escarcha, los pajaritos volaban dando vueltas alrededor de las patas del burro, que trotaba. De vez en vez, en la gran calma de la tarde helada, nos llegaba la voz lejana de una pastora o de un chico llamando a un compañero de un bosquecito de abetos a otro. Y, cada vez, esa llamada sobre las lomas desiertas me hacía estremecer, como si oyera la voz de Meaulnes invitándome a seguirlo de lejos… Mientras en mi mente iba recordando todo eso, llegó la hora de acostarse. El abuelo había entrado ya en el cuarto rojo, el dormitorio-sala, húmedo y helado de haber estado cerrado desde el invierno pasado. Para que se sintiera más a gusto, habíamos quitado los cabezales de encaje a las butacas, habíamos recogido las alfombras y retirado a un lado los objetos frágiles. Había dejado el bastón apoyado en una silla, y sus pesados zapatos debajo de una butaca. Acababa de soplar la vela, y allí estábamos los dos de pie, dándonos las buenas noches, preparados para separarnos hasta el día siguiente, cuando un ruido de coches nos hizo callar. Se hubiera dicho que dos carruajes se siguieran despacio al trote corto. El ruido fue aminorando y finalmente se paró bajo la ventana del comedor que daba a la calle, pero que estaba tapiada. 27
Mi padre cogió la lámpara y, sin esperar, abrió la puerta que ya estaba cerrada con llave. Después, empujó la verja del patio y fue hasta el arranque de los escalones levantando la luz por encima de la cabeza para ver qué sucedía. En efecto, había dos carricoches parados, y el caballo de uno de ellos iba atado a la parte de atrás del otro. Un hombre se había bajado y vacilaba… —¿Es aquí el Ayuntamiento? —dijo acercándose—. ¿Podría usted indicarme dónde vive el señor Fromentin, el arrendatario de la Belle-Étoile? He encontrado su carro y su mula, sin conductor, por un camino cerca de la carretera de Saint-Loup des Bois. Con mi farol he podido ver el nombre y las señas del propietario en la placa. Y como se me hacía camino, se los he traído para evitar accidentes; pero todo esto me ha retrasado mucho… Nos quedamos todos estupefactos. Mi padre se acercó y alumbró el coche con su lámpara. —No hay ni rastro del pasajero —prosiguió el hombre—. Ni siquiera una manta. El animal está cansado y cojea un poco. Yo me había acercado y estaba mirando con los demás este vehículo perdido que volvía hacia nosotros como los restos de un naufragio traídos por la marea alta —los primeros restos, y tal vez los últimos, de la aventura de Meaulnes. —Si la casa de Fromentin está lejos —dijo el hombre—, les voy a dejar el carro. Ya he perdido demasiado tiempo y en mi casa deben estar inquietos. Mi padre aceptó. Así podríamos devolver inmediatamente el carro y la mula a la Belle-Étoile sin tener que contar lo sucedido. Y luego ya decidiríamos lo que íbamos a explicar a la gente del pueblo; y habría que escribir a la madre de Meaulnes… El hombre fustigó su animal y rechazó el vaso de vino que le ofrecimos. Desde su cuarto, donde había vuelto a encender la vela mientras nosotros entrábamos sin decir nada y mi padre llevaba el carro a la granja, mi abuelo preguntaba: —¿Qué? ¿Ha vuelto ya ese viajero? 28
Las mujeres se pusieron de acuerdo con la mirada en un momento. —Sí, se fue a casa de su madre. ¡Anda, no te preocupes, duérmete! Satisfecho, apagó la luz y se dio media vuelta en la cama. Esa fue la explicación que dimos a la gente del pueblo. En cuanto a la madre del fugitivo, decidimos no escribirle aún. Y durante tres largos días fuimos nosotros los únicos que estuvimos inquietos. Aún veo a mi padre volviendo de la granja hacia las once, su mostacho mojado por la humedad de la noche, discutiendo con Millie en una voz baja, angustiada y colérica.
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Capítulo VI
Llaman a la ventana
El cuarto día fue uno de los más fríos de aquel invierno. Por la mañana temprano, los primeros que llegaban al patio se calentaban patinando alrededor del pozo. Esperaban a que la estufa estuviera encendida en la escuela para precipitarse dentro. Detrás del pórtico, estábamos unos cuantos acechando la llegada de los chicos del campo. Llegaban todavía cegados de haber atravesado paisajes de escarcha, de haber visto los estanques helados, los bosquecitos donde huían veloces las liebres… Había en sus blusones un olor de heno y de cuadra que espesaba el aire de la clase cuando se apretujaban alrededor de la estufa al rojo. Aquella mañana, uno de ellos había traído en un cesto una ardilla helada que había encontrado por el camino. Me acuerdo de cómo trataba de colgar por las patas al poste del patio al pobre animal tieso… Después empezó la pesada clase de invierno… Un golpe brusco en el cristal de la ventana nos hizo levantar la cabeza. Apoyado contra la puerta vimos al gran Meaulnes sacudiéndose, antes de entrar, la escarcha del blusón; la cabeza erguida y como deslumbrado. Los dos alumnos del banco más cercano a la puerta se precipitaron a abrirle. En la entrada hubo una especie de vago conciliábulo que no oímos y el fugitivo se decidió, por fin, a entrar en la escuela. Aquella bocanada de aire fresco que nos entró del patio desierto, las briznas de paja pegadas a la ropa del gran Meaulnes 30
y, sobre todo, su aire de viajero fatigado, hambriento pero maravillado, todo eso nos infundió un extraño sentimiento de placer y curiosidad. El señor Seurel había descendido los dos escalones de su pequeño estrado desde donde nos estaba dictando un texto, y Meaulnes fue hacia él con aire agresivo. Me acuerdo de qué hermoso encontré en aquel momento a mi compañero mayor, a pesar de su aire exhausto y los ojos enrojecidos por las noches que, sin duda, había pasado a la intemperie. Se acercó a él y le dijo en un tono seguro, como quien trae un recado: —Ya regresé, señor. —Ya lo veo —respondió el señor Seurel mientras lo miraba con curiosidad—. Vaya a sentarse a su sitio. El muchacho se volvió hacia nosotros, la espalda un poco encorvada, sonriendo con aire burlón, como hacen los alumnos mayores cuando se portan mal y los castigan. Y agarrándose con una mano al extremo de la mesa, se dejó escurrir sobre el banco. —Coja usted el libro que le voy a decir, mientras sus compañeros terminan el dictado —dijo el maestro, y todas las cabezas continuaban vueltas hacia Meaulnes. Y la clase continuó como antes. De cuando en cuando, el gran Meaulnes se volvía hacia mí, y después miraba por las ventanas desde donde se veía el jardín blanco, como algodón, inmóvil, y los campos desiertos en los que a veces descendía un cuervo. En la clase, cerca de la estufa al rojo, el calor era pesado. Mi compañero, con la cabeza entre las manos, se apoyaba para leer: en dos ocasiones le vi cerrar los ojos y pensé que se iba a dormir. —Querría irme a dormir, señor Seurel —dijo por fin, levantando a medias el brazo—. Hace tres noches que no duermo. —¡Vaya usted! —dijo el señor Seurel, deseoso, sobre todo, de evitar un incidente. Las cabezas todas levantadas, las plumas al aire, lo vimos irse, pesarosos, con su blusón arrugado a la espalda y sus zapatos embarrados. 31
¡Qué lenta transcurrió la mañana! Cerca del mediodía oímos arriba, en el desván, que el viajero se preparaba a bajar. A la hora de la comida, lo encontré sentado delante del fuego, junto a mis desconcertados abuelos, mientras que, al dar las doce en el reloj, los alumnos grandes y chicos, desparramados por el patio nevado, cruzaban como sombras delante de la puerta del comedor. De aquella comida no recuerdo más que un gran silencio y un gran malestar. Todo estaba helado: el hule sin mantel, el vino frío en los vasos, las baldosas rojizas en las que poníamos los pies… Para no provocarlo a la rebelión, se había decidido no interrogar al fugitivo. Y él se aprovechó de esta tregua para no decir ni una palabra. Por fin, acabados los postres, pudimos los dos escaparnos al patio. ¡Patio de la escuela al mediodía, que los zuecos habían dejado sin nieve…, patio ennegrecido donde el deshielo hacía gotear los tejados de la sala de juegos…, patio lleno de juegos y de gritos chillones! Meaulnes y yo bordeamos, corriendo, los edificios. Ya, dos o tres de nuestros amigos del pueblo dejaban los juegos y venían corriendo hacia nosotros gritando de alegría, salpicando con los zuecos, las manos en los bolsillos, la bufanda suelta. Pero mi compañero se precipitó hacia el aula grande, adonde yo lo seguí, y cerró la puerta de cristales, justo a tiempo de aguantar el asalto de nuestros perseguidores. Hubo un estrépito, agudo y violento, de cristales sacudidos, de zuecos golpeando el umbral; un empellón hizo doblarse la barra de hierro que sujetaba las dos hojas de la puerta, pero ya Meaulnes, con riesgo de herirse con la anilla rota, había dado vuelta a la llave de la cerradura. Solíamos juzgar una conducta así como intolerable. En verano, los que se quedaban así, a la puerta, iban corriendo por el jardín y a menudo lograban trepar por una ventana antes de que pudieran cerrarlas todas. Pero estábamos en diciembre y todo permanecía cerrado. Durante un rato estuvieron dando empujones a la puerta desde fuera, insultándonos; después, uno a uno, fueron dando la vuelta y se marcharon, encogiéndose, mientras se ataban las bufandas. 32
En la clase, que olía a castañas y a vino malo, sólo estaban los dos que barrían, apartando las mesas. Yo me acerqué a la estufa para calentarme perezosamente esperando que empezara la clase, mientras Augustin Meaulnes rebuscaba en la mesa del maestro y en los pupitres. Pronto descubrió un atlas pequeño que se puso a estudiar apasionadamente; de pie en la tarima, los codos sobre el pupitre, la cabeza entre las manos. Me disponía a ir a su lado; le hubiera puesto la mano en el hombro y seguro que habríamos recorrido juntos, en el mapa, el trayecto que había hecho, cuando, de pronto, se abrió de par en par, con un golpe violento, la puerta de comunicación con el aula de los pequeños, y Jasmin Delouche, seguido de un chico del pueblo y de otros tres del campo, aparecieron con un grito de triunfo. Sin duda una de las ventanas de aquella clase debía haber estado mal cerrada, la habían empujado y habían saltado por ella. Jasmin Delouche era de baja estatura, pero uno de los de más edad del curso superior y, aunque lo disimulaba, estaba muy celoso del gran Meaulnes. Antes de la llegada de nuestro pensionista era él, Jasmin, el gallito de la clase. Tenía la cara pálida, sin expresión, y el cabello untoso de cremas. Era hijo único de la viuda Delouche, la fondista, y se las echaba de hombre, repitiendo orgulloso lo que oía decir a los jugadores de billar o a los que bebían en el bar. Cuando entró, Meaulnes levantó la cabeza y, frunciendo las cejas, gritó a los chicos que se precipitaban hacia la estufa dándose empellones: —¿Es que aquí no se puede estar tranquilo ni un minuto? —Si no estás bien aquí, podías haberte quedado donde estabas —respondió Jasmin Delouche sin levantar la cabeza, sintiéndose apoyado por sus compañeros. Me figuro que Augustin se encontraba en ese estado de agotamiento en el que la cólera se desata y lo sorprende a uno sin que se le pueda contener. —¡Tú! —le dijo algo pálido, irguiéndose y cerrando el libro—. ¡Tú vas a empezar por salir de aquí! El otro se rió sarcástico. 33
—¡Anda! —exclamó—; porque te has escapado tres días, ¿crees que vas a ser ahora el amo? —y queriendo meter a los otros en su pendencia, añadió—: No vas a ser tú quien nos haga salir, ¿sabes? Pero Meaulnes ya le había saltado encima. Empezaron los empellones, las mangas de las camisas crujieron y se descosieron. Sólo Martin, uno de los chicos del campo que había entrado con Jasmin, se interpuso. —¡Vas a dejarlo ahora mismo! —dijo con las aletas de la nariz dilatadas, moviendo la cabeza como un carnero. Con un empujón violento, Meaulnes lo tiró, tambaleándose y con los brazos abiertos, en medio de la clase. Después, agarrando a Delouche por el cuello con una mano y abriendo la puerta con la otra, intentó echarlo fuera. Jasmin se agarraba a las mesas y arrastraba los pies en las baldosas haciendo rechinar sus zapatos claveteados mientras que Martin, recobrado el equilibrio, venía lentamente, con la cabeza por delante, furioso. Meaulnes dejó a Delouche para ocuparse de aquel imbécil, y quizá lo hubiera pasado mal, cuando se abrió a medias la puerta que daba a la vivienda y apareció la cabeza del señor Seurel, vuelta hacia la cocina, terminando, antes de entrar, una conversación con alguien… La batalla cesó enseguida. Unos se agruparon alrededor de la estufa, cabizbajos; habían evitado hasta el último momento tomar partido. Meaulnes se sentó en su sitio, con la parte de arriba de las mangas descosidas y sin frunces. En cuanto a Jasmin, lo oímos exclamar todo congestionado, en los pocos segundos que precedieron al reglazo con el que empezaba la clase: —¡Ya no aguanta nada! Se las da de listo. ¡Quizá se imagina que no sabemos dónde ha estado! —¡Imbécil! Si ni yo mismo lo sé… —respondió Meaulnes, cuando ya se había hecho silencio. Después, encogiéndose de hombros con la cabeza entre las manos, se puso a estudiar las lecciones.
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Capítulo VII
El chaleco de seda
Nuestra habitación era, como ya he dicho, una gran buhardilla. Mitad buhardilla y mitad habitación. En las habitaciones adyacentes había ventanas; no se sabe por qué, ésta estaba iluminada por un tragaluz. Era imposible cerrar completamente la puerta, que rozaba el suelo. Cuando subíamos por la noche, resguardando con la mano la vela amenazada por todas las corrientes de aire de aquel caserón, intentábamos siempre cerrar la puerta y siempre teníamos que renunciar. Y durante la noche oíamos a nuestro alrededor, penetrando hasta nuestra habitación, el silencio de los tres desvanes. Allí nos reunimos, Augustin y yo, al anochecer de aquel día de invierno. Mientras yo me quitaba la ropa de cualquier manera y la tiraba en una silla a la cabecera de mi cama, mi compañero, sin decir nada, empezó a desnudarse con lentitud. Yo lo miraba desde mi cama de hierro con cortinas de cretona decorada con pámpanos, donde ya me había subido. Tan pronto se sentaba en su cama baja y sin cortinas, como se levantaba y caminaba arriba y abajo, mientras se desnudaba. La vela, que había colocado en una mesita de mimbre hecha por los gitanos, proyectaba sobre la pared su sombra errante y gigantesca. Al contrario de lo que yo había hecho, Meaulnes doblaba y colocaba su ropa de escolar con aire distraído y amargo, pero cuidadosamente. Todavía lo veo dejando sobre una silla su
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pesado cinturón, doblando sobre el respaldo su blusón negro, todo arrugado y sucio, quitándose una especie de chaquetón grueso azul que llevaba debajo del blusón y dándome la espalda al inclinarse para colocarlo a los pies de la cama… Pero, al incorporarse y volverse hacia mí, vi que, en vez del chalequito de botones de cuero que era parte del uniforme, debajo de la chaqueta, llevaba un extraño chaleco de seda, muy abierto, y que se abrochaba en la parte baja con una hilera apretada de botoncitos de nácar. Era una prenda de una fantasía encantadora, como las que debían llevar los jóvenes que bailaban con nuestras abuelas en los cotillones de 1830. Recuerdo al gran escolar aldeano, en ese instante, sin nada en la cabeza, porque había dejado la gorra cuidadosamente colocada sobre la otra ropa, y su rostro tan joven, tan valiente y ya tan endurecido. Había vuelto a andar por la habitación cuando comenzó a desabrocharse aquella prenda misteriosa de un traje que no era suyo. Era extraño verlo, en mangas de camisa, el pantalón demasiado corto, los zapatos embarrados, manoseando ese chaleco de marqués. Al tocarlo, salió bruscamente de su ensueño, volvió la cabeza hacia mí y me miró inquieto. Casi me dieron ganas de reír; él se sonrió conmigo y se le iluminó la cara. —¡Dime qué ha pasado! —le dije, y animándolo en voz baja—: ¿De dónde lo has sacado? Pero enseguida se le borró la sonrisa. Se pasó dos veces la mano tosca sobre el pelo rapado y, de pronto, como alguien que no puede resistir más un deseo, se puso sobre el fino chaleco el chaquetón, que se abotonó concienzudamente, y el blusón arrugado. Después, vaciló un momento mirándome de soslayo… Finalmente se sentó en el borde de su cama, se quitó los zapatos, que cayeron estrepitosamente al suelo y, vestido del todo, como un soldado acuartelado en alerta, se echó sobre la cama y apagó la vela. A medianoche, me desperté de pronto. Meaulnes estaba en medio de la habitación, de pie, con la gorra puesta, y buscaba algo en la percha: una esclavina que se echó sobre los 36
hombros… La habitación estaba muy oscura; ni siquiera había la claridad que da el reflejo de la nieve… Un viento negro y helado soplaba en el jardín muerto y sobre el tejado. Me enderecé un poco y le dije en voz baja: —¡Meaulnes!, ¿te vas otra vez? —no me respondió. Entonces, como enloqueciendo de pronto, le dije—: Pues me marcho contigo. ¡Tienes que llevarme! —y bajé de la cama. Él se acercó, me agarró por el brazo obligándome a sentarme en el borde de la cama, y me dijo: —No puedo llevarte, François. Si supiera bien el camino, me acompañarías. Pero primero tengo que encontrarlo en el mapa y todavía no lo he conseguido. —Entonces, tú tampoco puedes marcharte. —Es verdad, es completamente inútil… —dijo, desalentado—. Anda, acuéstate. Te prometo que no volveré a irme sin ti. Y volvió a su paseo de un lado a otro de la habitación. No me atreví a decirle nada. Andaba, se paraba, volvía a andar más de prisa, como quien mentalmente busca o repasa sus recuerdos, los confronta, compara, calcula y de pronto cree que lo ha encontrado; después, deja de nuevo el hilo y vuelve a buscar… No fue aquélla la única noche en que, despertado por el ruido de sus pasos, lo encontraba así, hacia la una de la madrugada, deambulando por la habitación y los desvanes, como esos marinos que no han podido perder la costumbre de hacer la guardia y, en el fondo de sus propiedades bretonas, se levantan y se visten a la hora reglamentaria para vigilar la noche terrestre. Dos o tres veces durante el mes de enero y la primera quincena de febrero, fui arrancado del sueño de esa manera. El gran Meaulnes estaba ahí, levantado, equipado del todo, la esclavina sobre los hombros, dispuesto a partir, y cada vez, al borde de ese país misterioso adonde ya se había evadido una vez, se detenía, vacilaba. En el momento de ir a levantar el pestillo de la puerta de la escalera y de salir por la puerta de la cocina, cosa que podría haber hecho fácilmente y sin que nadie lo oyera, retrocedía una vez más… Después, durante las 37
largas horas de la noche, recorría, reflexionando, febril, los desvanes abandonados. Por fin, una noche, hacia el 15 de febrero, él mismo me despertó poniéndome suavemente la mano en el hombro. Había sido un día muy agitado. Meaulnes, que había dejado por completo los juegos con sus antiguos camaradas, durante el recreo se había quedado sentado en un banco, muy ocupado en establecer un plan misterioso siguiendo con el dedo y calculando con cuidado en el mapa del Cher. Entre el patio y la clase había un ir y venir incesante. Golpeaban los zuecos, se perseguían de mesa en mesa, salvando de un salto los bancos y la tarima… Sabían que no convenía acercarse a Meaulnes cuando trabajaba así; pero, como el recreo se prolongaba, dos o tres chicos del pueblo se le acercaron agazapándose, en plan de juego, a mirar por encima de su hombro. Uno de ellos, envalentonado, llegó a empujar a los otros encima de Meaulnes… Éste cerró el atlas bruscamente, escondió la hoja y agarró al último de los tres muchachos, mientras que los otros dos se pudieron escapar. Era el quejoso de Giraudat, quien se puso a lloriquear y a dar puntapiés hasta que el gran Meaulnes lo echó fuera; entonces le gritó, rabioso: —¡Cobarde! ¡No me extraña que todos estén contra ti y que quieran pelearse contigo! Y siguió una sarta de insultos a los que nosotros contestamos sin haber entendido bien lo que querían decir. Era yo el que chillaba más fuerte, ya que me había puesto de parte del gran Meaulnes. Ahora había como un pacto entre nosotros. La promesa que me había hecho de llevarme, sin decirme como a los demás “que yo no podría caminar”, me había ligado a él para siempre. Y no cesaba de pensar en su viaje misterioso. Estaba convencido de que había conocido a una muchacha. Sería, sin duda, infinitamente más hermosa que todas las del país, más bella que Jeanne, a la cual veíamos por el ojo de la cerradura, en el jardín de las monjas, y que Madeleine, la hija del panadero, toda rosa y toda rubia, o que Jenny, la hija de 38
la señora, que era admirable, pero estaba loca y siempre encerrada. Seguro que, como el héroe de una novela, pensaba por la noche en una joven cita. Y había decidido hablarle de ella la primera vez que me despertase… La tarde después de aquella nueva batalla, pasadas las cuatro, estábamos los dos ocupados en recoger unas herramientas de jardín, picos y palas que habían servido para abrir unos hoyos, cuando oímos gritos en la carretera. Era una banda de jóvenes y chiquillos que, de cuatro en fondo, evolucionaban como una compañía perfectamente organizada, conducidos por Delouche, Daniel, Giraudat y otro que no conocíamos. Nos habían visto y nos abucheaban con todas sus fuerzas. Así que teníamos en contra a todo el pueblo y preparaban no sé qué juego de guerra del cual estábamos excluidos. Sin decir palabra, Meaulnes metió, en el cobertizo, la pala y la azada que llevaba al hombro… Pero, a medianoche, sentí su mano en mi brazo y me desperté sobresaltado. —¡Levántate! —me dijo—. Nos vamos. —¿Sabes ya el camino hasta el final? —Conozco una buena parte y tendremos que encontrar el resto —respondió apretando los dientes. —Escucha, Meaulnes —dije incorporándome—. Escúchame, sólo tenemos que hacer una cosa: buscar los dos la parte del camino que nos falta cuando sea de día, con la ayuda de un plano. —Pero esa parte está muy lejos de aquí. —Pues entonces iremos en coche este verano, cuando los días sean más largos —hubo un silencio prolongado de aceptación—. Como vamos juntos a tratar de encontrar a la muchacha que amas, Meaulnes —dije al fin—, dime quién es, háblame de ella. Se sentó a los pies de mi cama. Yo veía en la sombra su cabeza inclinada, sus brazos cruzados y sus rodillas. Después respiró hondo, como el que por mucho tiempo ha tenido el corazón acongojado y por fin va a confiar su secreto…
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Capítulo VIII
La aventura
Aquella noche no me contó mi compañero todo lo que le había ocurrido por el camino. E, incluso, cuando se decidió a confiármelo todo, durante los días de angustia de los que hablaré más adelante, aquello fue, durante mucho tiempo, el gran secreto de nuestra adolescencia. Pero hoy que todo ha terminado, ahora que sólo queda el polvo de tanto mal, de tanto bien, ahora puedo contar su extraña aventura. A la una y media de la tarde, por el camino de Vierzon, con aquel tiempo glacial, Meaulnes hacía marchar a buen paso a su animal, porque sabía que no tenía mucho tiempo. No hacía más que pensar, divertido, en la sorpresa de todos nosotros cuando llegara, a las cuatro, trayendo en el coche al abuelo y a la abuela Charpentier. Pues, ciertamente, en aquel momento no tenía otra intención. Poco a poco, como el frío le iba penetrando, se envolvió las piernas en una manta que había rechazado al principio, pero que los de la Belle-Étoile le habían puesto a la fuerza en el coche. A las dos atravesó la aldea de La Motte. Nunca había pasado por un pueblo pequeño a las horas de clases y se divirtió viéndolo tan desierto, tan adormecido. Apenas se levantaba, de cuando en cuando, una cortina que dejaba ver el rostro curioso de una buena mujer. 40
A la salida de La Motte, cerca de la escuela, dudó entre dos caminos y creyó recordar que hacía falta torcer a la izquierda para ir a Vierzon. No había nadie para indicárselo. Puso la yegua al trote por el camino ya más estrecho y mal empedrado. Durante algún tiempo, bordeó un bosque de abetos y, por fin, encontró a un carretero a quien preguntó, poniéndose las manos en bocina, si iba bien por ahí a Vierzon. La yegua tiraba de las riendas continuando su trote; el hombre no debió comprender lo que le preguntaban, gritó algo haciendo un gesto vago y Meaulnes siguió su camino a la buena de Dios. De nuevo los vastos campos helados, sin accidentes ni distracción alguna; solamente, alguna vez, una urraca levantaba el vuelo, asustada por el coche, para ir a posarse más allá, en un olmo decapitado. El viajero se había arropado alrededor de los hombros, como si fuera una capa, la gran manta. Las piernas estiradas, apoyado en un lado del coche, debió adormecerse durante un buen rato… Cuando, gracias al frío que atravesaba ya la manta, Meaulnes se despertó del todo, se dio cuenta de que el paisaje había cambiado. Ya no eran aquellos horizontes lejanos, aquel gran cielo blanco donde se perdía la vista, sino campos pequeños, todavía verdes y con cercas altas. A derecha e izquierda, el agua de las cunetas corría bajo el hielo. Todo hacía presentir un río. Y entre los setos altos la carretera no era ya más que un estrecho camino de baches. Hacía un rato que la yegua había dejado de trotar. Con un golpe de la fusta, Meaulnes quiso hacerla volver a su paso ligero, pero ella continuaba al paso, muy lentamente, y el gran colegial, mirando desde el lado, las manos apoyadas en la parte delantera del coche, se dio cuenta de que cojeaba de una de las patas traseras. Enseguida saltó al suelo muy inquieto. —No llegaremos nunca a Vierzon para el tren —dijo a media voz. Y no se atrevió a confesarse lo que de verdad lo inquietaba, o sea, que quizá se había equivocado de camino y no estaba en la carretera de Vierzon. Examinó un buen rato la pata del animal y no descubrió trazas de herida. Temerosa, la yegua levantó la pata cuando 41
Meaulnes se la quiso tocar, y escarbaba el suelo con su casco pesado y torpe. Comprendió por fin que tenía una piedrecita en la pezuña. Como chico experto con los animales, se agachó, trató de cogerle la pata derecha con la mano izquierda y colocársela entre las rodillas, pero le estorbaba el coche. Por dos veces se le soltó la yegua y avanzó unos metros. El estribo le dio en la cabeza y la rueda le hirió una rodilla. Pero él se obstinó y acabó por triunfar de la bestia miedosa; pero la piedrecita estaba tan hundida que Meaulnes debió hacer uso de su cuchillo de campo para conseguirlo. Cuando terminó su tarea y levantó por fin la cabeza, medio aturdido y la mirada turbia, se dio cuenta, con estupor, de que caía la noche… Otro que no fuera Meaulnes hubiera desandado el camino inmediatamente. Era la única manera de no perderse del todo; pero pensó que ya debía estar muy lejos de La Motte. También habría podido ser que la yegua hubiera tomado un atajo mientras él dormía. En fin, ese camino tenía que llevar a la larga a algún pueblo… Añadan a todas estas razones que el muchacho, subiéndose al estribo mientras que el animal, impaciente, tiraba ya de las riendas, sentía crecer en él un deseo exasperado de conseguir alguna cosa y de llegar a alguna parte, a pesar de todos los obstáculos. Fustigó a la yegua, que se encabritó un poco y se puso al trote. La oscuridad crecía. En el sendero hundido ya sólo había el sitio justo para que pasara el coche. A veces una rama muerta de la cerca se enganchaba en la rueda y se rompía con un ruido seco… Cuando oscureció completamente, Meaulnes se puso a pensar, de pronto, con el corazón encogido, en el comedor de Sainte-Agathe, donde, a esa hora, debíamos estar todos reunidos. Después sintió cólera; de inmediato, orgullo, y la alegría profunda de haberse escapado así, sin haberlo querido.
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Capítulo IX
El alto
De pronto, la yegua aflojó el paso, como si sus patas hubieran tropezado en la sombra; Meaulnes vio cómo agachaba y levantaba la cabeza dos veces; después se paró en seco, el hocico bajo, como si husmease algo. Alrededor de las patas del animal se oía como un chapoteo de agua. Un arroyo cortaba el camino. En verano ahí debía haber un vado, pero en esa época la corriente era tan fuerte que no se había formado hielo, y hubiera sido peligroso seguir adelante. Meaulnes tiró suavemente de las riendas para retroceder unos pasos y, muy perplejo, se puso de pie en el coche. Entonces vio, entre las ramas, una luz. Solamente debían separarlo del camino dos o tres prados. El colegial bajó del coche y tiró de la yegua hacia atrás, diciéndole cosas para calmar sus cabezazos bruscos y asustados: —¡Vamos, vieja, vamos! Ya no iremos más lejos. Pronto sabremos a dónde hemos llegado. Y empujando la barrera entreabierta de un pequeño prado que daba al camino, hizo entrar al animal y al coche. Los pies se le hundían en la hierba blanda. El coche traqueteaba silenciosamente. Con la cabeza contra la cabeza del animal, sentía su calor y el aire duro de su aliento… Lo condujo al extremo del prado y le puso la manta sobre el lomo; después, apartando las ramas de la cerca del fondo, vio otra vez la luz, que pertenecía a una casa aislada.
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De todas maneras, tuvo que atravesar tres prados, saltar un riachuelo traidor, donde casi metió los pies… Al fin, después de un último salto desde lo alto de un talud, se encontró en el patio de una casa de campo. Un cerdo gruñía en su pocilga. Al ruido de los pasos sobre el suelo helado, un perro se puso a ladrar con furia. La hoja de la puerta estaba abierta, y la luz que Meaulnes había visto era de un fuego de leña que ardía en la chimenea. No había otra luz que la del fuego. En la casa, una buena mujer se levantó y se acercó a la puerta sin mostrarse asustada. Un reloj de péndulo daba en ese instante las siete y media. —Usted perdone, buena señora —dijo el muchacho—, me parece que he pisado sus crisantemos. Con un cuenco en la mano, ella se detuvo, mirándolo. —Es verdad —dijo—, el patio está tan oscuro que no se puede andar. Hubo un silencio durante el cual Meaulnes, de pie, miraba la habitación con las paredes cubiertas con periódicos ilustrados como las fondas, y la mesa sobre la que había un sombrero de hombre. —¿No está el amo en casa? —dijo él sentándose. —Ahora vendrá —contestó la mujer, sintiéndose más confiada—. Ha ido a buscar leña. —No es que lo necesite —siguió el joven, acercando su silla al fuego—. Somos unos cazadores que estamos al acecho, y he venido para pedirles que nos den un poco de pan. El gran Meaulnes sabía que, entre las gentes del campo, y sobre todo en una casa de campo aislada, hay que hablar con mucha discreción y hasta con política, y, en especial, no demostrar jamás que no se es del país. —¿Pan? —dijo ella—. No les podremos dar nada. El panadero, que pasa todos los martes, justamente hoy no ha venido. Augustin, que, por un momento, había esperado encontrarse en las proximidades de un pueblo, se asustó. —El panadero, ¿de qué pueblo? —preguntó. —Pues, el panadero de Vieux-Nançay —le respondió la mujer, sorprendida. 44
—¿Y a qué distancia está exactamente de aquí Vieux-Nançay? —prosiguió Meaulnes, muy inquieto. —Por la carretera no le sabría decir con exactitud, pero por el atajo hay tres leguas y media. Y se puso a contarle que ahí tenía a su hija colocada y que venía a pie para verla todos los primeros domingos de mes, y que sus amos… Pero Meaulnes, completamente desorientado, la interrumpió para decirle: —¿Es Vieux-Nançay el pueblo que está más cerca de aquí? —No, son las Landes, a cinco kilómetros. Pero no hay comercios ni panadero. Sólo hay una pequeña feria una vez al año, por San Martín. Meaulnes no había oído nunca hablar de las Landes. Se vio tan perdido que casi lo divirtió. Pero la mujer, que estaba ocupada en lavar su cuenco en la pila, se volvió con curiosidad y le dijo lentamente, mirándolo de frente: —¿Conque usted no es de por estas tierras…? En aquel momento un campesino de edad se presentó en la puerta, con un haz de leña que echó al suelo. La mujer le explicó, muy alto, como si fuera sordo, lo que el chico preguntaba. —Bueno, es fácil —dijo sencillamente—. Pero, acérquese, señor, que ahí no se va a calentar. Al cabo de un instante estaban los dos instalados cerca de los morillos; el viejo partiendo la leña para ponerla en el fuego, Meaulnes tomando un tazón de leche con pan que le habían ofrecido. Nuestro viajero, feliz de encontrarse en esa casa humilde después de tantas inquietudes, pensó que su extraña aventura ya había terminado; hacía el proyecto de volver después con sus compañeros a ver a esas buenas gentes. No sabía que era solamente un alto y que enseguida iba a reemprender el camino… Primero les pidió que lo pusieran en camino hacia La Motte. Y, diciéndoles poco a poco la verdad, les contó que su carro se había separado de los otros cazadores y que estaba completamente perdido. 45
Entonces el hombre y la mujer insistieron mucho en que se quedara a dormir y se marchase por la mañana temprano; Meaulnes acabó por aceptar y salió a buscar su yegua para meterla en el establo. —¡Tenga cuidado con los hoyos del camino! —le dijo el hombre. Meaulnes no se atrevió a decir que no había venido por el “camino”. Estuvo a punto de pedirle al buen hombre que lo acompañase. Dudó un momento en el umbral, y era tan grande su indecisión que casi vaciló. Después, salió al patio oscuro.
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Capítulo X
El establo
Para orientarse se subió al talud desde el que había saltado. Lenta y difícilmente, como a la ida, se guió entre las hierbas y el agua, a través de las cercas de sauces, y fue a buscar el carro al fondo del prado, donde lo había dejado. El carro ya no estaba allí… Inmóvil, latiéndole las sienes, trató de escuchar todos los ruidos de la noche, creyendo oír a cada momento, muy cerca, la collera del animal. Nada, le dio la vuelta al prado; la barrera estaba entreabierta, medio tumbada, como si le hubiera pasado por encima una rueda de carro. La yegua debía haberse escapado sola por ahí. Siguiendo el camino, dio unos pasos y los pies se le enredaron en la manta que, sin duda, se le había caído al suelo a la yegua. Sacó la conclusión de que el animal había huido en aquella dirección. Echó a correr. Sin otra idea que la voluntad tenaz y loca de recuperar el carro, con el rostro encendido, corría, presa de ese deseo furioso semejante al miedo… A cada rato, metía el pie en las roderas. En las revueltas, en la oscuridad total, se daba contra las cercas y, demasiado fatigado ya para pararse a tiempo, caía entre los espinos, los brazos por delante, desgarrándose las manos al protegerse la cara. De cuando en cuando se paraba, escuchaba y seguía corriendo. Por un momento creyó oír el ruido de un carro, pero sólo era una carreta que traqueteaba a lo lejos, por un camino a la izquierda.
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Llegó un momento en que la rodilla herida le dolía tanto que se detuvo con la pierna rígida. Entonces, pensó que si la yegua no se hubiese escapado al galope, ya la habría alcanzado. También se dijo que un carro no se pierde tan fácilmente y que alguien lo encontraría. Al fin volvió sobre sus pasos, agotado, colérico, casi arrastrándose. Al cabo de un rato, creyó encontrarse en los parajes que había dejado y pronto divisó la luz de la casa que buscaba. Entre las cercas se abría un sendero profundo. “Este es el camino del que me habló el viejo”, se dijo Augustin. Y se metió en él, contento de no tener que saltar más por cercas y taludes. Al cabo de un momento, el sendero se desviaba a la izquierda, la luz pareció deslizarse a la derecha y, al llegar a un cruce de caminos, Meaulnes, con la prisa de llegar a la pobre vivienda, siguió, sin reflexionar, un sendero que parecía conducir ahí directamente. Pero apenas había dado diez pasos en esa dirección, cuando la luz desapareció, ya fuera porque la tapara una cerca, o porque los aldeanos, cansados de esperarlo, hubieran cerrado los postigos. Animoso, el colegial saltó a campo traviesa yendo hacia la dirección desde donde había brillado la luz hasta hacía poco. Después, franqueando otra cerca, desembocó en un nuevo sendero… Así, poco a poco, se le embrolló al gran Meaulnes la pista, rompiéndosele los lazos que lo unían a los campesinos que había dejado atrás. Descorazonado casi hasta el límite de sus fuerzas, resolvió, en su desesperación, seguir hasta el final aquel sendero. A cien pasos de allí desembocaba en una gran pradera gris, donde se distinguían, de trecho en trecho, unas sombras que debían ser enebros y un edificio oscuro en un repliegue del terreno. Meaulnes se acercó. Sólo era una especie de corral o de establo abandonado. La puerta cedió con un crujido. La luz de la luna, cuando el viento despejaba las nubes, entraba por las rendijas de los tabiques. Reinaba un olor a moho. Sin explorar nada más, Meaulnes se tendió sobre la paja húmeda, el codo en el suelo, la cabeza en la mano. Quitándose el cinturón, se acurrucó en el blusón, las piernas contra el 48
vientre. Pensó entonces en la manta de la yegua que había dejado en el camino y se sintió tan desgraciado, tan furioso contra sí mismo, que le entraron ganas de llorar… Por eso se esforzó en pensar en otra cosa. Helado hasta los huesos, se acordó de un sueño, más bien de una visión que había tenido de niño y sobre la cual nunca había hablado a nadie: una mañana, en vez de despertarse en su habitación, donde estaban sus pantalones y sus abrigos, se había encontrado en una gran habitación verde, con las paredes empapeladas como de follaje. En aquel lugar entraba una luz tan dulce que se hubiera podido saborear. Junto a la primera ventana, una jovencita cosía, vuelta de espaldas, como si esperase su despertar… No había tenido fuerzas para deslizarse de la cama y andar por aquella mansión encantada. Se había vuelto a dormir. Pero, la próxima vez, juraba que se levantaría. Mañana, podría ser…
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Capítulo XI
El dominio misterioso
Al amanecer se puso de nuevo en marcha. Pero la rodilla hinchada le dolía; tenía que pararse y sentarse a cada momento, por lo agudo del dolor. Además, el lugar donde se encontraba era lo más desolado de la Sologne. En toda la mañana sólo vio, en el horizonte, a una pastora recogiendo su rebaño. Por más que le gritó y trató de correr, desapareció sin oírlo. De todas maneras, continuó andando en aquella dirección con una lentitud desesperante… Ni un techo, ni un alma. Ni siquiera el chillido de una codorniz en los cañaverales de la marisma. Y, sobre esta soledad perfecta, brillaba un sol de diciembre, claro y glacial. Serían quizá las tres de la tarde cuando vio, al fin, por encima de un bosquecito de abetos, la aguja de una torrecita gris. “Algún viejo caserón abandonado —se dijo—, algún palomar desierto…” Y continuó su camino sin apretar el paso. En un recodo del bosque desembocaba una avenida, entre dos postes blancos, por donde se metió Meaulnes. Dio algunos pasos y se paró, todo sorprendido y turbado por una emoción inexplicable. Sin embargo, seguía con el mismo paso fatigado, el viento helado le agrietaba los labios, casi lo ahogaba, pero le entró una alegría extraordinaria y casi embriagadora, la certeza de que había conseguido su meta y que ya sólo le esperaba la felicidad. Así, en otros tiempos, en las vigilias de las grandes fiestas de verano, se sentía desfallecer cuando, a la noche, plantaban los 50
abetos en las calles del pueblo y la ventana de su cuarto se tapaba con las ramas. “¡Tanta alegría —se dijo— porque llego a este viejo palomar lleno de lechuzas y de corrientes de aire!” Y, enfadado consigo mismo, se paró preguntándose si no sería mejor desandar el camino y continuar hasta el pueblo próximo. Mientras reflexionaba un momento, cabizbajo, de pronto, se dio cuenta de que la avenida estaba barrida en grandes semicírculos regulares, como hacían en su pueblo para las fiestas. ¡Era un camino muy parecido a la calle Mayor de La Ferté, la mañana de la Asunción! Si hubiera visto venir por la avenida un tropel de gente vestida de fiesta, levantando polvo como en el mes de junio, no se hubiera sorprendido más. “¿Estarán de fiesta en estas soledades?”, se preguntó. Avanzando hasta el primer recodo, oyó un ruido de voces que se acercaban. Se echó a un lado entre los abetos tiernos y espesos, se agachó y escuchó conteniendo el aliento. Eran voces infantiles. Un grupo de niños pasaba muy cerca de él. Uno de ellos, seguramente una niñita, hablaba en un tono tan seguro y sabio que Meaulnes, aunque sin comprender el sentido de sus palabras, no pudo menos de sonreírse. —Solamente me inquieta una cosa —decía ella—, y es la cuestión de los caballos. ¡Por ejemplo, nadie impedirá nunca a Daniel que monte en el gran poney amarillo! —¡Nunca me lo impedirán! —contestó una voz burlona de muchachito—. ¿No tenemos todos los permisos? Hasta el de hacernos daño, si queremos… Y las voces se alejaron en el momento en que se acercaba otro grupo de niños. —Si se ha deshecho el hilo —dijo una muchachita—, mañana por la mañana iremos en barco. —¿Y nos dejarán? —dijo otra. —Ya saben que organizamos la fiesta a nuestro gusto. —¿Y si Frantz volviese esta misma tarde con su novia? —¡Pues haría lo que nosotros quisiéramos! 51
“Se trata, sin duda, de una boda —se dijo Augustin—. Pero, ¿son los niños quienes dictan las leyes aquí? ¡Qué sitio más extraño!” Y quiso salir de su escondite para preguntarles dónde encontraría de comer y beber. Se levantó y vio que el último grupo se alejaba. Eran tres niñas con trajes lisos que les llegaban a la rodilla. Llevaban unos lindos sombreritos con cintas. Una pluma blanca les caía a las tres por el cuello. Una de ellas, vuelta a medias, un poco inclinada, escuchaba a una compañera que le daba grandes explicaciones con el dedo en alto. “Las asustaría”, se dijo Meaulnes, mirándose el blusón desgarrado de campesino y su cinturón de colegial de SainteAgathe, tan barroco. Temiendo no le fueran a encontrar los niños si volvían por la avenida, continuó su camino entre los abetos en dirección al “palomar”, sin reflexionar demasiado en lo que allí podría preguntar. Pronto lo hizo detenerse, a la orilla del bosque, un murito mohoso. Al otro lado, entre el muro y las dependencias de la casa, había un gran patio estrecho y largo, todo lleno de coches, como un patio de posada el día de feria. Los había de todas clases y formas: coches pequeños, elegantes, de cuatro plazas, los varales al aire, tartanas, carrozas pasadas de moda con sus molduras, y hasta viejas berlinas con los cristales subidos. Meaulnes, escondido detrás de los abetos por miedo a ser visto, examinaba el desorden de aquel lugar, cuando percibió, al otro lado del patio, justo encima del pescante de una tartana, una ventana medio abierta en las dependencias. Dos barrotes de hierro, como suelen verse en la parte de atrás de las grandes casas de campo, con los postigos de las cuadras siempre cerrados, debían haber cerrado este hueco. Pero el tiempo los había desencajado. “Entraré ahí —se dijo el colegial—, dormiré en el heno y me marcharé de madrugada, sin haber asustado a esas niñas tan hermosas”. Franqueó el muro con dificultad a causa de su rodilla herida y, pasando de un coche al otro, del pescante de una tartana al 52
techo de una berlina, llegó a la altura de la ventana, y la empujó sin ruido, como si fuese una puerta. No se encontraba en un henar, sino en una vasta habitación de techo bajo que debía ser un dormitorio. Se distinguía, en la penumbra de la tarde de invierno, que la mesa, la chimenea, y hasta las butacas, estaban llenas de jarrones, objetos valiosos, armas antiguas. Al fondo de la habitación había unas cortinas que debían esconder una alcoba. Meaulnes había cerrado la ventana, tanto por el frío como por miedo a que lo vieran desde fuera. Al levantar las cortinas del fondo, descubrió un gran lecho bajo cubierto de viejos libros dorados, laúdes con las cuerdas rotas y candelabros amontonados. Puso todas las cosas al fondo de la alcoba y se echó en la cama para descansar y reflexionar un poco sobre la extraña aventura a la que se había lanzado. Un silencio profundo reinaba en la mansión. Cada cierto tiempo, sólo se oía gemir el gran viento de diciembre. Y Meaulnes, así tendido, se preguntaba si, a pesar de esos extraños encuentros, de las voces de los niños en la avenida, y de los coches amontonados, no era todo, sencillamente, como había pensado en un principio: un viejo edificio abandonado en la soledad del invierno. Pronto le pareció que el viento le traía el son de una música perdida. Era como un recuerdo lleno de encanto y de añoranza. Se acordó del tiempo en que su madre, todavía joven, tocaba el piano en el salón, por la tarde, y él, sin decir nada, detrás de la puerta que daba al jardín, la escuchaba casi hasta el anochecer… “Parece como si alguien tocase el piano en alguna parte”, pensó. Pero, dejando la pregunta sin respuesta, rendido de fatiga, no tardó en dormirse.
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Capítulo XII
El cuarto de Wellington
Era de noche cuando se despertó. Muerto de frío, se revolvió en la cama, tapándose con su blusón negro. Una débil claridad glauca bañaba las cortinas del dormitorio. Se sentó en la cama, sacó la cabeza entre las cortinas. Alguien había abierto las ventanas y había colgado dos faroles venecianos de color verde. Pero, apenas había podido Meaulnes echar una ojeada, cuando oyó en el rellano un ruido apagado de pasos y una conversación en voz baja. Regresó a la habitación, pero sus zapatos con clavos hicieron vibrar uno de los objetos de bronce que había dejado contra la pared. Muy inquieto, aguantó la respiración un instante. Los pasos se acercaron y dos sombras se deslizaron en la alcoba. —No hagas ruido —decía uno. —¡Bueno! Ya es hora de que despierte —respondió el otro. —¿Has adornado su habitación? —¡Claro!, como las de los demás. El viento hizo golpear la ventana abierta. —¡Hombre! —dijo el primero—, ni siquiera has cerrado la ventana. Ya ha apagado el viento uno de los faroles. Habrá que volver a encenderlo. —¡Bah! —dijo el otro, con una pereza y un desgano repentinos—. ¿Para qué tanta iluminación por el lado del campo, que es como decir por el lado del desierto? Ahí no hay nadie para verla. 54
—¿Nadie? Todavía llegará gente durante parte de la noche. ¡Por allí, lejos, en sus coches, por la carretera, se alegrarán de ver nuestras luces! Meaulnes oyó rayar un fósforo. El que había hablado el último y parecía ser el jefe, prosiguió con una voz monótona, a la manera del sepulturero en Shakespeare: —Tú pones los faroles verdes en la habitación de Wellington. Igual los habrías puesto rojos… ¡Sabes de eso tan poco como yo! Un silencio. —Wellington, ¿no era americano? ¿Y no es un color americano el verde? Tú, el cómico que ha viajado tanto, deberías saberlo. —Sí, sí, viajado —contestó “el cómico”—. Sí, he viajado, pero no he visto nada. ¿Qué quieres que viera dentro de un carro? Meaulnes miró con precaución por entre las cortinas. El que dirigía las maniobras era un hombre grueso, con la cabeza descubierta y enfundado en un abrigo enorme. Llevaba en la mano una larga pértiga llena de farolitos multicolores y miraba tranquilamente, con una pierna sobre otra, cómo trabajaba su compañero. Por lo que hace al cómico, era el tipo más lamentable que pueda imaginarse. Alto, flaco, tembloroso, los ojos verdosos y bizcos, con un bigote caído sobre una boca desdentada que hacía pensar en la cara de un ahogado chorreando sobre las losas. Estaba en mangas de camisa y le temblaban las mandíbulas. Mostraba en sus palabras y en sus gestos el desprecio más absoluto hacia su propia persona. Después de un momento de reflexión, amarga y risible a la vez, se acercó a su compañero y, cruzando los brazos, le confió: —¡Qué quieres que te diga! No comprendo por qué han ido a buscar a unos andrajosos como nosotros para trabajar en una fiesta como ésta. ¡Éste es el problema! Pero sin hacer caso de ese arranque sentimental, el hombretón continuó mirando cómo trabajaba el otro, las piernas cruzadas; bostezó, resopló tranquilamente y luego, volviéndose, se marchó con la pértiga a la espalda, diciendo: —¡Vamos, en marcha! ¡Ya es hora de vestirse para la cena! 55
El cómico lo siguió, pero al pasar delante de la alcoba dijo, con una inflexión de voz burlona, a la vez que hacía unas reverencias: —Señor Durmiente, no tiene más que despertar, vestirse de marqués, aunque no sea usted más que un pobre diablo como yo, y bajar a la fiesta de disfraces, ya que así les place a estos señoritos y a estas señoritas —y añadió en el tono de un charlatán de feria, haciendo una última reverencia—: Nuestro compañero Maloyau, ayudante de cocina, le presentará al personaje de Arlequin, y su servidor, al gran Pierrot.
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Capítulo XIII
La extraña fiesta
En cuanto desaparecieron, el colegial salió de su escondite. Tenía los pies helados, las articulaciones entumecidas, pero había descansado y la rodilla parecía ya curada. “Lo de bajar a cenar —pensó— no dejaré de hacerlo. Seré sencillamente un invitado cuyo nombre se ha olvidado. Además, no soy un intruso aquí. No hay duda de que el señor Maloyau y su compañero me esperaban…” Al salir de la oscuridad total de la alcoba, pudo ver bastante bien gracias a los farolitos verdes que iluminaban la habitación. El cómico la había “adornado”. Unos mantos colgaban de los barrotes de las cortinas. Sobre una pesada mesa de tocador con el mármol roto, habían dispuesto todo lo necesario para convertir en un joven elegante al chico que había pasado la noche anterior en un establo abandonado. Sobre la chimenea, colocaron unos fósforos junto a un candelabro. Pero no habían encerado el suelo, y Meaulnes sentía cómo crujían bajo sus zapatos la grava y las piedrecitas. Otra vez tuvo la impresión de estar en una casa abandonada hacía tiempo… Al ir hacia la chimenea, por poco tropieza con una pila de cajas grandes y pequeñas; extendió el brazo, encendió la vela y levantó las tapas, inclinándose para mirar. Eran trajes de jóvenes de otros tiempos, levitas con cuellos altos de terciopelo, chalecos finos muy descotados, innumerables corbatas blancas y zapatos de charol de principios de
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siglo. No se atrevía a tocar nada ni con la punta de los dedos; pero después de haberse aseado, temblando, se puso sobre su blusón de colegial una de las grandes levitas y se alzó el cuello plisado, se cambió sus zapatos claveteados por unos finos de charol, y, sin nada en la cabeza, se preparó para bajar. Sin encontrarse con nadie, llegó al pie de una escalera de madera en un rincón del patio. El hálito oscuro de la noche le azotó el rostro y le levantó los faldones de la levita. Dio algunos pasos y, gracias a la vaga claridad del cielo, pronto se pudo dar cuenta de la configuración del lugar. Estaba en un patiecito formado por los edificios de las dependencias. Todo tenía un aspecto viejo y arruinado. Los huecos, al pie de la escalera, estaban vacíos, porque hacía mucho tiempo que habían quitado las puertas; tampoco habían repuesto los cristales de las ventanas, que eran unos agujeros negros en las paredes. Y, sin embargo, todo el edificio tenía un extraño aire de fiesta. Una especie de reflejo de colores flotaba en las habitaciones bajas, donde también debían haber encendido farolitos en la parte que daba al campo. El suelo estaba barrido; habían quitado las hierbas que crecían por todas partes. Por fin, aguzando el oído, Meaulnes creyó oír como un canto, como voces de niños y muchachas, por allá abajo, hacia los edificios confusos donde el viento movía las ramas delante de las aberturas de las ventanas rosadas, verdes y azules. Estaba allí, dentro de su levitón, como un cazador, agachado al acecho, cuando un hombrecito diminuto salió del edificio contiguo, que se hubiera creído inhabilitado. Llevaba un sombrero de copa muy alto que brillaba en la noche como si hubiera sido de plata, un traje con un cuello que le subía hasta el pelo, un chaleco muy abierto, un pantalón con botines… Este elegante, de unos quince años, caminaba de puntillas, como si lo sujetasen por los tirantes del pantalón, pero lo hacía con una extraordinaria rapidez. Sin pararse, al pasar, saludó a Meaulnes con una reverencia profunda, automática, y desapareció en la oscuridad hacia el edificio central, granja, castillo o abadía, cuya torre había guiado al colegial desde el comienzo de la tarde. 58
Después de un momento de duda, nuestro héroe siguió al curioso personaje. Atravesaron una especie de gran patio-jardín, pasaron entre unos macizos, contornearon un vivero cerrado con unas vallas, un pozo, y se encontraron, por fin, en la entrada del edificio central. Una pesada puerta de madera, redondeada por arriba y claveteada como la puerta de una iglesia, estaba entreabierta. El elegante entró. Meaulnes lo siguió y, desde los primeros pasos en el corredor, se encontró, sin ver a nadie, rodeado de risas, de cantos, de llamadas y de persecuciones. Al extremo había un pasillo transversal. Meaulnes dudó si llegar hasta el final o abrir una de las puertas detrás de las cuales se oía ruido de voces, cuando vio pasar por el fondo a dos niñas que se perseguían. Echó a correr para verlas y atraparlas, sin hacer ruido con sus finos zapatos. Un ruido de puertas que se abren, dos rostros de quince años que el fresco de la noche y la carrera han puesto rosados bajo grandes capotas con cintas, y todo desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Un momento después, vuelven sobre sus pasos jugando; sus faldas amplias y ligeras se levantan y se inflan; se puede ver la puntica de sus largos y diversos pantalones; después, juntas, con una pirueta, entran saltando a la habitación y cierran otra vez la puerta. Meaulnes se quedó un momento deslumbrado y titubeante en el corredor oscuro… Ahora tiene miedo de ser descubierto. Su aire vacilante y torpe puede hacer que lo tomen por un ladrón. Va a marcharse decididamente hacia la puerta, cuando vuelve a oír, al fondo del corredor, un ruido de pasos y voces de niños. Son dos pequeñines que se acercan hablando. —¿Vamos a cenar pronto? —les pregunta Meaulnes con aplomo. —Ven con nosotros —responde el mayor—, te llevaremos allí. Y con esa confianza y esa necesidad de amistad que tienen los niños la víspera de una gran fiesta, lo cogen cada uno de una mano. Probablemente son dos niños del campo. Les han puesto sus mejores ropas: pantaloncitos hasta media pierna que dejan ver sus medias gordas de lana y sus chanclos, una 59
especie de juboncito de terciopelo azul, un casquete del mismo color y corbata de lazo blanca. —¿Lo conoces? —pregunta uno de los niños. —¿Yo? —dice el más pequeño, que tiene una cabeza redonda y los ojos ingenuos—. Mamá me ha dicho que lleva un vestido negro con cuello blanco y que parece un lindo pierrot. —¿De qué hablan? —pregunta Meaulnes. —Pues, de la novia que Frantz ha ido a buscar… Antes de que el joven haya podido decir nada, han llegado los tres a la puerta de una gran sala donde arde un fuego hermoso. Han puesto unas tablas sobre caballetes, a manera de mesas, las han cubierto con manteles blancos, y allí cenan ceremoniosamente gentes de todas las condiciones.
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Capítulo XIV
La extraña fiesta (continuación)
Era una gran sala de techo bajo, una comida como las que se dan en el campo, la víspera de la boda, a los parientes que han venido de muy lejos. Los dos niños habían soltado las manos del colegial y se precipitaban hacia una sala contigua donde se oían voces de niños y ruido de cucharas dando en los platos. Con audacia y sin inmutarse, Meaulnes se sentó a horcajadas en un banco, junto a dos campesinas viejas. Se puso a comer enseguida con un apetito feroz; y sólo al cabo de un rato levantó la cabeza para mirar a los convidados y escucharlos. Y se hablaba poco. Aquella gente parecía que apenas se conociesen. Unos debían venir del campo, otros de pueblos lejanos. A lo largo de las mesas había algunos viejos con patillas espesas; otros, completamente afeitados, que podían ser viejos marineros. Cerca de ellos, cenaban otros parecidos: caras curtidas, los mismos ojos vivos bajo las cejas enmarañadas, las mismas corbatas estrechas como cordones de zapatos… Pero se veía enseguida que éstos no habían navegado más allá de su cantón, y que si habían bailado, rodado más de mil millas con tempestades y contra el viento, era en ese viaje sin peligro que consiste en abrir el surco hasta el límite del campo y dar la vuelta al arado enseguida… Se veían pocas mujeres: algunas campesinas viejas de cara redonda y arrugada, como manzanas con cofias encañonadas.
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No había ni un solo convidado con el que Meaulnes no se sintiera en confianza y a gusto. Así explicaba, después, esta impresión: —Cuando uno ha cometido una falta grave, imperdonable, a veces piensa en medio de una gran tristeza: “A pesar de todo, hay personas que me perdonarían”. Uno se imagina viejos, abuelos llenos de indulgencia, convencidos, ya de antemano, de que todo cuanto hagas está bien hecho. En realidad, los comensales de aquella sala habían sido escogidos entre gente así. El resto, eran adolescentes y niños… Mientras tanto, cerca de Meaulnes, dos viejas charlaban. —En el mejor de los casos —decía la más vieja, con una voz cómica y estridente que en vano trataba de endulzar—, los novios no estarán aquí ni mañana a las tres. —¡Calla! Vas a hacer que me enfade —respondía la otra con un tono más tranquilo. Ésta llevaba un gorrito de punto inclinado sobre la frente. —Echemos cuentas —volvió a decir la primera, sin inmutarse—. Hora y media en tren de Bourges a Vierzon, y siete leguas en coche desde Vierzon hasta aquí… La discusión continuó. Meaulnes no perdía una palabra. Gracias a esta cháchara tranquila se le aclaró algo la situación: Frantz de Galais, el hijo de la casa —que era estudiante o marino, o quizá aspirante a marino, no se sabía…—, había ido a Bourges para buscar a una muchacha y casarse. Cosa extraña, este chico, que debía ser muy joven y con mucha imaginación, organizaba todo a su gusto en este lugar. Había querido que la casa a donde llegaba su novia pareciera un palacio en fiestas. Y para celebrar esa llegada, él mismo había invitado a esos niños y a esos buenos viejos. Éstos fueron los puntos que precisó la discusión entre las dos mujeres. El resto permaneció en el misterio, y siempre volvían a la cuestión del retorno de los novios. Una se empeñaba en que mañana por la mañana; la otra, que por la tarde. —Pobre Moinelle; estás tan loca como siempre… —decía con calma la más joven. 62
—Y tú, mi pobre Adèle, siempre tan tozuda. Hacía cuatro años que no te veía y no has cambiado nada —respondía la otra, encogiéndose de hombros y con la voz más tranquila del mundo. Y continuaban discutiendo así, pero sin el menor mal humor. Meaulnes intervino con la esperanza de saber algo más: —¿Y es la novia de Frantz tan bonita como dicen? Ellas lo miraron sorprendidas. Nadie, aparte de Frantz, había visto a la joven. Él la había encontrado, desolada, una noche en uno de esos jardines de Bourges que llaman los Marais. Su padre, un tejedor, la había echado de casa. Era muy hermosa y Frantz había decidido enseguida casarse con ella. Era una historia extraña; pero su padre, el señor de Galais, y su hermana Yvonne, ¿no le habían consentido siempre todo lo que quería? Meaulnes, con precaución, iba a hacer otras preguntas, cuando apareció en la puerta una pareja encantadora: una muchachita de dieciséis años, con un corpiño de terciopelo y una falda de grandes volantes, y un personaje joven con un traje de cuello alto y pantalones con botines. Atravesaron la sala haciendo un paso de danza; un grupo los siguió, luego pasaron otros corriendo, dando gritos, perseguidos por un pierrot grande, pálido, con unas mangas demasiado largas, tocado con un bonete negro y riéndose con su boca desdentada. Corría a grandes zancadas, torpemente, como si a cada paso debiera dar el salto, y agitaba sus largas mangas vacías. Las muchachas tenían un poco de miedo, los jóvenes les daban la mano y él parecía hacer la delicia de los niños, que lo perseguían con agudos chillidos. Al pasar, miró a Meaulnes con sus ojos vidriosos, y el colegial creyó reconocer, bien afeitado, al acompañante del señor Maloyau, el cómico que hacía poco había colgado los faroles. La comida había terminado. Todo el mundo se levantó. En los corredores se organizaron rondas y farándulas. Una música, en alguna parte, tocaba un paso de minueto… Meaulnes, con la cabeza medio cubierta con el cuello de su abrigo, como dentro de un embudo, se sentía otro personaje. También él, arrastrado por la alegría, comenzó a perseguir al gran pierrot por los corredores de la mansión, como si fueran los bastidores 63
de un teatro donde la pantomima se hubiera extendido desde la escena hacia todas partes. Y hasta el final de la noche se encontró así, mezclado con una muchedumbre alegre y de trajes extravagantes. A veces abría una puerta y se encontraba en una habitación donde se entretenían con una linterna mágica. Los niños aplaudían haciendo mucho ruido… A veces, en un rincón del salón donde se bailaba, se ponía a conversar con un dandy y se documentaba de prisa sobre los trajes que llevaría los próximos días… Al fin, un poco angustiado por todo ese placer que se le presentaba y temiendo a cada instante que se le abriera el abrigo y dejara ver su blusón de colegial, fue a refugiarse durante un momento en la parte más oscura y más tranquila del caserón. Sólo se oía el sonido apagado de un piano. Entró en una habitación silenciosa: era un comedor iluminado por una lámpara que colgaba. Ahí también había fiesta, pero fiesta para los niños. Unos, sentados en almohadones, hojeaban unos álbumes que tenían abiertos sobre las rodillas; otros, acurrucados en el suelo alrededor de una silla, hacían, con gravedad, un despliegue de “santos”; otros, junto al fuego, no decían nada, no hacían nada; pero escuchaban, a lo lejos, el rumor de la fiesta en la mansión inmensa. Una de las puertas de este comedor estaba abierta de par en par. En la habitación de al lado se oía tocar el piano. Meaulnes miró con curiosidad. Era una especie de saloncito; una mujer, o una joven, con un amplio abrigo marrón echado sobre los hombros, de espaldas, tocaba con gran dulzura aires de rondallas y de cancioncillas. En el diván de al lado, seis o siete niños y niñas, bien colocados, como en una estampa, buenos, como suelen ser los niños cuando se hace tarde, escuchaban… Solamente, de vez en vez, uno de ellos, apoyándose en las muñecas, se levantaba, se deslizaba hacia el suelo y se marchaba al comedor; uno de los que había terminado de mirar estampas, venía a ocupar su puesto… Después de esta fiesta donde todo era encantador, pero febril y loco, donde él mismo había perseguido al pierrot de 64
aquella manera alucinada, Meaulnes se encontraba inmerso en el bienestar más plácido del mundo. Sin hacer ruido, mientras la joven continuaba tocando, fue a sentarse en el comedor y, abriendo uno de los grandes libros rojos esparcidos por la mesa, se puso a leer distraídamente. Casi enseguida, uno de los pequeños que estaban por el suelo se le acercó, se agarró a su brazo y trepó hasta sus rodillas para mirar al mismo tiempo que él; otro hizo lo mismo por el lado opuesto. Entonces fue como un sueño de otros tiempos. Durante un buen rato pudo imaginar que estaba en su propia casa, al anochecer, casado, y que el ser desconocido y encantador que tocaba el piano cerca de él, era su esposa.
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Capítulo XV
El encuentro
A la mañana siguiente, Meaulnes fue uno de los primeros en levantarse. Como le habían aconsejado, se puso un traje negro sencillo, pasado de moda, una chaqueta ajustada a la cintura con pliegues en las mangas, un chaleco cruzado, un pantalón lo bastante ancho por abajo como para esconder sus zapatos finos, y un sombrero de copa. Cuando él descendió, el patio estaba todavía desierto. Dio unos pasos y se encontró como transportado a un día de primavera. Fue aquélla, en efecto, la mañana más dulce de aquel invierno. Hacía un sol como en los primeros días de abril. La escarcha fundida y la hierba mojada brillaban como humedecidas por el rocío. En los árboles cantaban muchos pajaritos, y, de cuando en cuando, una brisa tibia acariciaba el rostro del paseante. Hizo como los invitados que se han despertado antes que el dueño de la casa, salió al patio pensando a cada momento que una voz cordial y alegre iba persiguiéndolo: —¡De pie, Augustin! Pero se paseó un buen rato solo por el patio y el jardín. Allá abajo, en el edificio principal, nada se movía, ni en las ventanas ni en la torrecita. Ya habían abierto los dos batientes de la puerta redonda de madera. Y en una de las ventanas de arriba daba un rayo de sol como en verano, en las primeras horas de la mañana. 66
Por primera vez miró Meaulnes, en pleno día, el interior de la propiedad. Los vestigios de un muro separaban el jardín abandonado del patio, donde hacía poco habían echado arena y pasado el rastrillo. Al extremo de las dependencias donde habitaba, estaban las caballerizas construidas en un divertido desorden que multiplicaban los rincones adornados de arbustos y de viña virgen. Los bosques de abetos llegaban hasta la misma finca y la escondían en aquella tierra plana, menos por el este, donde se veían colinas cubiertas de peñascos y de más abetos. Durante un momento, en el jardín, Meaulnes se apoyó en la cerca de madera que rodeaba el vivero; en los bordes quedaba un poco de hielo fino y rizado como espuma. Se vio a sí mismo reflejado en el agua, como inclinado sobre el cielo, con su traje de estudiante romántico. Y creyó ver a otro Meaulnes; no era ya el colegial escapado en un carricoche campesino, sino alguien encantador y romántico en un hermoso libro caro… Se apresuró hacia el edificio principal, porque tenía hambre. En la gran sala donde había cenado la noche anterior, una campesina ponía la mesa. Al sentarse Meaulnes delante de uno de los tazones alineados sobre el mantel, le sirvió café diciendo: —Es usted el primero, señor. Él no quiso contestar; tal era el miedo de ser reconocido, de pronto, como un extraño. Sólo preguntó a qué hora saldría el barco para el paseo matinal que habían anunciado. —No antes de media hora, señor; aún nadie ha bajado —fue la respuesta. Así que continuó dando vueltas, buscando el embarcadero, alrededor de la gran casa señorial de alas desiguales, como una iglesia. Cuando hubo contorneado el ala sur, vio de pronto el cañaveral que, hasta donde alcanzaba la vista, era el único paisaje. El agua de los estanques venía por aquel lado hasta mojar el pie de los muros, y había, delante de muchas puertas, unos balconcitos de madera que avanzaban sobre el chapoteo del agua. Sin nada que hacer, el paseante vagabundeó un buen rato por la orilla arenosa como un camino de sirga. Examinaba con 67
curiosidad las grandes puertas de cristales polvorientos que daban a habitaciones destartaladas o abandonadas, a desvanes repletos de carretillas, herramientas herrumbrosas, tiestos rotos, cuando de pronto, al otro lado del edificio, oyó crujir en la arena unos pasos. Eran dos mujeres, una muy vieja y encorvada; la otra, una joven rubia, esbelta, con un traje delicioso que a Meaulnes, después de todos los disfraces de la noche anterior, le pareció extraordinario. Se pararon un momento para mirar el paisaje, mientras Meaulnes se decía, con un asombro que le pareció más tarde grosero: “Aquí tenemos, sin duda, lo que se llama una joven excéntrica; quizá sea una actriz contratada para la fiesta”. Mientras tanto, las dos mujeres pasaron cerca de él, y Meaulnes, inmóvil, miró a la joven. Muchas veces, más tarde, cuando se dormía después de haber tratado desesperadamente de recordar el bello rostro medio borrado, veía pasar, en sueños, filas de muchachas parecidas. Una tenía un sombrero como ella; otra, su aire un poco inclinado; una tercera, su mirada tan pura; la otra, su fino talle; otra tenía también sus ojos azules; pero ninguna de ellas era jamás la muchacha aquella. Meaulnes tuvo tiempo de ver, bajo una espesa cabellera rubia, una cara con unos trazos un poco breves, pero dibujados con una finura casi dolorosa. Y como ya había pasado delante de él, miró su atuendo, que era la más sencilla e inteligente de las indumentarias… Perplejo, se preguntó si las acompañaría, cuando la joven se volvió imperceptiblemente hacia él y dijo a su compañera: —El barco no tardará ya, ¿verdad? Y Meaulnes las siguió. La señora vieja, cascada, temblorosa, no cesaba de charlar y reír alegremente. La joven respondía con dulzura. Y, cuando descendieron del embarcadero, tenía aquella misma mirada inocente y grave que parecía decir: “¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? No te conozco y, sin embargo, me parece conocerte”. 68
Ahora había ya otros invitados esperando entre los árboles. Y tres barcos de recreo se acercaban dispuestos a recibir a los paseantes. Uno a uno, al pasar las damas que parecían ser la señora de la casa y su hija, los jóvenes hacían un profundo saludo y las muchachas se inclinaban. ¡Extraña mañana! ¡Extraño paseo! Hacía frío, a pesar del sol de invierno, y las mujeres se enrollaban alrededor del cuello esas boás llenas de plumas, de moda entonces… La anciana se quedó en la orilla y Meaulnes, sin saber cómo, se encontró en la misma embarcación que la joven. Se apoyó sobre el puente, sujetándose con una mano el sombrero que le tiraba el mucho viento, y pudo mirar a su gusto a la muchacha, que se había sentado al resguardo. Ella también lo miraba; contestaba a sus compañeras, se reía, después posaba dulcemente en él sus ojos azules, mordiéndose un poco los labios. Reinaba un gran silencio en las orillas cercanas. El barco se deslizaba con un ruido calmo de máquinas y de agua. Uno se hubiera creído en mitad del verano. Parecía que iban a atracar en el bello jardín de alguna casa de campo. La joven se paseaba con una sombrilla blanca. Se oiría hasta el anochecer el arrullo de las tórtolas… Pero, de pronto, una ráfaga glacial hizo recordar, a los invitados de aquella fiesta extraña, que era diciembre. Atracaron frente a un bosque de abetos. En el embarcadero, los pasajeros debieron esperar un rato, apiñados unos contra otros, a que uno de los barqueros le quitara el candado a la barrera… ¡Con qué emoción recordaba después Meaulnes esos minutos en que, a la orilla del estanque, había tenido muy cerca de su rostro el rostro, perdido para siempre, de la joven! Había mirado ese perfil tan puro con tal intensidad que casi se le llenaron de lágrimas los ojos. Y recordaba haber visto, como un secreto delicado que ella le hubiera confiado, un poco de polvos que le habían quedado en la mejilla. En tierra, todo se resolvió como en un sueño. Mientras que los niños corrían gritando de alegría, se formaban grupos que se dispersaban por el bosque. Meaulnes avanzó por un camino 69
por donde, a diez pasos de él, iba la muchacha. Se encontró junto a ella sin haber tenido tiempo de reflexionar. —¡Qué bella es usted! —dijo simplemente. Pero ella aceleró el paso y, sin contestar, tomó una avenida transversal. Otros excursionistas corrían, jugando por las avenidas, cada uno vagando a su gusto, llevados solamente de su libre fantasía. El joven se reprochó vivamente lo que él llamó su torpeza, su grosería, su estupidez. Vagaba al azar, persuadido de que no vería ya más a esa graciosa criatura, cuando, de repente, se dio cuenta de que venía hacia él y, por eso, tenía que pasar a su lado en el estrecho sendero. Con sus manos sin guantes, separaba los pliegues de su amplio abrigo, llevaba zapatos negros muy descotados. Sus tobillos eran tan finos que se le doblaban con facilidad y se temía verlos romperse. Esta vez el joven saludó diciendo en voz baja: —¿Me perdona usted? —Lo perdono —dijo ella con gravedad—. Pero tengo que ir a buscar a los niños, porque ellos son hoy los que mandan. Adiós. Augustin le suplicó que se quedase un momento. Le hablaba con torpeza, pero con un tono tan lleno de emoción, de desesperación que ella caminó más despacio y lo escuchó. —No sé siquiera quién es usted —dijo ella por fin. Pronunciaba cada palabra con un tono uniforme, apoyándose de la misma manera en cada una, pero dando a la última más dulzura… Enseguida recordaba la inmovilidad de su rostro, se mordía levemente los labios y sus ojos azules miraban fijamente a la lejanía. —Yo tampoco sé su nombre —dijo Meaulnes. Seguían ahora un camino descubierto, y se veía, a cierta distancia, a los invitados que corrían hacia una casa aislada en plena campiña. —Es la “casa de Frantz” —dijo la joven—, tengo que dejarlo —lo miró un instante, dudando, y dijo sonriendo—: ¿Mi nombre? Soy la señorita Yvonne de Galais… — y echó a correr. La “casa de Frantz” estaba entonces deshabitada, pero Meaulnes la encontró invadida hasta las buhardillas por una 70
muchedumbre de invitados. No tuvo tiempo de examinar el lugar donde se encontraban; almorzaron de prisa una comida fría que habían traído en el barco y que no era lo más apropiado a la estación; pero, sin duda, los niños lo habían decidido así, y se marcharon. En cuanto la vio salir, Meaulnes se acercó a la señorita de Galais y dijo, contestando a lo que ella le había dicho hacía poco: —El nombre que yo le había puesto era más bonito. —¿Cómo? ¿Cuál? —dijo ella siempre con la misma gravedad. Pero él tuvo miedo de haber dicho una tontería y no contestó. —Me llamo Augustin Meaulnes —contestó—, y soy estudiante. —¡Ah! ¿Estudia usted? —dijo ella. Y hablaron todavía un rato. Hablaban despacio, felices, amistosamente. Después, la actitud de la joven cambió. Menos altiva y menos grave, ahora parecía también más inquieta. Se hubiera dicho que temía lo que Meaulnes iba a decir y se asustaba de antemano. Estaba cerca de él toda temblorosa, como una golondrina que se ha posado en tierra un instante y que ya tiembla de deseos de remontar el vuelo. —¿Para qué?, ¿para qué? —contestaba con dulzura a los proyectos que hacía Meaulnes. Pero cuando al fin él se atrevió a pedirle permiso para volver algún día a ese hermoso lugar… —Lo esperaré —dijo ella sencillamente. Llegaron a la vista del embarcadero. Ella se paró de pronto y dijo pensativa—: Somos dos niños; hemos hecho una tontería. No debemos montarnos esta vez en el mismo barco. Adiós, no me siga usted. Meaulnes se quedó un momento desconcertado viéndola marcharse. Después siguió su camino. Entonces, la joven, desde lejos, en el momento en que se perdía otra vez entre la muchedumbre de invitados, se detuvo y, volviéndose hacia él, lo miró largamente por primera vez. ¿Era una señal de adiós? ¿Era para prohibirle que la acompañara? O quizá, ¿tenía todavía algo que decirle? Cuando volvieron a la finca, detrás de la casa, en una gran pradera en pendiente, comenzó la carrera de poneys. Era la 71
última parte de la fiesta. Según todas las previsiones, los novios deberían llegar a tiempo para asistir, y Frantz lo dirigíría todo. Pero tuvieron que empezar sin él. Los chicos, con trajes de jockey; las niñas, de amazonas; unos llevaban ágiles poneys adornados con cintas; los otros, caballos viejos y dóciles. En medio de los gritos, las risas infantiles, las apuestas y las campanadas, uno se creería transportado al césped verde y cortado de cualquier campo de carreras en miniatura. Meaulnes reconoció a Daniel y a las niñitas, con sombreros de plumas, que había escuchado la víspera en la avenida del bosque… El resto del espectáculo se le escapó, porque estaba ansioso de volver a encontrar entre la muchedumbre el gracioso sombrero de rosas y el amplio abrigo marrón. Pero la señorita de Galais no apareció. Todavía la buscaba cuando sonaron campanadas y gritos de alegría anunciando el fin de las carreras. Había ganado una pequeña montada en una vieja yegua blanca. Pasó triunfalmente en su montura y el penacho de su sombrero flotaba al viento. Después, todo calló de repente. Los juegos habían terminado y Frantz no había regresado. Dudaron un instante; se pusieron de acuerdo, cohibidos. Finalmente, por grupos, se dirigieron a las habitaciones para esperar, con inquietud y en silencio, la llegada de los novios.
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Capítulo XVI
Frantz de Galais
La carrera había terminado demasiado pronto. Eran las cuatro y media y todavía era de día, cuando Meaulnes se encontró en la habitación, con la cabeza llena de los acontecimientos de aquel extraordinario día. Se sentó junto a la mesa, sin nada que hacer, esperando la cena y la fiesta que debería seguirla. De nuevo soplaba el viento de la primera noche. Se le oía rugir como un torrente o pasar con el silbido prolongado de una cascada. A veces, la trampa de la chimenea daba golpes. Por primera vez sintió Meaulnes, en sí, esa ligera angustia que entra al fin de una jornada demasiado hermosa. Por un momento, pensó en encender el fuego; pero trató, inútilmente, de levantar el cierre herrumbroso de la chimenea. Entonces comenzó a ordenar el cuarto; colgó sus trajes buenos en las perchas, puso alineadas contra las paredes las sillas caídas, como si hubiera querido prepararse para una estancia larga. Sin embargo, pensando que debía estar siempre preparado para marcharse, dobló cuidadosamente, sobre el respaldo de una silla, como si fuera el traje de viaje, su blusón y las otras prendas de colegial, y puso bajo la silla sus zapatos claveteados, todavía llenos de tierra. Después, volvió a sentarse, y, más tranquilo, miró a su alrededor la habitación que había ordenado tan bien. De cuando en cuando, una gota de lluvia rayaba el cristal que daba al patio de los coches y hacia los bosques de pinos. Tranquilo, después de haber ordenado su habitación, el muchacho 73
se sentía perfectamente feliz. Estaba ahí, misterioso, extraño, en medio de ese mundo desconocido, en el cuarto escogido. Lo que había conseguido rebasaba todas sus esperanzas. Y ahora, para su alegría, le bastaba recordar ese rostro de muchacha que, en medio del viento, se volvía hacia él… Durante este ensueño, había caído la noche sin que ni siquiera se hubiera ocupado de encender las velas. Una ráfaga de viento golpeó la puerta del cuarto de atrás que comunicaba con el suyo y cuya ventana daba también al patio de los coches. Meaulnes fue a cerrarla y vio en la habitación una luz como de una vela encendida sobre la mesa. Metió la cabeza por la puerta entreabierta. Alguien había entrado, sin duda por la ventana, y se paseaba de un lado a otro con pasos silenciosos. Por lo que se podía ver, era un hombre muy joven. Sin nada en la cabeza, una capa de viaje echada por los hombros, caminaba sin detenerse, como enloquecido por un dolor insoportable. El viento de la ventana, que él había dejado abierta del todo, hacía flotar su capa, y cada vez que pasaba cerca de la luz, se veían relucir unos botones dorados en su fina levita. Silbaba algo entre dientes, una especie de aire marino, como cantan, para alegrarse el corazón, las chicas y los marineros en las tabernas de los puertos… Por un momento, en medio de su agitado paseo, se detuvo y se inclinó sobre la mesa, buscando en una caja, de donde sacó muchas hojas de papel… Meaulnes vio, de perfil, a la luz de la vela, un rostro muy delicado, muy aquilino, sin bigote, bajo una abundante cabellera que partía una raya al lado. Había dejado de silbar. Muy pálido, los labios entreabiertos, parecía estar sin aliento, como si hubiera recibido un golpe violento en el corazón. Meaulnes dudaba si, por discreción, marcharse, o acercarse y ponerle suavemente la mano en el hombro, como a un camarada, y hablarle. Pero el otro levantó la cabeza y lo vio. Lo miró un instante; después, sin sorprenderse, se acercó y, dando firmeza a su voz, le dijo: —Señor, no lo conozco; pero estoy contento de verlo. Porque ya que está aquí, a usted se lo voy a explicar. Verá… 74
Parecía completamente desamparado. Cuando hubo dicho: “Verá”, cogió a Meaulnes por la solapa de la chaqueta, como para fijar su atención. Después volvió la cabeza hacia la ventana, como para reflexionar en lo que iba a decir, guiñó los ojos, y Meaulnes comprendió que tenía unas ganas enormes de llorar. Se tragó de golpe todo ese dolor de niño y, después, mirando siempre fijamente a la ventana, siguió con una voz alterada: —Pues bien, ¡se acabó! Se acabó la fiesta. Puede usted bajar a anunciarlo. He vuelto solo. Mi novia no vendrá. Por escrúpulos, por miedo, por falta de fe… Además, le voy a explicar… —pero no pudo continuar; se contrajo su rostro. No explicó nada. Se volvió de repente y se fue a la oscuridad a abrir y cerrar cajones llenos de ropas y de libros—. Me voy a preparar para irme de aquí. No me molesten. Colocó sobre la mesa diversos objetos, una bolsa de tocador, una pistola… Y Meaulnes, lleno de tristeza, salió sin atreverse a decirle una palabra ni a darle la mano. Abajo, todo el mundo parecía haber presentido ya algo. Casi todas las jóvenes se habían cambiado de traje. En el edificio principal había empezado la cena; pero con prisa, en desorden, como en el momento de una partida. Había un continuo ir y venir de la gran sala-cocina a las habitaciones de arriba y a las cuadras. Los que habían terminado formaban grupos y se decían adiós. —¿Qué pasa? —preguntó Meaulnes a un chico aldeano que se apresuraba a terminar lo que estaba comiendo, el sombrero de fieltro en la cabeza y la servilleta cogida al chaleco. —Nos vamos —respondió—. Se ha decidido de pronto. A las cinco nos hemos encontrado solos, todos los invitados juntos; hemos esperado hasta el último momento. Los novios no pueden venir ya. Alguien ha dicho: “¿Y si nos fuéramos…?” Y todo el mundo se ha preparado para marcharse. Meaulnes no respondió. Ahora eso le daba igual. ¿No había llegado al final de su aventura? ¿No había conseguido esta vez todo lo que deseaba? Apenas había tenido tiempo de repasar en su memoria la hermosa conversación de aquella mañana. 75
Ya sólo quedaba marcharse. Y volvería pronto, esta vez sin trampa… —Si quiere venir con nosotros —continuó el otro, que era un chico de su edad—, dese prisa en arreglarse. Enganchamos enseguida. Se fue corriendo, dejando allí la cena apenas comenzada y sin ocuparse de decir a los invitados lo que sabía. El parque, el jardín y el patio estaban sumidos en una profunda oscuridad. Esta noche no había faroles en las ventanas. Pero como, después de todo, esta cena parecía la última comida de unas bodas, los invitados menos buenos, que quizá habían bebido, se pusieron a cantar. A medida que se alejaba, Meaulnes oía elevarse los aires de taberna en aquel parque, que hacía dos días había albergado tanta gracia y tantas maravillas. Era el comienzo de la tristeza y la devastación. Pasó cerca del vivero donde aquella misma mañana se había contemplado. ¡Qué cambiado estaba todo! Con aquella canción, cantada a coro, que llegaba a retazos: Que de dónde vienes, desvergonzada, tu bonete ladeado, mal tocada…
y ésta también: Mis zapatos son rojos… Adiós, mi amor… Mis zapatos son rojos… ¡Adiós, para siempre!
Al llegar al pie de la escalera de su habitación aislada, alguien que bajaba le dijo en la oscuridad: —¡Adiós, señor! —y envolviéndose en la capa, como si tuviese mucho frío, desapareció. Era Frantz de Galais. La vela que Frantz había dejado en el cuarto todavía ardía. Nada había cambiado. Solamente había escrito estas letras en una hoja de papel de cartas dejada donde se pudiera ver: Mi novia ha desaparecido haciéndome decir que no puede ser mi mujer; que es una costurera y no una princesa. No sé qué será de mí. Me voy. Ya no tengo deseos de vivir. Que Yvonne me perdone si no le digo adiós, pero no puede hacer nada por mí… 76
Se acababa la vela cuya llama vaciló, se achicó un momento y se apagó. Meaulnes entró en su cuarto y cerró la puerta. A pesar de la oscuridad, reconoció todas las cosas que había arreglado en pleno día, en plena dicha, unas horas antes. Prenda por prenda, fielmente, recuperó toda su vieja y mísera vestimenta, desde sus zapatones hasta su basto cinturón con hebilla de cobre. Se desnudó y volvió a vestirse rápidamente; pero, por distracción, al dejar en una silla la ropa prestada, se equivocó de chaleco. Bajo las ventanas, en el patio de los coches, había empezado un gran ajetreo. Tiraban, llamaban, empujaban, todo el mundo quería sacar su coche de la maraña inextricable en que estaba metido. De cuando en cuando, un hombre trepaba al pescante de una carreta, a la baca de un coche y hacía girar el farol, cuya luz le daba en la ventana; por un instante, alrededor de Meaulnes, la habitación, familiar ya y donde todas las cosas habían sido amigas, palpitaba, revivía… Y así fue como dejó, cerrando cuidadosamente la puerta, ese lugar misterioso que, sin duda, no volvería jamás a ver.
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Capítulo XVII
La extraña fiesta (fin)
Ya, en medio de la noche, una hilera de coches rodaba lentamente hacia la verja del bosque. A la cabeza, un hombre revestido con una piel de cabra y un farol en la mano, llevaba de las riendas al caballo del primer tiro. Meaulnes tenía prisa por encontrar a alguien que quisiera llevarlo. Tenía prisa por marcharse. En el fondo de su corazón, sentía miedo de encontrarse, de pronto, solo en aquel lugar y que se descubriera su superchería. Cuando llegó delante del edificio principal, los conductores equilibraban la carga de los últimos coches. Hacían levantarse a todos los viajeros para acercar o poner hacia atrás los asientos, y las muchachas, envueltas en chales, se levantaban cohibidas, las mantas se les caían a los pies y se veían las caras inquietas de las que bajaban la cabeza del lado de los faroles. En uno de esos coches, Meaulnes reconoció al joven aldeano que hacía poco le había ofrecido llevarlo. —¿Puedo subir? —le gritó. —¿Adónde vas, muchacho? —le respondió el otro, que no lo había reconocido. —Hacia Sainte-Agathe. —Entonces, pídele un sitio a Maritain. Y aquí tienen ustedes al gran colegial buscando, entre los viajeros retardados, al desconocido Maritain. Se lo indicaron entre los bebedores que cantaban en la cocina. 78
—Es un juerguista —le dijeron—. A las tres de la mañana todavía estará ahí. Meaulnes pensó por un momento en la joven que, inquieta, febril y llena de angustia, oiría cantar en la casa, hasta bien entrada la noche, a esos aldeanos borrachos. ¿Cuál sería su habitación? ¿Dónde estaría su ventana entre esos edificios misteriosos? Pero de nada le servía al colegial retrasarse. Tenía que irse. Una vez en Sainte-Aghate, todo se volvería más claro, dejaría de ser un colegial que se ha escapado; podría pensar de nuevo en la joven. Los coches se fueron uno a uno; las ruedas chirriaban en la arena de la gran avenida. Y se les veía dar la vuelta y desaparecer en la noche, cargados de mujeres bien arropadas, de niños con chales, medio dormidos ya. Quedaba un gran carricoche, una tartana en la que las mujeres se sentaban, espalda contra espalda, que pasó dejando a Meaulnes sin saber qué hacer a la puerta de la casa. Ya sólo quedaba una vieja berlina conducida por un campesino de blusón. —Ya puede subir —contestó a las explicaciones que le dio Augustin—; vamos en esa dirección. Meaulnes abrió con dificultad la portezuela del viejo carricoche; el vidrio tembló y los goznes chirriaron. En el asiento, en una esquina del coche, dormían dos niños muy pequeños, un niño y una niña. Se despertaron con el ruido y el frío, se estiraron, miraron vagamente; después, tiritando, se volvieron a hundir en su esquina y se durmieron de nuevo… El viejo coche se marchaba ya. Meaulnes cerró lo más suavemente que pudo la portezuela y se instaló con precaución en la otra esquina; después se esforzó con avidez por distinguir a través del vidrio el lugar que había dejado y el camino por donde había venido: pudo adivinar, a pesar de la noche, que el coche atravesaba el patio y el jardín, pasaba delante de la escalera de su habitación, franqueaba la verja y salía de la finca para entrar en los bosques. Se podrían distinguir, huyendo al otro lado del vidrio vagamente, los troncos de los viejos abetos. “Pudiera ser que nos encontrásemos con Frantz de Galais”, se decía Meaulnes ilusionado. 79
Bruscamente, en el camino estrecho, el coche dio un bandazo para no chocar con un obstáculo. Era, a juzgar por la forma maciza que se podía adivinar en la oscuridad, un carro parado casi en medio del camino y que debía haber estado allí, cerca del lugar de la fiesta, durante los últimos días. Una vez salvado el obstáculo, los caballos reemprendieron el trote. Meaulnes empezaba a cansarse de mirar por la ventanilla, esforzándose en vano por penetrar la oscuridad, cuando, de pronto, en lo profundo del bosque, hubo un resplandor seguido de una detonación. Los caballos se pusieron al galope y Meaulnes no supo, al principio, si el cochero del blusón se esforzaba por detenerlos o, al contrario, los hostigaba a correr más. Quiso abrir la puerta. Como el picaporte se encontraba por fuera, trató en vano de bajar el cristal, lo sacudió… Los niños se despertaron con miedo, y se agarraron el uno al otro sin decir nada. Y mientras sacudía el cristal con el rostro pegado a la ventanilla, vio, gracias a una recurva del camino, una figura blanca que corría. Era el pierrot de la fiesta, el cómico disfrazado, que, loco y despavorido, llevaba en los brazos el cuerpo de un hombre apretado contra su pecho. Después todo desapareció. En el coche que huía al galope a través de la noche, los dos niños habían vuelto a dormirse. Nadie con quien hablar de los acontecimientos misteriosos de aquellos dos días. Después de haber repasado en su mente todo lo que había visto y oído, fatigado y con el corazón entristecido, el joven se abandonó también al sueño, como un niño triste… No había amanecido aún, cuando el coche se detuvo en medio del camino y Meaulnes se despertó, porque alguien golpeaba en el cristal. El conductor abrió con esfuerzo la portezuela y dijo, mientras el viento frío de la noche le entraba al colegial hasta los huesos: —Tiene que bajar aquí. Ya amanece. Nosotros vamos a coger el atajo. Está usted muy cerca de Sainte-Aghate. Meaulnes obedeció, medio encogido, buscó vagamente con un gesto inconsciente su gorra, que había rodado a los pies de 80
los niños dormidos en el rincón más oscuro del coche, y salió agachándose. —¡Vaya! Adiós —dijo el hombre subiéndose al pescante—. Sólo le quedan seis kilómetros. Mire, ahí tiene la señal al borde del camino. Meaulnes, que no se había despertado del todo, marchó encorvado hacia delante, con paso pesado, hacia la señal y se sentó en ella con los brazos cruzados, la cabeza inclinada, como para volver a dormirse. —¡Eh! ¡No! —le gritó el cochero—. ¡No se duerma! Hace demasiado frío. ¡Venga! ¡De pie! ¡Camine un poco…! Vacilante, como un borracho, con las manos en los bolsillos, los hombros encogidos, el muchacho caminó lentamente hacia Sainte-Agathe; mientras que el último vestigio de la fiesta misteriosa, la vieja berlina, dejaba la grava del camino y se alejaba dando tumbos en la hierba del atajo. Sólo se veía el sombrero del conductor bailando por encima de las cercas…
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Segunda Parte
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Capítulo Primero
El asalto
Los vendavales, el frío, la lluvia o la nieve, la imposibilidad de llevar a término largas pesquisas, nos impidieron a Meaulnes y a mí volver a hablar del país perdido antes de finalizar el invierno. No podíamos empezar nada serio en aquella breves jornadas de febrero, aquellos jueves borrascosos que acababan regularmente hacia las cinco de la tarde con una triste lluvia glacial. Nada nos recordaba ya la aventura de Meaulnes sino el hecho extraño de que, desde la tarde de su regreso, ya no teníamos amigos. En los recreos se organizaban los juegos de siempre, pero Jasmin no hablaba nunca al gran Meaulnes. Por la tarde, una vez barrida la clase, el patio se vaciaba, como en los tiempos en que yo estaba solo, y veía a mi compañero ir errabundo, del jardín al cobertizo, del patio al comedor. Los jueves por la mañana, cada uno de nosotros se instalaba en un pupitre de una de las dos clases y leíamos a Rosseau y a Paul-Louis Courier, que habíamos descubierto en un armario, entre métodos de inglés y cuadernos de música copiados cuidadosamente. Por la tarde, alguna visita nos hacía huir de la casa y volver a la escuela… A veces oíamos a unos grupos de alumnos mayores que se paraban un momento, como por casualidad, delante del gran portalón, pegándose contra él al jugar a incomprensibles juegos militares, y luego se iban… Siguió esta vida triste hasta fines de febrero. Yo empezaba a 85
creer que Meaulnes se había olvidado de todo, cuando una aventura más extraña que las otras vino a probar mi equivocación: se preparaba una crisis violenta bajo la superficie monótona de aquella vida invernal. Fue justamente un jueves por la tarde, hacia finales de mes, cuando nos llegó la primera noticia de aquella mansión misteriosa, la primera ola de aquella aventura de la que no habíamos vuelto a hablar. Estábamos en plena velada. Mis abuelos ya se habían marchado y sólo quedaban con nosotros Millie y mi padre, que no sospechaban, ni poco ni mucho, la sorda pelea que había dividido la clase en dos clanes. A las ocho, Millie, que había abierto la puerta para echar fuera las migas de la comida, exclamó: “¡Ah!”, con una voz tan clara que nos acercamos a mirar. Había una capa de nieve en el umbral… Como estaba muy oscuro, avancé unos pasos en el patio para ver si la nieve era muy espesa. Sentí los copos ligeros que me resbalaban por la cara y se deshacían enseguida. Me hicieron entrar de prisa y Millie cerró la puerta tiritando. A las nueve nos disponíamos a acostarnos; mi madre tenía ya la lámpara en la mano cuando oímos, claramente, dos golpes fuertes contra el portalón, al otro lado del patio. Mi madre dejó la lámpara en la mesa y nos quedamos de pie, atentos, escuchando. No había que pensar en salir a ver lo sucedido. Antes de haber llegado a la mitad del patio se habría apagado la lámpara y se habría roto el cristal. Hubo un corto silencio, y mi padre empezó a decir que “Sin duda será…”, cuando en ese momento, bajo la ventana del comedor, que daba, como he dicho ya, a la carretera de la estación, se oyó un silbido, estridente y prolongado, que debió oírse hasta en la calle de la iglesia. E, inmediatamente, detrás de la ventana, apagados apenas por los cristales y lanzados por gente que debían haberse subido a fuerza de puños a la parte de afuera, estallaron unos gritos penetrantes: —¡Cójanlo! ¡Cójanlo! 86
Al otro extremo del edificio respondieron los mismos gritos. Aquéllos debían haber pasado por el campo del tío Martin; debían haberse subido por la pared baja que separaba el campo de nuestro patio. Después, vociferados a cada lado por ocho o diez desconocidos que disimulaban la voz, los gritos de “¡Cójanlo!” estallaron sucesivamente sobre el tejado de la bodega, al que debían haber llegado escalando sobre los haces de leña amontonados en el muro exterior —desde una pared pequeña que unía el porche a la entrada, y cuya superficie curvada permitía ponerse cómodamente a caballo—, sobre una reja que daba a la carretera de la estación y a la que se podía subir con facilidad… En fin, por detrás, en el jardín, llegaba una tropa rezagada que armó la misma algazara gritando esta vez: —¡Al abordaje! Y oímos resonar el eco de sus gritos en las clases vacías cuyas ventanas habían abierto. Meaulnes y yo conocíamos tan bien todas las revueltas y pasadizos del caserón que veíamos, claramente, como en un plano, todos los puntos en que esos desconocidos atacaban. A decir verdad, sólo nos sobresaltamos en el primer momento. El silbido nos hizo pensar a los cuatro en un ataque de ladrones y de vagabundos. Hacía justamente dos semanas que había en la plaza, detrás de la iglesia, un tipo extraño y un chico con la cabeza vendada. También había trabajadores, que no eran del lugar, en las herrerías y con los carreteros. Pero en cuanto oímos gritar a los asaltantes, nos convencimos de que teníamos que habérnosla con gente —y probablemente jóvenes— del pueblo. Y, por supuesto, había también chiquillos —se reconocían sus voces chillonas— en la tropa lanzada al asalto de nuestra casa como al abordaje de un navío. —¡Ah! ¡Vaya! Pues… —dijo mi padre. Y Millie preguntó en voz baja: —¿Qué quiere decir todo esto? Cuando, de pronto, se callaron las voces de la entrada y de la verja y después las de la ventana. Se oyeron dos silbidos detrás de la ventana. Los gritos de los que habían trepado sobre la 87
bodega, así como los de los asaltantes del jardín, se apagaron lentamente, luego cesaron. Oímos cómo toda la tropa se retiraba de prisa, pegada a la pared del comedor, sus pasos amortiguados por la nieve. Evidentemente, alguien les estorbaba. A esta hora en que todos dormían, habían pensado asaltar con tranquilidad aquella casa aislada a la salida del pueblo. Pero he aquí que les estropeaban su plan de campaña. Apenas habíamos tenido tiempo de recobrarnos —ya que el ataque había sido rápido como un asalto bien dirigido— y nos disponíamos a salir, cuando oímos una voz conocida llamar desde la verja pequeña: —¡Señor Seurel! ¡Señor Seurel! Era el señor Pasquier, el carnicero. Ese hombrecito regordete restregó los suecos en la entrada, sacudió su blusón corto espolvoreado de nieve y entró. Tenía el aire astuto y asustado del que ha descubierto el secreto de un asunto misterioso. —Estaba en mi patio, que da a la plaza de las Quatre-Routes. Iba a cerrar el corral de las cabras. Y, de pronto, de pie sobre la nieve, ¿qué creen que veo? Dos chicotes que parecían hacer de centinelas o vigilar algo. Estaban cerca de la cruz. Me acerco, doy dos pasos, ¡hala! Se marchan a todo correr hacia esta casa. ¡Ay! No lo dudé. Cogí mi farol y me dije: “Voy a contárselo todo al señor Seurel” —y vuelta a contar su historia —: Yo estaba en el patio detrás de mi casa… —se le ofrece licor que acepta, se le piden detalles que es incapaz de dar. No había visto nada al llegar a la casa. La tropa, alertada por los dos centinelas que él había alarmado, se había eclipsado enseguida. Y sobre quiénes serían esos dos vigías… —Podrían muy bien ser los dos cómicos —adelantó—. Desde hace un mes están ahí, en la plaza, esperando el buen tiempo para representar una comedia; no se estarán tranquilos si no organizan alguna fechoría. La explicación nada nos aclaraba y estábamos allí de pie, perplejos, mientras el hombre saboreaba su licor y volvía a repetir, gesticulando, su historia, cuando Meaulnes, que había 88
escuchado hasta entonces con mucha atención, cogió del suelo el farol del carnicero y decidió: —¡Es preciso ir a ver! Abrió la puerta y lo seguimos, el señor Seurel, el señor Pasquier y yo. Millie, tranquila ya porque los asaltantes se habían ido, y, como todas las personas ordenadas y meticulosas, poco curiosa por naturaleza, dijo: —Vayan, si quieren. Pero cierren la puerta y llévense la llave. Voy a acostarme. Dejaré la lámpara encendida.
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Capítulo II
Caemos en una emboscada
Caminamos en la nieve en un silencio absoluto. Meaulnes iba el primero, proyectando la luz, en abanico, de su farol… Apenas salíamos del portalón cuando, de detrás de la báscula municipal que estaba adosada al muro de nuestro porche, salieron de golpe, como perdices sorprendidas, dos individuos encapuchados. Ya fuera en broma, o por el placer que les causaba el extraño papel que desempeñaban, ya fuera la excitación nerviosa o el miedo de que los atrapasen, lo cierto es que, mientras corrían, dijeron dos o tres palabras entrecortadas por la risa. Meaulnes soltó el farol en la nieve y me gritó: —¡Sígueme, François! Y dejando allí a los dos hombres mayores, incapaces de aguantar semejante carrera, nos lanzamos en persecución de las dos sombras que, después de haber bordeado un rato la parte baja del pueblo siguiendo el camino de la Vieille-Planche, volvieron a subir decididamente hacia la iglesia. Corrían con regularidad, sin demasiada prisa, y no nos costaba seguirlos. Atravesaron la calle de la iglesia, donde todo estaba dormido y silencioso, y se metieron por detrás del cementerio en una maraña de callejuelas y callejones sin salida. Era un barrio de jornaleros, costureras y de tejedores, que llamaban Petits-Coins. Lo conocíamos mal y no habíamos estado allí nunca de noche. Durante el día, el lugar estaba desierto, los jornaleros ausentes, los tejedores encerrados; y 90
aquella noche de gran silencio parecía más abandonado, más dormido aún que los otros barrios del pueblo. No había la menor esperanza de que alguien nos viniese a ayudar. Yo sólo conocía un camino entre aquellas casuchas colocadas al azar, como cajas de cartón, el de la casa de la costurera conocida por La Muda. Primero se descendía una cuesta bastante empinada, empedrada a trechos; después de haber torcido dos o tres veces entre patinillos de tejedores y establos vacíos, se llegaba a un gran callejón sin salida cerrado por el patio de una granja abandonada hacía mucho tiempo. En casa de La Muda, mientras ella entablaba con mi madre una conversación silenciosa, ágiles los dedos, interrumpida solamente por sus quejidos de enferma, yo podía ver por la ventana la pared grande de la granja, que era la última casa en esa parte del pueblo, y la barrera, siempre cerrada, del seco patio, sin paja, donde nunca pasaba nada… Exactamente ese camino siguieron los dos desconocidos. Creíamos perderlos en cada curva pero, con gran sorpresa mía, llegábamos siempre a la esquina del callejón siguiente antes de que hubieran torcido ellos. Y digo con sorpresa por mi parte, porque no hubiera sido posible tal cosa —las callejuelas eran tan cortas—, si mientras nosotros los seguíamos no hubieran ellos aflojado el paso en cada curva. Por fin, sin dudarlo, se metieron en la calle que llevaba a casa de La Muda, y le grité entonces a Meaulnes: —¡Ya los tenemos! Es un callejón sin salida. Pero, en verdad eran ellos quienes nos tenían… Nos habían llevado a donde habían querido. Al llegar al muro se volvieron decididamente hacia nosotros y uno de ellos volvió a emitir el silbido que ya habíamos oído dos veces aquella noche. Al instante salieron unos diez muchachos del patio de la granja abandonada, donde parecía que habían estado apostados para esperarnos. Estaban todos encapuchados, con la cara tapada con la bufanda… Quiénes eran, nosotros ya lo sabíamos; pero estábamos decididos a no decir nada al señor Seurel, porque ¿qué le importaban nuestros asuntos? Eran Delouche, Denis, Giraudat y 91
todos los demás. Reconocimos en la lucha su manera de pelear y sus voces entrecortadas. Pero había algo inquietante que casi parecía asustar a Meaulnes: había alguien desconocido y que parecía ser el jefe… No se acercaba a Meaulnes: miraba las maniobras de sus soldados, que tenían bastante ajetreo y que, arrastrándose en la nieve, con la ropa toda desarreglada, se ensañaban con el agotado muchacho. Dos de ellos se ocupaban de mí, y me habían sujetado a duras penas, porque me debatía como un diablo. Estaba en el suelo, con las rodillas dobladas, sentado sobre los talones; me sujetaban los brazos por detrás y yo miraba la escena con una intensa curiosidad mezclada de miedo. Meaulnes se había desembarazado de cuatro chicos del colegio haciendo que soltaran su blusón al revolverse sobre sí mismo, lanzándolos a la nieve… Bien plantado sobre las piernas, el personaje desconocido seguía la batalla con interés, pero con calma. De cuando en cuando repetía, con voz clara: —¡Hala! ¡Valor! ¡Otra vez! Go on, my boys… Evidentemente, él era el que mandaba… ¿De dónde venía? ¿Dónde y cómo los había entrenado? Era un misterio para nosotros. Tenía la cara tapada con la bufanda, como todos los demás, pero cuando Meaulnes se libró de sus adversarios y fue hacia él, amenazador, el movimiento que hizo para ver bien y hacer frente a la situación, descubrió un trozo de tela blanca que le envolvía la cabeza a manera de vendaje. En aquel momento le grité a Meaulnes: —¡Ten cuidado, por detrás hay otro! Antes de que tuviera tiempo de volverse, de la cerca a la que daba la espalda, surgió un muchachote y, echando hábilmente la bufanda al cuello de mi amigo, lo tiró para atrás. Entonces, los cuatro adversarios de Meaulnes que habían dado de narices en la nieve, volvieron a la carga y le inmovilizaron brazos y piernas, atándole los brazos con una cuerda y las piernas con una bufanda, y el joven de la cabeza vendada le rebuscaba en los bolsillos… El último en aparecer, el hombre de la cuerda, había encendido una velita y la protegía con la mano, y cada vez que el jefe descubría un papel nuevo, 92
lo acercaba a aquella lucecita y examinaba su contenido. Por fin desdobló aquella especie de mapa lleno de notas en el que Meaulnes había trabajado desde su regreso, y dijo con alegría: —¡Esta vez lo encontramos! ¡Aquí está el plano! ¡Ésta es la guía! Ahora veremos si éste realmente fue donde yo imagino… Su acólito le sostenía la vela. Cada uno recogió su gorra o su cinturón. Y todos desaparecieron silenciosamente, como habían venido, y me dejaron en libertad de desatar a mi compañero. —No irá muy lejos con ese plano —dijo Meaulnes, levantándose. Y nos volvimos despacio, porque él cojeaba un poco. En el camino de la iglesia, nos encontramos al señor Seurel y al tío Pasquier: —¿No han visto nada? —dijeron—. Nosotros tampoco. Gracias a la oscuridad de la noche, no se dieron cuenta de nada. El carnicero siguió su camino y el señor Seurel fue a acostarse enseguida. Pero nosotros dos, en nuestra habitación, allí arriba, a la luz de la lámpara que Millie nos había dejado, nos quedamos un buen rato arreglando nuestros blusones descosidos, discutiendo en voz baja lo sucedido, como dos compañeros de armas la noche de una batalla perdida.
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Capítulo III
El cómico en la escuela
Al día siguiente, el despertar fue penoso. A las ocho y media, justo cuando el señor Seurel iba a dar la señal de entrada, llegamos nosotros, sin aliento, a ponernos en fila. Como llegábamos tarde, nos colamos en cualquier sitio, aunque, generalmente, el gran Meaulnes se ponía el primero en la larga fila de alumnos que, codo con codo, cargados de libros, cuadernos y plumas, inspeccionaba el señor Seurel. Me sorprendió la prisa silenciosa con que se nos hizo sitio hacia la mitad de la fila; y mientras el señor Seurel, retrasando unos momentos la entrada a clase, inspeccionaba al gran Meaulnes, yo asomaba la cabeza con curiosidad mirando a derecha e izquierda para ver las caras de nuestros enemigos de la víspera. Al primero que vi fue a aquel en quien no había dejado de pensar, pero la última persona que esperaba encontrar en este lugar. Estaba en el sitio habitual de Meaulnes, el primero de todos, con un pie en el escalón de piedra, un hombro y la esquina de la cartera que llevaba a la espalda apoyados en la jamba de la puerta. Su rostro fino, muy pálido, un poco pecoso, se volvía hacia nosotros con una suerte de curiosidad menospreciativa y divertida. Llevaba la cabeza y un lado de la cara vendados con lienzo blanco. Reconocí al jefe de la banda, al cómico que nos había robado la noche anterior. Pero ya entrábamos a clase y cada uno se colocó en su sitio. El alumno nuevo se sentó cerca de la columna, a la izquierda 94
del largo banco en el cual Meaulnes ocupaba, a la derecha, el primer sitio. Giraudat, Delouche y los otros tres del primer banco se habían apretado unos contra otros para hacerle sitio, como si todo lo hubieran convenido de antemano. A menudo, en invierno, teníamos así entre nosotros alumnos de paso, marineros atrapados por los hielos del canal, aprendices, viajeros inmovilizados por la nieve. Venían a clase dos días, un mes, raramente más… Objetos de curiosidad durante la primera hora, se les olvidaba enseguida y pronto desaparecían entre el montón de los alumnos corrientes. Pero éste no se iba a hacer olvidar tan pronto. Todavía recuerdo a este tipo singular y todos los tesoros extraños que llevaba en su cartera que se colgaba a la espalda. Primero fue la pluma “con vistas”, que sacó para hacer el dictado. En un agujerito del mango, cerrando un ojo, se veía aparecer, turbia y exagerada, la basílica de Lourdes o algún monumento desconocido. Escogió uno, y los otros lo pasaron de mano en mano. Después fue un plumier chino, lleno de compases y de instrumentos divertidos, que fueron deslizándose por el banco de la izquierda, silenciosamente, con disimulo, de mano en mano, bajo los cuadernos, para que el señor Seurel no pudiera ver nada. Pasaron también libros nuevos que yo miraba con envidia, ya que había leído los títulos en las cubiertas de los raros volúmenes de nuestra biblioteca: La loma de los mirlos, La roca de las gaviotas, Mi amigo Benois… Unos, sobre las rodillas, hojeaban con una mano los volúmenes venidos de no se sabía dónde, quizá robados, y con la otra mano escribían el dictado. Otros hacían girar los compases dentro de los cajones. Otros, rápidamente, mientras el señor Seurel volviendo la espalda continuaba el dictado yendo del pupitre a la ventana, cerraban un ojo y apagaban el otro a la vista glauca y agujereada de Nuestra Señora de París. Y el alumno forastero, la pluma en la mano, su perfil fino contra la columna gris, guiñaba los ojos, satisfecho de todo aquel juego furtivo que se organizaba a su alrededor. Poco a poco, con todo eso, la clase se inquietó: los objetos que se “hacían pasar”, a medida que llegaban, uno después de otro, 95
a manos del gran Meaulnes, éste, negligentemente, sin mirarlos, los dejaba a su lado. Pronto formaron un montón, matemático y de diversos colores, como el que hay a los pies de la mujer que representa la Ciencia en las composiciones alegóricas. El señor Seurel iba fatalmente a descubrir aquella exposición insólita y se daría cuenta del manejo. Además, debía estar pensando en hacer una investigación sobre los acontecimientos de la noche. La presencia del cómico vino a facilitar su tarea… No tardó, en efecto, en pararse sorprendido delante del gran Meaulnes. —¿De quién es todo esto? —preguntó señalando “todo eso” con el lomo de su libro cerrado sobre su índice. —No lo sé —respondió Meaulnes, con un tono malhumorado, sin levantar la cabeza. Pero el colegial desconocido intervino. —Es mío —dijo. Y añadió enseguida, con un amplio gesto elegante de joven señor, al que no pudo resistir el viejo preceptor: —Pero si quiere mirarlos, los pongo a su disposición, señor. Entonces, en unos segundos, sin ruido, como para no turbar el nuevo estado de cosas que se había creado, toda la clase se deslizó, curiosa, alrededor del maestro, que inclinaba sobre ese tesoro la cabeza, medio calva, medio rizada, y del joven personaje pálido que daba las explicaciones necesarias, tranquilo, con aire de triunfo. Entretanto, silencioso en su banco, abandonado del todo, el gran Meaulnes había abierto su cuaderno de trabajo y, frunciendo el entrecejo, se absorbía en un problema difícil. La hora del recreo nos sorprendió en esta ocupación. No habíamos acabado el dictado y reinaba el desorden en la clase. A decir verdad, el recreo duraba desde por la mañana. A las diez y media, cuando los alumnos invadieron el patio sombrío y embarrado, se pudo ver enseguida la existencia de otro amo en los juegos. De todas las diversiones nuevas que el cómico introdujo entre nosotros a partir de aquella mañana, sólo recuerdo la más 96
cruel: una especie de torneo cuyos caballos eran los alumnos mayores, que llevaban a la espalda a los más pequeños. Divididos en dos grupos que arrancaban de los dos extremos del patio, caían unos sobre otros tratando de tirar al suelo al adversario con la violencia del golpe, y los jinetes, usando las bufandas como lazos o los brazos extendidos como lanzas, se esforzaban en desmontar a sus rivales. Había quien, perdiendo el equilibrio al esquivar un golpe, caía al barro, el jinete rodando bajo su montura. Había jinetes medio desmontados a quienes el caballo los agarraba por las piernas, y, enardecidos en la lucha, volvían a subírsele a la espalda. Montado sobre el grandote de Delage, que tenía unos miembros desmesurados, el pelo rojo y las orejas como soplillos, el menudo jinete de la cabeza vendada excitaba a las tropas rivales y dirigía malignamente su montura riéndose a carcajadas. Augustin, de pie a la puerta de la clase, miraba de mal humor cómo se organizaba el juego. Yo estaba junto a él, indeciso. —Es un vivo —dijo entre dientes, las manos en los bolsillos—. Venir aquí esta mañana era la única manera de que no sospecharan de él. Y el señor Seurel ha caído en la trampa. Se quedó así un momento, su cabeza rapada al viento, maldiciendo contra ese comiquillo por quien iban a darse de porrazos todos aquellos chicos de los que, hasta hacía poco, él había sido capitán. Y yo, un muchacho pacífico, no dejaba de darle la razón. Por todas partes, por todos los rincones, aprovechando la ausencia del maestro, seguía la lucha: los más pequeños habían acabado por subirse los unos encima de los otros, corrían, se revolcaban por el suelo antes de recibir el golpe del adversario… Pronto no quedó nadie de pie en el patio: sólo había un grupo encarnizado y arremolinado del cual surgía, cada cierto tiempo, la venda blanca del nuevo jefe. Entonces, el gran Meaulnes no pudo contenerse. Agachó la cabeza, se puso en jarras y me gritó: —¡Vamos allá, François! Sorprendido por esta decisión repentina, salté sobre sus hombros sin dudarlo, y en un momento estuvimos en medio de la 97
pelea, mientras que la mayoría de los combatientes, aterrados, huían gritando: —¡Que viene Meaulnes! ¡Que viene el gran Meaulnes! En medio de los que quedaban se puso a dar vueltas sobre sí mismo diciéndome: —¡Extiende los brazos! Agárralos como yo hice anoche. Y yo, embriagado por la batalla, seguro del triunfo, al pasar agarraba a los chicos, que se debatían, oscilaban un instante sobre los hombros de los mayores y caían al barro. En un abrir y cerrar de ojos, sólo quedó en pie el recién llegado, montado sobre Delage; pero éste, poco deseoso de tener que habérselas con Augustin, dio un violento golpe hacia atrás, se incorporó e hizo caer al jinete blanco. Con la mano sobre el hombro de su cabalgadura, como un capitán sostiene las riendas de su caballo, el muchacho, de pie en el suelo, miró al gran Meaulnes con un poco de emoción y una admiración inmensa. —¡Hay que ver! —dijo. Pero sonó enseguida la campana que dispersó a los alumnos reunidos a nuestro alrededor en espera de una escena interesante. Y Meaulnes, decepcionado de no haber podido tirar por tierra a su enemigo, volvió la espalda diciendo con mal humor: —¡Otra vez será! La clase continuó hasta el mediodía, como en vísperas de vacaciones, mezclada de intermedios divertidos y de conversaciones cuyo centro era el colegial-cómico. Explicaba cómo, inmovilizados por el frío de la plaza, sin poder ni en sueños organizar unas representaciones nocturnas a las que nadie iría, había decidido asistir a la escuela para distraerse durante esa temporada, mientras que su compañero cuidaría de los pájaros de las Islas y de la cabra sabia. Después contó sus viajes por los pueblos de los alrededores, cuando descarga el temporal sobre el pobre techo de zinc del carro y hay que bajarse en las cuestas para empujar las ruedas. Los alumnos de atrás dejaban sus mesas para escuchar más de cerca. Los menos noveleros aprovechaban la ocasión para 98
calentarse alrededor de la estufa. Pero enseguida les picaba la curiosidad y se acercaban al grupo de la charla para escuchar, dejando una mano en la tapadera de la estufa para reservar el sitio. —¿Y de qué viven ustedes? —preguntó el señor Seurel, que seguía todo aquello con la curiosidad un poco pueril de maestro de escuela y que preguntaba mucho. El chico dudó un instante, como si nunca le hubiese inquietado ese detalle. —Pues, creo que de lo ganado el otoño anterior —respondió—. Ganache siempre lleva las cuentas. Nadie le preguntó quién era Ganache. Pero yo pensé en el chicharrón que, a traición, había atacado a Meaulnes por la espalda y lo había tirado la otra noche …
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Capítulo IV
Que trata de la mansión misteriosa
La tarde trajo los mismos placeres, y durante toda la clase el mismo desorden y los mismos enredos. El cómico había traído otros objetos preciosos, conchas, juegos, canciones y hasta un monito que arañaba sordamente el interior del morral… A cada momento tenía que interrumpirse el señor Seurel para contemplar lo que aquel muchacho travieso acababa de sacar de su saco… Dieron las cuatro, y Meaulnes era el único que había resuelto los problemas. Nadie se dio prisa en salir. Ya no parecía haber entre las horas de clase y las de recreo aquella dura línea divisoria que hacía la vida escolar simple y ordenada como la sucesión del día y la noche. Hasta nos olvidamos, a las cuatro menos diez, de decir, como de costumbre, al señor Seurel, los dos alumnos que debían quedarse a barrer el aula. Nunca dejábamos de hacerlo, porque era una manera de anunciar y de apresurar la salida de la clase. Quiso la suerte que aquel día le tocara el turno al gran Meaulnes, y ya por la mañana, hablando con el cómico, le había advertido que a los nuevos les tocaba siempre hacer el papel del otro barrendero el día de su llegada. Cuando hubo cogido el pan de su merienda, Meaulnes volvió al aula. El cómico se hizo esperar mucho rato y llegó el último, corriendo, cuando ya empezaba a caer la noche… —Tú te quedas en la clase —me había dicho mi compañero—, y mientras lo sujeto, tú le quitas el mapa que me robó. 100
Yo me había sentado, entonces, sobre una mesita junto a la ventana, leyendo con la última luz del día, y los veía a los dos correr los bancos en silencio: el gran Meaulnes, taciturno y adusto, el blusón negro abotonado con tres botones en la espalda y ajustado a la cintura; el otro, delicado, nervioso, la cabeza vendada como un herido. Llevaba un abrigo viejo con desgarrones, que yo no había notado durante el día. Con un aire casi salvaje movía las mesas y las colocaba con loca precipitación, sonriendo un poco. Se hubiera dicho que jugaba algún juego extraordinario cuyo secreto desconocíamos. Llegaron entonces al rincón más oscuro de la clase para mover la última mesa. Allí, de un golpe, Meaulnes podía tumbar a su adversario sin que nadie pudiera darse cuenta o los pudiera oír por las ventanas. Yo no entendía por qué dejaba escapar una ocasión así. El otro, junto a la puerta, podía huir en cualquier momento con el pretexto de que el trabajo ya estaba terminado y ya no lo volveríamos a ver más. Perderíamos para siempre el plano y todas las indicaciones que Meaulnes había tardado tanto en encontrar, en concordar, en reunir… Estaba esperando a cada momento que mi compañero me hiciera una señal, un gesto que me indicara el comienzo de la batalla, pero el muchacho no daba señal. Solamente, durante un momento, miró con una fijeza extraña y un aire interrogante el vendaje del cómico, que, en la penumbra del anochecer, parecía tener manchas oscuras. Corrieron la última mesa sin que sucediese nada. Pero cuando volvían los dos hacia el otro extremo de la clase y se disponían a dar el último barrido a la entrada, Meaulnes, agachando la cabeza y sin mirar a nuestro enemigo, dijo a media voz: —Tiene usted la venda manchada de sangre y la ropa desgarrada. El otro lo miró un momento sin sorprenderse de lo que le decía, pero profundamente conmovido de oírselo decir. —Ahora mismo me han querido quitar su mapa, ahí en la plaza —respondió—. Cuando han sabido que venía a barrer el aula, 101
han comprendido que iba a hacer las paces con usted y se han vuelto contra mí. Pero, a pesar de todo, lo he salvado —añadió con orgullo, tendiendo a Meaulnes el precioso papel doblado. Meaulnes se volvió hacia mí lentamente. —¿Oyes? —dijo—. ¡Viene de luchar y de dejarse herir por nosotros, mientras le tendíamos una trampa! Después, dejando de usar ese “usted” tan insólito entre los alumnos de Sainte-Agathe, le tendió la mano diciéndole: —Eres un compañero de verdad. El cómico se la estrechó y se quedó un momento sin palabras, turbado, sin poder decir nada. Pero, enseguida, con mucha curiosidad, dijo: —¿Conque me tendían una trampa? ¡Qué gracia! Lo había adivinado y me decía: “Se van a quedar asombrados cuando me cojan el plano y se den cuenta de que lo he completado…” —¿Completado? —¡Oh, aguarda! No del todo… Y dejando ese tono jovial, añadió lentamente y con gravedad, acercándose a nosotros: —Meaulnes, ya es hora de que te lo diga: yo también estuve donde tú estuviste, en aquella fiesta extraordinaria. Ya lo pensé, cuando los chicos de la escuela me hablaron de tu aventura misteriosa, que se trataba de la vieja mansión perdida… Te robé el plano para asegurarme… Pero me sucede lo que a ti: ignoro el nombre del castillo, no sabría volver a encontrarlo; no sé del todo el camino que desde aquí va hasta allí. ¡Con qué entusiasmo, con qué curiosidad más intensa, con qué amistad nos acercamos a él! Meaulnes le hacía preguntas con avidez… A los dos nos parecía que, insistiendo con ardor, haríamos decir a nuestro nuevo amigo aquello que él mismo pretendía no saber. —Verán, verán —respondía el joven, un poco molesto y confuso—. He puesto en el plano algunas indicaciones que no tenía… Ha sido todo lo que pude hacer. Después, viéndonos tan llenos de admiración y entusiasmo, dijo con tristeza y orgullo: —Prefiero decírselo a ustedes: no soy un chico como los demás. Hace tres meses me quise disparar un tiro en la cabeza, 102
lo cual explica esta venda en la frente, como si fuera un miliciano del Sena en 1870… —Y esta tarde, en la pelea, la herida se ha abierto —dijo Meaulnes amistosamente. Pero el otro, sin hacer caso, continuó con un tono ligeramente enfático: —Me quería morir. Y como no lo conseguí, ya sólo viviré para divertirme, como un niño, como un cómico. Lo he abandonado todo. Ya no tengo ni padre, ni hermana, ni casa, ni amor… Sólo compañeros de juegos. —Pues esos compañeros ya te han traicionado —le dije yo. —Sí —respondió con animación—. Es culpa de un cierto Delouche. Adivinó que iba a hacer causa común con ustedes. Ha desmoralizado a mi tropa, que tenía tan bien dominada. Ya vieron el abordaje de anoche, lo bien llevado que estuvo, lo bien que resultó. No había organizado nada tan perfecto desde mi infancia… —permaneció un momento pensativo y, para poner las cosas en claro, añadió—: Si he venido con ustedes esta tarde es porque, ya me he dado cuenta esta mañana, se pasa mejor con ustedes que con la banda de los otros. Delouche, sobre todo, es el que menos me gusta. ¡Qué tontería hacerse el hombrecito a los diecisiete años! No hay nada que me moleste más… ¿Creen que podríamos echarle mano? —¡Claro! —dijo Meaulnes—. Pero, ¿te quedarás mucho tiempo con nosotros? —No lo sé. Me gustaría tanto… Estoy terriblemente solo. No tengo a nadie más que a Ganache… Toda su excitación, toda su alegría desaparecieron de pronto. En un instante se hundió en esa desesperación en la que, sin duda, se encontraba el día que tuvo la idea de suicidarse. —¡Sean mis amigos! —dijo de pronto—. Miren, conozco su secreto y lo he defendido contra todos. Puedo ponerlos otra vez sobre la pista perdida —y añadió casi con solemnidad—: Sean mis amigos para el día en que vuelva a estar a dos dedos del infierno, como la otra vez… Júrenme que me responderán cuando los llame… cuando los llame así… —y dio una especie de grito extraño—: ¡Huu-u…! ¡Tú, Meaulnes, jura primero! 103
Y juramos, porque, niños como éramos, todo lo que fuera más solemne y más serio de lo corriente, nos seducía. —A cambio —dijo—, aquí está todo lo que puedo decirles: les indicaré la casa de París donde la joven del Dominio solía pasar las fiestas, las de Pascuas y las de Pentecostés, el mes de junio y, a veces, parte del invierno. En aquel momento una voz desconocida llamó en la noche, desde el portalón, varias veces seguidas. Adivinamos que era Ganache, que no se atrevía, o no sabía cómo atravesar el patio. Con una voz apremiante y angustiosa llamaba, a veces fuerte, a veces débil: —¡Huu-u! ¡Huu-u…! —¡Di, di, aprisa! —gritó Meaulnes al joven cómico, que se había sobresaltado y se arreglaba la ropa para marcharse. El joven nos dio rápidamente unas señas de París que nosotros repetimos a media voz. Después corrió, en la oscuridad, para reunirse con su compañero en la verja, dejándonos en un estado de turbación inexplicable.
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Capítulo V
El hombre de las alpargatas
Aquella noche, hacia las tres de la madrugada, la viuda Delouche, la posadera que vivía en el centro del pueblo, se levantó para encender el fuego. Dumas, su cuñado, que vivía en la misma casa, debía ponerse en camino a las cuatro y la pobre y buena mujer, con la mano derecha encogida de una quemadura antigua, se daba prisa preparando el café en la oscura cocina. Hacía frío. Se puso sobre el camisón un chal viejo y, sosteniendo con una mano la vela encendida, resguardaba la llama con la otra —la mala—, levantando la punta del delantal. Atravesó el patio lleno de botellas vacías y de cajas de jabón, abrió, para coger un poco de leña, la puerta de la leñera que también le servía de corral a las gallinas… Pero apenas la había empujado, cuando un individuo surgió de la oscuridad y con un golpe de gorra tan violento que hizo zumbar el aire, apagó la vela, derribó a la buena mujer y se escapó a todo correr, mientras que las gallinas y los gallos, enloquecidos, armaban un alboroto infernal. El hombre se llevaba en el saco —como la viuda Delouche tuvo ocasión de comprobar más tarde, recobrado el aplomo— una docena de sus mejores pollos. Dumas había acudido a los gritos de su cuñada. Constató que el granuja, para entrar, debía haber abierto con una llave falsa la puerta del patinillo y que, sin cerrarla, había huido por el mismo camino. Enseguida, acostumbrado a cazadores 105
furtivos y vagabundos, el hombre encendió el farol de su coche, lo cogió en una mano, el fusil en la otra, y se esforzó en seguir las huellas del ladrón, huellas muy imprecisas —el individuo debía llevar alpargatas— que lo llevaban hacia la carretera de la estación y luego se perdían ante una barrera de un prado. Forzado a dejar allí sus pesquisas, levantó la cabeza, se paró… y oyó a lo lejos, por la carretera, el ruido de un coche lanzado al galope, que huía. Por su parte, Jasmin Delouche, el hijo de la viuda, se había levantado y, echándose de prisa sobre los hombros un capuchón, había salido en zapatillas a inspeccionar el pueblo. Todo dormía, todo estaba sumido en la oscuridad y en el silencio profundo que preceden a las primeras horas del día. Llegado a las Quatre-Routes, oyó tan solo, como su tío, muy lejano, por los cerros de Riaudes, el ruido de un coche cuyo caballo debía galopar con los cuatro cascos al aire. Maligno y fanfarrón como era el chico, dijo entonces, y luego nos lo repitió con aquel insoportable carraspeo gutural de las afueras de Montluçon: —Ésos se han marchado hacia la estación, pero nadie dice que no podremos “calentar” a otros que hay al otro lado del pueblo. Y retornó al camino de la iglesia, en el mismo silencio nocturno. En la plaza, en el carromato de los cómicos, había una luz. Sin duda alguien enfermo. Iba a acercarse para preguntar qué había sucedido, cuando una sombra silenciosa, una sombra con alpargatas, salió de los Petits-Coins y corrió, sin decir nada, hasta el estribo del coche… Jasmin, que había reconocido la manera de andar de Ganache, se adelantó a la luz y le preguntó en voz baja: —Bueno, ¿qué sucede? Huraño, desgreñado, desdentado, el otro se paró, y lo miró con una mueca triste, de miedo y de sofoco, respondiéndole con aliento entrecortado: —Es el compañero, que está enfermo… Ayer sostuvo una pelea, y se le ha abierto de nuevo la herida… Vengo de buscar a una hermana… 106
En efecto, cuando Jasmin Delouche, muy intrigado, regresaba a casa para volver a acostarse, hacia el centro del pueblo, encontró a una religiosa que se apresuraba. Por la mañana, muchos habitantes de Sainte-Agathe salieron a las puertas de sus casas con los mismos ojos hinchados y turbios de una noche sin sueño. Todos daban gritos de indignación que recorrieron el pueblo como un reguero de pólvora. En casa de los Giraudat habían oído, hacia las dos, un carro que se paraba y en el que cargaban de prisa bultos que caían suavemente. Sólo había dos mujeres en la casa y no se habían atrevido a moverse. Por la mañana habían comprendido, al abrir el gallinero, que los paquetes en cuestión eran los conejos y las gallinas… Millie, durante el primer recreo, encontró, delante de la puerta del lavadero, varias cerillas medio quemadas. De lo cual se concluyó que estaban mal informados sobre nuestra casa y, por eso, no habían podido entrar. En casa de los Perreux, de Boujardon y de Clément creyeron al principio que también les habían robado los cerdos, pero, durante la mañana, los encontraron ocupados en desenterrar las lechugas en diferentes huertos. La piara entera había aprovechado la ocasión y la puerta abierta para dar un paseíto nocturno. En casi todas partes habían robado las aves de corral, pero se habían conformado con eso. La señora Pignot, la panadera, que no tenía animales, estuvo chillando toda la mañana que le habían robado la pala y media libra de añil, pero el hecho nunca se pudo probar ni se hizo constar en el sumario. El jaleo, el miedo, la cháchara duraron toda la mañana. En clase, Jasmin contó su aventura de la noche anterior. —¡Qué listos son!, ¿eh? Pero si mi tío hubiera cogido a alguno, ya lo ha dicho, lo fusilaba como a un conejo —y añadió mirándonos—: Fue una suerte que no se topara con Ganache, hubiera sido capaz de tirar contra él. Son todos de la misma ralea, dice él. Y también lo dice Dessaigne. Pero nadie pensó en molestar a nuestros nuevos amigos. Fue solo por la tarde, al día siguiente, cuando Jasmin hizo notar a su tío que Ganache, lo mismo que el ladrón, llevaba alpargatas. Estuvieron de acuerdo en que valía la pena decírselo a los 107
gendarmes. Decidieron entonces, con mucho secreto, que en cuanto pudieran irían al pueblo, cabeza de gobierno, para advertir a los gendarmes. Los días siguientes, no apareció el joven cómico, enfermo con la herida ligeramente abierta. Por la noche íbamos a la plaza de la iglesia, solamente para ver la luz de su lámpara detrás de la cortinita roja del carromato. Nos quedábamos allí, llenos de angustia y fiebre, sin atrevernos a acercarnos a la humilde barraca que nos parecía el pasadizo misterioso y la antecámara del lugar cuyo camino habíamos perdido.
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Capítulo VI
Una disputa entre bastidores
Tantas angustias y trastornos de todo género durante esos últimos días, habían hecho que no nos diéramos cuenta de que había llegado marzo y el viento cedía. Pero al tercer día después de la última aventura, al bajar al patio por la mañana, comprendí, de pronto, que era primavera. Una brisa deliciosa, como agua tibia, soplaba por encima de la tapia; una lluvia silenciosa había humedecido durante la noche las hojas de las peonías; la tierra removida del jardín tenía un olor fuerte y oía, en el árbol situado junto a la ventana, a un pájaro tratando de aprender su música… En el primer recreo, Meaulnes habló de probar enseguida el itinerario que había precisado el colegial-cómico. A duras penas lo persuadí de que esperásemos a ver de nuevo a nuestro amigo y que hiciera buen tiempo…, que estuviesen floridos los ciruelos de Sainte-Agathe. Apoyados al muro bajo de la callejuela, las manos en los bolsillos y sin nada en la cabeza, charlábamos, y el viento lo mismo nos hacía tiritar del frío que, con sus rachas tibias, despertaba en nosotros no sé qué entusiasmo antiguo y profundo. ¡Ay!, hermano, compañero, viajero, ¡qué seguros estábamos de que la felicidad estaba allí cerca y que bastaba ponerse en camino para alcanzarla! A las doce y media, durante la comida, oímos el redoble de un tambor en la plaza de las Quatre-Routes. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos a la puerta de la verja, las servilletas en la mano. Era Granache que anunciaba para esa noche, a 109
las ocho, “si el tiempo lo permite”, una gran representación en la plaza de la iglesia. Por si acaso, “para prevenirse contra la lluvia”, sería levantada una carpa. Seguía un largo programa de atracciones que el viento se llevó, pero pudimos distinguir vagamente “pantomimas…, canciones…, fantasías ecuestres…”, todo acompañado de nuevos redobles de tambor. Durante la cena, el gran tambor que anunciaba la sesión, retumbó bajo nuestras ventanas haciendo temblar los cristales. Al cabo de un rato pasaron, con un murmullo de conversaciones, la gente de los barrios que, en pequeños grupos, iban hacia la plaza de la iglesia. ¡Y nosotros ahí, los dos, obligados a estar en la mesa, muriéndonos de impaciencia! Por fin, hacia las nueve, oímos ruido de pisadas y risas apagadas en la verja pequeña: las maestras venían a buscarnos. En completa oscuridad, salimos en grupo hacia el sitio de la comedia. Desde lejos vimos la pared de la iglesia iluminada como por un gran fuego. Delante de la puerta de la barraca, dos quinqués encendidos ondulaban al viento… En el interior había gradas como en un circo. El señor Seurel, las maestras, Meaulnes y yo nos instalamos en los bancos más bajos. Vuelvo a ver ese lugar, que debía ser muy pequeño, como si fuera un circo de verdad, con grandes zonas de sombra donde se sentaban la señora Pignot, la panadera, y Fernande, la tendera, las chicas del pueblo, los mozos de las herrerías, las señoras, los chiquillos, los campesinos y más gente aún. La representación iba ya por la mitad. En la pista se veía a la cabrita sabia que ponía los pies, dócilmente, sobre cuatro vasos, luego sobre dos y después sobre uno solamente. Ganache la dirigía con suavidad, dándole pequeños golpes con una vara, mientras nos miraba con aire inquieto, la boca abierta, los ojos muertos. Sentado en un taburete, cerca de otros dos quinqués, en el lugar donde la pista comunicaba con el carromato, reconocimos a nuestro amigo, con un fino maillot negro, la cabeza vendada. Apenas nos habíamos sentado, cuando apareció en la pista un poney enjaezado al que el joven herido hizo dar varias vueltas y que se paraba siempre delante de uno de nosotros cuando 110
tenía que señalar a la persona más amable o a la más bondadosa de la concurrencia; pero siempre delante de la señora Pignot, si se trataba de descubrir a la más embustera, la más avara o “la más enamoradiza”… Y a su alrededor estallaban risas, gritos y cuá-cuás, como cuando un podenco persigue una manada de ocas. En el entreacto, el director de escena vino a conversar con el señor Seurel, que no se hubiera sentido más orgulloso si hubiera hablado con Telma o Léotard, y nosotros, por nuestra parte, escuchábamos con pasión todo lo que decía: sobre su herida, ya cerrada; sobre el espectáculo, preparado durante los días largos del invierno; sobre su marcha, que no sería antes de fin de mes, porque pensaban dar representaciones variadas y nuevas. El espectáculo debía terminar con una gran pantomima. Hacia el final del entreacto, nuestro amigo nos dejó y, para llegar a la entrada del carromato, se vio obligado a atravesar un grupo que había invadido la pista y en cuyo centro descubrimos de pronto a Jasmin Delouche. Las mujeres y las muchachas le abrieron paso. La vestimenta negra, el aire de herido, extraño y bueno, las había seducido a todas. En cuanto a Jasmin, que parecía volver en ese momento de un viaje, hablaba en voz baja, aunque animadamente, con la señora Pignot y era evidente que una corbata de cordón, un cuello bajo y unos pantalones de elefante habían hecho una conquista segura… Allí estaba, con los pulgares en las solapas, en una actitud a la vez muy fatua y muy cohibida. Al pasar el cómico, y en un arranque de despecho, dijo algo en voz alta a la señora Pignot, algo que yo no oí pero que era con toda certeza una injuria, una palabra provocadora referida a nuestro amigo. Debía ser una amenaza grave e inesperada, porque el joven no pudo menos de volverse y mirar al otro que, para disimular, se reía dando con el codo a sus vecinos, como para ponerlos de su parte… Todo aquello sucedió en unos segundos. Fui, seguramente, el único de mi banco que se dio cuenta. El director de escena se escondió con su compañero detrás de la cortina que tapaba la entrada al carromato. Todo el mundo 111
volvió a su puesto en las gradas creyendo que la segunda parte del espectáculo iba a empezar enseguida, y se hizo un gran silencio. Entonces, desde detrás de las cortinas, mientras se desvanecían las últimas conversaciones en voz baja, llegó el rumor de una disputa. No oíamos lo que se decía, pero reconocimos las dos voces, la del muchachote mayor y la del joven —la primera—, que explicaba, que se justificaba; la otra, que reñía con indignación y tristeza a la vez. —Pero, desgraciado —decía ésta—, ¿por qué no me lo dijiste? Y no oímos lo que siguió, aunque todo el mundo prestaba oído. Después, todo se calló de repente… La discusión continuó en voz baja y los chiquillos de las gradas altas empezaron a gritar: —¡Luces! ¡Telón! Y a patear.
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Capítulo VII
El cómico se quita la venda
Al fin se deslizó, lentamente, entre las cortinas, la cara —surcada de arrugas, dividida entre la alegría y la angustia, y con manchas como obleas— de un largo pierrot, vestido con tres prendas mal conjuntadas, retorciéndose sobre la barriga como si tuviera un cólico, andando de puntillas como en un exceso de temor y prudencia y con las manos metidas en unas mangas demasiado largas que barrían la pista. Yo no podría reconstruir hoy el argumento de su pantomima. Recuerdo solamente que al llegar al circo, después de haber intentado en vano sostenerse en los pies, caía al suelo. Trataba de levantarse, no podía, se caía. No paraba de caerse. Se enredó entre cuatro sillas a la vez. Al caerse se llevó por delante una mesa enorme que habían traído a la pista. Acabó por caerse, por encima de la barrera del circo, a los pies de los espectadores. Dos ayudantes, reclutados a duras penas entre el público, le tiraron de los pies y lo enderezaron después de inconcebibles esfuerzos. Y cada vez que caía, daba un gritico distinto, un gritico insoportable, en el cual se mezclaba en dosis iguales la angustia y el placer. En el momento del desenlace, encaramado en una montaña de sillas, dio una caída inmensa y lentísima, y su ulular, estridente y miserable de triunfo, duró todo el tiempo de la caída, acompañado por los gritos de terror de las mujeres. Durante la segunda parte de la pantomima, veo de nuevo, sin que pueda recordar cómo, que “el pobre pierrot que cae” 113
se sacaba de una de las mangas una muñequita rellena de afrecho y representaba con ella toda una escena tragicómica. En resumidas cuentas, le hacía salir por la boca todo el afrecho que tenía en la barriga. Después, con unos griticos angustiosos, la atiborrada papilla y, en el momento de mayor atención, mientras que los espectadores, con la boca abierta, tenían los ojos fijos en la hija viscosa y despanzurrada del pobre pierrot, él la agarró de pronto por un brazo y la lanzó, volando, por entre los espectadores, contra la cara de Jasmin Delouche, al que solo le rozó una oreja para ir a caer sobre la pechera de la señora Pignot, debajo mismo de la barbilla. La panadera dio tal grito y se echó hacia atrás con tal fuerza, y todas sus vecinas la imitaron tan bien, que el banco se rompió, y la panadera, Fernande, la triste viuda Delouche y veinte más, se hundieron con las piernas por el aire en medio de las risas, los gritos y los aplausos, mientras que el gran “clown”, de bruces en el suelo, se incorporaba para saludar y decir: —¡Señoras y señores, tenemos el honor de darles las gracias! Pero en aquel mismo momento y en medio de aquel tremendo barullo, el gran Meaulnes, silencioso desde el comienzo de la pantomima y que parecía más absorbido por minutos, se levantó bruscamente, me agarró por el brazo y, sin poder contenerse más, me dijo: —¡Mira al cómico! ¡Míralo! Por fin lo he reconocido. Y antes de haber mirado, como si desde hiciera mucho tiempo, de una manera inconsistente, aquella idea hubiese germinado en mi interior y hubiera estado esperando el momento de salir, ¡lo había adivinado! De pie, junto a un quinqué, a la puerta del carromato, el desconocido personaje se había quitado la venda y se había echado sobre los hombros una capa. Se podía ver, a la luz humeante, como antes a la luz de una vela en la habitación del Dominio, un rostro fino, un rostro aquilino, sin bigote. Pálido, los labios entreabiertos, hojeaba de prisa una especie de álbum rojo que debía de ser un atlas de bolsillo. Salvo por una cicatriz que le surcaba la frente y desaparecía bajo la masa de cabellos, era tal como me lo había descrito el gran Meaulnes, el novio del Dominio desconocido. 114
Evidentemente, se había quitado el vendaje para que lo reconociésemos. Pero apenas había hecho el gran Meaulnes ese movimiento y había dado un grito, cuando el joven se metió en el carromato, no sin habernos lanzado una mirada de entendimiento y de habernos sonreído con una vaga tristeza, como solía hacerlo. —Y el otro —decía Meaulnes febrilmente—, ¡cómo no lo reconocí enseguida! ¡Es el pierrot de la fiesta de allá…! Y bajó las gradas para ir hacia él. Pero ya Ganache había cortado todas las comunicaciones con la pista; apagaba uno por uno los cuatro quinqués del circo, y nos vimos obligados a seguir a la muchedumbre que salía con mucha lentitud, canalizados por los bancos paralelos consumiéndonos de impaciencia en la oscuridad. Cuando al fin estuvo fuera, el gran Meaulnes se precipitó hacia el carromato, subió al estribo, llamó a la puerta, pero todo estaba ya cerrado. Sin duda alguna, en el carro, con cortinitas como en el del poney, la cabra y los pájaros sabios, todos se habían acostado y ya dormían.
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Capítulo VIII
¡Los gendarmes!
Tuvimos que reunirnos con el grupo de señoras y caballeros que por las calles oscuras volvían hacia el curso superior. Ahora lo comprendimos todo. La gran silueta blanca que Meaulnes había visto correr entre los árboles la última tarde de la fiesta, era Ganache, que había recogido al novio desesperado y había huido con él. El otro había aceptado aquella existencia salvaje, llena de riesgos, de juegos y de aventuras. Le había parecido volver a vivir su infancia… Frantz de Galais, hasta este momento, nos había escondido su nombre y nos había fingido ignorar el camino del Dominio, quizá por miedo de que lo obligasen a volver con sus padres; pero, ¿por qué esa noche había querido, de pronto, dejarse reconocer por nosotros y dejarnos adivinar toda la verdad? ¡Qué proyectos hizo el gran Meaulnes mientras el tropel de espectadores se dispersaba lentamente por el pueblo! Decidió que al día siguiente por la mañana, era jueves, iría a buscar a Frantz. Y que los dos juntos se marcharían para allá. ¡Qué viaje por el camino mojado! Frantz lo explicaría todo; todo se arreglaría. Y la maravillosa aventura se reemprendería allí donde se había interrumpido… En cuanto a mí, caminaba en la oscuridad con el corazón henchido de algo indefinible. Todo se reunía para contribuir a mi dicha, desde el relativo placer que suponía la espera del jueves hasta el gran descubrimiento que acabábamos de hacer 116
y la suerte que habíamos tenido. Y me acuerdo de que, en un repentino gesto de generosidad, me acerqué a la más fea de las hijas del notario, a la que me imponían de cuando en cuando el suplicio de ofrecerle el brazo, y le di la mano espontáneamente. ¡Amargos recuerdos! ¡Amargas esperanzas destruidas! A la mañana siguiente, a las ocho, cuando llegamos los dos a la plaza de la iglesia con nuestros zapatos bien limpios, las hebillas del cinturón bien brillantes y nuestras gorras nuevas, Meaulnes, que hasta entonces había estado conteniendo la risa, al mirarme dio un grito y se lanzó a la plaza vacía… En el emplazamiento del barracón y de los carricoches no había más que un jarro roto y unos trapos. Los cómicos se habían marchado… Soplaba un vientecito que nos pareció helado. Pensaba que a cada paso íbamos a tropezar en el suelo de la plaza, pedregoso y duro, y que caeríamos… Meaulnes, fuera de sí, por dos veces hizo ademán de lanzarse, primero por la carretera de Vieux-Nançay, después por la de Saint-Loup-de-Bois. Hizo visera con la mano sobre los ojos, esperando, por un momento, que nuestros amigos se hubiesen acabado de ir. Pero, ¿qué hacer? Las huellas de diez carruajes se enmarañaban en la plaza, y después desaparecían en la carretera dura. Nos quedamos allí, inertes. Y mientras volvíamos atravesando el pueblo, donde empezaba la mañana del jueves, cuatro gendarmes a caballo, avisados por Delouche la víspera, llegaron al galope a la plaza y se desperdigaron por las calles para guardar todas las salidas, como dragones haciendo el reconocimiento de un pueblo… Pero era demasiado tarde. Ganache, el ladrón de gallinas, había huido con su compañero. Los gendarmes no encontraron a nadie, ni a los que cargaban en los carros a los capones estrangulados. Prevenido a tiempo por las imprudentes palabras de Jasmin, Frantz había debido comprender de repente de qué oficio vivían él y su compañero cuando la caja del carromato estaba vacía. Lleno de vergüenza y furioso, había establecido enseguida un itinerario, decidiendo poner tierra por medio 117
antes de que llegaran los gendarmes. Pero no temiendo ya que intentaran llevarlo a casa de su padre, había querido, antes de desaparecer, mostrársenos sin vendas. Sólo quedaba oscuro un punto: ¿cómo había podido Ganache vaciar los gallineros y a la vez ir a buscar a la monja durante la fiebre de su amigo? Pero, ¿era ésa toda la historia del pobre diablo? Ladrón y vagabundo por un lado, buena persona por el otro…
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Capítulo IX
En busca del sendero perdido
Cuando volvíamos, el sol disipaba la ligera bruma de la mañana. Las amas de casa, en sus puertas, sacudían las alfombras o charlaban; y en los campos y los bosques, a la entrada del pueblo, empezaba la mañana de primavera más radiante que haya quedado en mi memoria. Ese jueves, todos los alumnos mayores del curso debían llegar hacia las ocho, para preparar, durante la mañana, unos el Certificado de Estudios Superiores y los otros el concurso a la Escuela Normal. Cuando llegamos los dos, Meaulnes, con una pena y una agitación que no lo dejaban estarse quieto, y yo, muy abatido, la escuela estaba vacía… Un rayo de sol fresco se deslizaba sobre el polvo de un banco carcomido y sobre el barniz agrietado de un mapamundi. ¿Cómo quedarnos ahí, delante de un libro, rumiando nuestra decepción, cuando todo nos llamaba fuera; los pájaros persiguiéndose en las ramas junto a las ventanas, la huida de los otros alumnos a los prados y los bosques y, sobre todo, el deseo febril de intentar lo antes posible el itinerario incompleto revisado por el cómico, último recurso de nuestra bolsa casi vacía, última llave después que habíamos probado todas las otras? Todo aquello era mayor que nuestras fuerzas. Meaulnes iba de un lado para otro, se acercaba a las ventanas, miraba el jardín, después volvía y miraba el pueblo como si esperase a alguien que, ciertamente, no vendría ya. 119
—Tengo la impresión —me dijo al fin—, tengo la impresión de que no puede estar tan lejos como pensamos… Frantz ha suprimido de mi plano todo un pedazo de camino que yo tenía marcado. Todo eso quiere decir que quizá la yegua dio un rodeo mientras yo dormía. Yo estaba medio sentado en una esquina de una mesa grande, un pie en el suelo, el otro bailando, con un aire de desaliento y desgana, la cabeza gacha. —Pero —dije, a mi vez—, tu vuelta en la tartana duró toda la noche. —Salimos a medianoche —contestó él con viveza—. A las cuatro de la mañana me dejaron a unos seis kilómetros al oeste de Sainte-Agathe, y yo, en cambio, había salido por la carretera de la estación, por el este. Hay que descontar entonces esos seis kilómetros entre Sainte-Agathe y el país perdido. En realidad, me parece que desde la salida del bosque comunal no se debe estar a más de dos leguas de lo que buscamos. —Pues, precisamente, esas dos leguas faltan en tu mapa. —Es verdad. Y la salida del bosque está a una buena legua y media de aquí, pero para un buen caminante eso se puede hacer en una mañana… En ese momento llegó Moucheboeuf. Tenía una tendencia irritante a hacerse pasar por un buen alumno, no porque trabajase mejor que los demás, sino haciéndose notar en circunstancias como ésta. —Ya sabía yo —dijo triunfante— que sólo los encontraría a ustedes dos. Todos los demás se han marchado al bosque comunal. A la cabeza, Jasmin Delouche, que conoce los nidos. Y, echándoselas de bueno, se puso a contarnos todo lo que habían dicho mientras preparaban la expedición para reírse de la escuela, del señor Seurel y de nosotros. —Si están en el bosque, seguro que los veré al pasar —dijo Meaulnes—; porque yo también me voy. Regresaré hacia las doce y media. Mouchboeuf se quedó boquiabierto. —¿No vienes? —me preguntó Augustin, parándose un momento en la puerta entreabierta, que hizo entrar en el cuarto 120
gris una bocanada de aire tibio de sol, un revoltijo de chillidos, voces, píos, el ruido de un cubo en el brocal del pozo y el restallar de un látigo a lo lejos. —No —dije yo, aunque la tentación era muy fuerte—. No puedo, por el señor Seurel. Pero date prisa. Te esperaré con impaciencia. Hizo un gesto vago y se fue de prisa, lleno de esperanza. Cuando, hacia las diez, llegó el señor Seurel, se había quitado la chaqueta de alpaca negra y se había puesto un chaquetón de pescador con grandes bolsillos abotonados, un sombrero de paja y unas polainas cortas, acharoladas, para recogerse los bajos del pantalón. Creo que no se sorprendió en absoluto de no encontrar a nadie. No quiso escuchar a Moucheboeuf, que le repitió tres veces que los chicos habían dicho: “Si nos necesita, que venga a buscarnos”. Y ordenó: —Dense prisa, cojan las gorras y vamos a sacarlos del nido nosotros a ellos… ¿Podrás caminar hasta allí, François? Dije que sí y nos marchamos. Se convino que Moucheboeuf guiaría al señor Seurel y le serviría de vocero… Es decir, que, conocedor de la maleza donde se encontraban los buscadores de nidos, debía gritar cada cierto tiempo, a pleno pulmón: —¡Eh! ¡Uh, uh! ¡Giraudat! ¡Delouche…! ¿Dónde están? ¿Hay nidos? ¿Han encontrado algo? En cuanto a mí, para mi gran placer, se me encargó seguir la linde del bosque, por si los colegiales fugitivos trataban de escaparse por aquel lado. Ahora bien, en el plano corregido por el titiritero y que habíamos estudiado tantas veces Meaulnes y yo, parecía que un sendero, un camino de finca, salía de aquella linde del bosque para ir en dirección a la mansión. ¡Si lo descubriera yo aquella mañana…! Y empecé a persuadirme de que, antes del mediodía, me encontraría en el camino de la casona perdida. ¡Qué paseo más maravilloso! En cuanto pasamos el Glacis y hubimos contorneado el Molino, dejé a mis dos compañeros: al 121
señor Seurel, que parecía ir a la guerra —creo que hasta se había metido en el bolsillo una vieja pistola—, y a ese traidor de Moucheboeuf. Cogiendo un atajo, llegué enseguida a la linde del bosque, por primera vez en mi vida solo por el campo, como una patrulla que había perdido a su cabo de escuadra. Y me imagino estar ya cerca de esa felicidad misteriosa que Meaulnes entrevió un día. Tengo toda la mañana para explorar la linde del bosque, el lugar más fresco y más escondido de todo el país, mientras que mi hermano mayor también está a la búsqueda. Parece el lecho de un torrente antiguo. Paso entre las ramas bajas de árboles cuyos nombres desconozco, pero que deben ser abedules. Acabo de saltar un seto al extremo del sendero, y me he encontrado en este ancho camino de hierba verde que se desliza bajo la fronda, hollando a veces las hortigas, pisando las altas valerianas. A veces, durante unos pasos, mi pie se posa en una arena fina. Y en el silencio oigo un pájaro —me imagino que es un ruiseñor, pero debo equivocarme, porque los ruiseñores sólo cantan al atardecer—, un pájaro que repite obstinadamente la misma frase; voz mañanera, palabra dicha en la sombra, invitación deliciosa al viaje entre los abedules. Invisible, terco, parece acompañarme bajo la fronda. Aquí estoy, por vez primera, también yo, en el camino de la aventura. Ya no son conchas abandonadas por el agua lo que busco bajo la dirección del señor Seurel, ni orquídeas desconocidas para el maestro, ni siquiera, como nos sucedía a menudo en el campo del tío Martin, aquella fuente honda y seca cubierta por una reja y que cada vez cuesta más encontrar… Busco algo aún más misterioso. El paso de que hablan los libros, el camino obstruido cuya entrada no ha podido encontrar el príncipe rendido de cansancio. Es un camino que se descubre a la hora más perdida de la mañana, cuando hace mucho se ha olvidado que han dado las once, las doce… Y, de pronto, al apartar las ramas de la espesura, con ese gesto vacilante de las manos, a la altura de la cara, aparece como una 122
larga avenida sombría a cuyo final hay un claro de luz muy pequeño. Pero, mientras espero y me embriago de esta manera, he aquí que, bruscamente, desemboco en una especie de claro que resulta ser, sencillamente, un prado. He llegado, sin pensarlo, al extremo de los bosques comunales, que siempre me había imaginado como infinitamente lejanos. Y aquí está, a mi derecha, entre unas pilas de troncos, vibrante en la sombra, la casa del guarda. Dos pares de medias se secan en la ventana. Los años anteriores, cuando llegábamos a la entrada del bosque, decíamos siempre señalando un punto de luz al final de la inmensa avenida oscura: “Ahí al fondo está la casa del guarda, la casa de Baladier”. Pero nunca habíamos llegado hasta allí. Algunas veces oíamos decir, como si se tratase de una expedición extraordinaria: “¡Ha llegado a la casa del guarda!” Esta vez he llegado hasta la casa de Baladier y no he encontrado nada. La pierna cansada y el calor, que no había notado hasta entonces, empezaron a atormentarme; me daba miedo tener que hacer solo el camino de regreso, cuando oí cerca de mí el señuelo del señor Seurel, la voz de Moucheboeuf, luego otras voces que me llamaban… Había un grupo de seis chicos mayores, en el que sólo el traidor de Moucheboeuf tenía aire de triunfo. Eran Giraudat, Auberger, Delage y otros. Gracias al señuelo, habían cogido a unos, subidos a un cerezo silvestre aislado en el medio de un claro; a los otros, cuando buscaban nidos de picosverdes. Giraudat, el tonto de los ojos hinchados, con la blusa mugrienta, se había escondido los pajaritos en la barriga, entre la camisa y la piel. Dos de sus compañeros habían huido al acercarse el señor Seurel: debían de ser Delouche y el pequeño Coffin. Primero habían contestado con bromas a la llamada de “¡Mouchevache!”, que repetían los ecos en los bosques, y éste , torpemente, creyendo la cosa segura, había respondido herido en su amor propio: —Tienen que bajar, ¿saben? Está aquí el señor Seurel… 123
Entonces todo se había callado de pronto; había sido una huida silenciosa a través del bosque. Y como lo conocían a fondo, no había ni que soñar en alcanzarlos. Tampoco sabía nadie dónde andaba el gran Meaulnes. No lo habían oído y tuvieron que renunciar a seguir la búsqueda. Ya eran más de las doce cuando llegamos al camino de Sainte-Agathe, lentamente, cabizbajos, cansados, sucios de tierra. A la salida del bosque, cuando nos hubimos restregado y sacudido el barro de los zapatos en la dura carretera, el sol empezaba a calentar de plano. Ya no era aquella mañana de primavera tan fresca y luminosa. Habían empezado los ruidos de la tarde. De cuando en cuando, cantaba un gallo, ¡canto desolado!, en las granjas desiertas de los lados del camino. Al bajar el Glacis, nos detuvimos un instante a charlar con unos jornaleros que habían vuelto a su trabajo en los campos después de comer. Se apoyaban en la cerca y el señor Seurel les decía: —¡Vaya unos pillos! ¡Mira a ese Giraudat! Se ha metido los pajaritos dentro de la camisa y se han hecho dentro lo que han querido. ¿Qué les parece…? Me pareció que los jornaleros se reían también de mi derrota. Se reían meneando la cabeza, pero no les parecía tan serio lo que habían hecho aquellos chiquillos que conocían tan bien. Y nos confiaron, cuando el señor Seurel volvió a la cabeza de la columna: —Ha pasado también otro, ya saben, uno grande… Debió encontrarse al volver con el coche de los Granges, y lo hicieron subir; aquí, a la entrada del camino de los Granges, se bajó lleno de tierra, todo desgarrado. Le dijimos que los habíamos visto pasar esta mañana, pero que aún no habían regresado. Ha continuado despacio su camino hacia Sainte-Agathe. En efecto, sentado en un pilar del puente de los Glacis, el gran Meaulnes nos esperaba con aire de estar rendido. A las preguntas del señor Seurel, contestó que él también había salido en busca de los colegiales que habían hecho novillos. Y a la pregunta que yo le hice en voz baja, me dijo solamente, moviendo la cabeza con desaliento: —No, nada, nada que se le parezca. 124
Después de comer, en la clase cerrada, negra y vacía, en medio de la tierra radiante, se sentó en una de las grandes mesas y, la cabeza apoyada en el brazo, durmió, durante un buen rato, un sueño triste y pesado. Al atardecer, después de reflexionar un poco, como si acabara de tomar una decisión importante, escribió una carta a su madre. Y eso es todo lo que recuerdo de aquel triste final de un gran día de derrota.
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Capítulo X
La colada
Muy pronto habíamos dado por descontada la llegada de la primavera. El lunes por la tarde quisimos hacer las tareas enseguida, después de las cuatro, como en verano. Y para ver mejor, sacamos dos mesas grandes al patio. Pero enseguida el tiempo se ensombreció, cayó una gota de lluvia sobre un cuaderno, volvimos a entrar con prisa. Y desde la gran sala oscurecida, por las grandes ventanas, mirábamos silenciosos el paso de las nubes en el cielo gris. Y Meaulnes, que miraba como nosotros, con la mano apoyada en la ventana, no pudo aguantarse y dijo, como si se hubiese enfadado de sentir tanta pena: —¡Ay! Las nubes corrían de otra manera cuando iba por la carretera en el coche de la Belle-Étoile. —¿Qué carretera? —preguntó Jasmin. Pero Meaulnes no contestó. —Pues a mí —dije para distraer su atención— me hubiera gustado ir de viaje en un carro, con un buen chaparrón, protegido bajo un paraguas bien grande. —Y leer durante todo el camino, como en una casa —añadió otro. —No llovía y no tenía ganas de leer —respondió Meaulnes—, no hacía más que mirar el paisaje.
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Pero cuando Giraudat, a su vez, preguntó que de qué país se trataba, Meaulnes volvió a enmudecer. Y Jasmin dijo: —Ya sé… ¡Siempre la famosa aventura! Dijo esas palabras en un tono conciliador e importante, como si él mismo estuviera un poco en el secreto. Fue inútil; se quedó con las ganas, y, como ya oscurecía, se fueron todos corriendo, los blusones echados por la cabeza, bajo la lluvia fría. Hasta el jueves siguiente, el tiempo estuvo lluvioso. Y ese jueves fue todavía más triste que el anterior. El campo estaba bañado en una bruma helada, como en los peores días de invierno. Millie, engañada por el buen sol de la semana anterior, había mandado hacer la colada, pero no había ni que soñar en poner la ropa a secar en los setos del jardín, ni siquiera en las cuerdas del granero, tan húmedo y frío era el aire. Discutiéndolo con el señor Seurel, se le ocurrió la idea de tender la ropa en las aulas, ya que era jueves, y de poner la estufa al rojo. Para ahorrarse los fuegos de la cocina y del comedor, harían la comida en la estufa y nos quedaríamos todo el día en la sala grande del colegio. Al principio, ¡yo era todavía tan joven!, consideré aquella novedad como una fiesta. ¡Triste fiesta! La ropa se llevaba todo el calor de la estufa y hacía mucho frío. En el patio caía, interminable y suave, una llovizna invernal. Allí fue, sin embargo, donde, hacia las nueve de la mañana, muerto de aburrimiento, me encontré con el gran Meaulnes. Por los barrotes del portalón, en los que apoyábamos silenciosamente la cabeza, mirábamos hacia lo alto del pueblo, por las Quatre-Routes, el cortejo de un entierro que venía del campo. Descargaban el ataúd, que venía en una carreta de bueyes, y lo colocaban sobre una losa, al pie de la gran cruz donde el carnicero había visto, no hacía mucho tiempo, a los centinelas del titiritero. ¿Dónde estaría ahora el joven capitán que dirigió tan bien el abordaje…? El cura y los cantores se pusieron, como de costumbre, alrededor del ataúd, y los tristes cantos llegaron hasta nosotros. Ése sería,
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lo sabíamos, el único espectáculo del día, que se deslizaría todo como agua amarillenta cayendo en el canalón. —Y ahora me voy a hacer las maletas —dijo Meaulnes, de pronto—. Debes saberlo, Seurel, el jueves pasado escribí a mi madre para pedirle que me deje terminar mis estudios en París. Me marcho hoy. Seguía mirando hacia el pueblo, las manos apoyadas en los barrotes a la altura de la cabeza. Era inútil preguntarle si su madre, que era rica y le daba todos los gustos, le había concedido aquél. Inútil también preguntarle por qué, de pronto, quería irse a París… Pero seguro que sentía pena y temor de abandonar aquel amado pueblo de Sainte-Agathe, del que había salido para su aventura. En cuanto a mí, sentía crecer una desolación tan violenta como no había experimentado jamás. —Se acerca la Pascua —me dijo con un suspiro, como para darme explicaciones. —En cuanto la hayas encontrado allí, me escribirás, ¿verdad? —le dije. —Prometido, desde luego. ¿No eres mi compañero y mi hermano? —y me puso la mano en el hombro. Poco a poco comprendí que todo había terminado, puesto que iba a continuar sus estudios en París; ya no tendría más conmigo a mi gran compañero. La única esperanza que nos quedaba de volver a encontrarnos, era aquella casa de París donde debía estar el rastro de la aventura perdida… Pero viendo a Meaulnes tan triste, ¡qué poca esperanza había para mí! Mis padres fueron avisados, el señor Seurel se mostró muy sorprendido, pero enseguida comprendió las razones de Augustin; Millie, mujer de su casa, se sintió desolada, sobre todo pensando que la madre de Meaulnes vería nuestra casa en un desorden anormal… La maleta, ¡ay!, pronto estuvo hecha. Buscamos debajo de la escalera sus zapatos de los domingos; en el armario, un poco de ropa. Después, sus papeles y sus libros de la escuela; todo lo que un joven de dieciocho años posee en el mundo. 128
A mediodía, la señora Meaulnes llegó en su coche. Comió con Augustin en el café Daniel y se lo llevó, sin dar casi explicaciones, en cuanto dieron de comer al caballo y lo engancharon. Les dijimos adiós en la puerta y el coche desapareció en la curva de las Quatre-Routes. Millie se limpió las suelas de los zapatos delante de la puerta y entró en el comedor frío a ponerlo todo en orden. En cuanto a mí, me encontré solo por primera vez, después de tantos meses —con una larga tarde de jueves por delante—, con la impresión de que, en aquel coche viejo, se había ido para siempre mi adolescencia.
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Capítulo XI
Hago traición
¿Qué hacer? Amanecía un poco. Se hubiera dicho que iba a salir el sol. Golpeó una puerta en el caserón. Después reinó otra vez el silencio. De cuando en cuando mi padre atravesaba el patio para llenar un cubo de carbón y echarlo en la estufa. Yo veía la ropa blanca colgada en las cuerdas y no tenía ningunas ganas de entrar en aquel lugar triste transformado en secadero y encontrarme frente a frente con el examen de fin de curso, aquel discurso de la Escuela Normal que debía ser desde ahora mi única preocupación. Cosa extraña, aquel desgano que me desesperaba se mezclaba con una sensación como de libertad. Desaparecido Meaulnes, toda aquella aventura terminada y malograda, por lo menos me parecía que me había liberado de aquella extraña angustia, de aquella ocupación misteriosa que no me dejaba actuar como todo el mundo. Habiéndose marchado Meaulnes, yo no era ya su compañero de aventuras, el hermano de aquel explorador de pistas; volvía a ser un chico de pueblo como los otros. Y eso era fácil, no tenía más que seguir mis inclinaciones naturales. El pequeño de los Roy pasó por la calle embarrada haciendo girar tres castañas atadas a una cuerda, que lanzó al aire y cayeron al patio. Estaba tan aburrido que me entretuve en lanzarle dos o tres veces las castañas por encima de la tapia. 130
De repente, lo vi abandonar ese juego pueril para correr hacia un carro que venía por el camino de la Vieille-Planche. Se subió rápidamente a la parte de atrás, sin que el carro se parase. Reconocí el carrito de Delouche y su caballo. Jasmin conducía, el gordo Boujardon iba de pie. Venían del prado. —¡Ven con nosotros, François! —gritó Jasmin, seguramente enterado ya de que Meaulnes se había ido. ¡Palabra!, sin decir nada a nadie trepé al coche traqueteante y me puse de pie como los otros, apoyado en uno de los montantes del carro que nos llevó a casa de la viuda Delouche… Ahora estamos en la trastienda de la buena mujer, que es a la vez tendera y fondista. Un rayo de sol blanco brilla a través de la ventana baja sobre las cajas de lata y los toneles de vinagre. El gordo Boujardon se sienta sobre el antepecho de la ventana y, vuelto hacia nosotros, con risa de memo, come migas de galletas con cuchara. Al alcance de la mano, sobre un tonel, la caja está abierta y empezada. El Roy pequeño da gritos de placer. Una especie de intimidad de mala ley se ha establecido entre nosotros. Jasmin y Boujardon, ya lo veo, serán ahora mis camaradas. El curso de mi vida ha cambiado de pronto. Me parece que Meaulnes se ha marchado hace mucho tiempo y que su aventura es una vieja historia triste, pero acabada. El pequeño Roy ha descubierto debajo de un estante una botella de licor empezada. Delouche nos convida a todos, pero sólo hay un vaso y bebemos todos en el mismo. Me sirven a mí el primero con un poco de condescendencia, como si yo no estuviera acostumbrado a esos modales de cazadores y de aldeanos… Eso me avergüenza un poco. Y como se ponen a hablar de Meaulnes, para disipar el malestar y recobrar mi aplomo, quiero demostrarles que conozco su historia y me pongo a contársela un poco. ¿Qué mal podrá hacerle si todas sus aventuras de aquí se han acabado ya? ¿Será que cuento mal la historia? No produce el efecto que esperaba. 131
Mis compañeros, como buenos aldeanos a los que nada sorprende, no se sienten admirados por tan poca cosa. —¡Era una boda, vamos! —dijo Boujardon. Delouche vio una, en Préveranges, que todavía era más curiosa. —¿La casona? Seguro que encontraríamos gente de la región que habría oído hablar de ella. —¿La muchacha? Meaulnes se casará con ella cuando haya hecho el servicio. —Debería habérnoslo contado —añadió uno de ellos—, debería habernos enseñado a nosotros el plano en vez de confiárselo a un cómico… Acorralado por mi fracaso, quiero aprovechar la ocasión para excitar su curiosidad: me decido a explicarles quién era el cómico; de dónde venía; su extraño destino… Boujardon y Delouche no quieren saber nada. —Él lo estropeó todo. Él hizo insoportable a Meaulnes; ¡al que era tan buen compañero! El cómico organizó todas aquellas tonterías de abordajes y ataques nocturnos, después de habernos militarizado a todos como en un batallón escolar… —¿Sabes? —dijo Jasmin mirando a Boujardon y moviendo levemente la cabeza—, hice la mar de bien denunciándolo a los gendarmes. Ya dañó al pueblo y hubiera hecho aún más… Y heme aquí casi de su parte. Sin duda todo habría salido de otra manera si no hubiéramos considerado el asunto de un modo tan trágico y misterioso. La influencia de ese Frantz lo echó todo a perder. Pero, de pronto, mientras estoy absorto en estas reflexiones, se oye un ruido en la tienda. Jasmin Delouche esconde rápidamente la botella de licor detrás de un barril; el gordo Boujardon salta desde lo alto de su ventana, pone el pie en una botella vacía y polvorienta que rueda, y casi se cae en dos ocasiones. El pequeño Roy los empuja por detrás para salir más de prisa, casi ahogándose de risa. Sin entender bien qué sucede, me escapo con ellos, atravesamos el patio y trepamos por una escalerilla a un pajar. Oigo una voz de mujer llamándonos sinvergüenzas. 132
—No pensé que viniera tan pronto —dijo Jasmin en voz baja. Solamente ahora comprendo que estábamos allí de una manera fraudulenta, para robar dulces y licor. Estoy defraudado, como aquel náufrago que creía hablar con un hombre y vio de repente que se trataba de un mono. No pienso más que en marcharme del pajar, tan poco me gustan esas aventuras. Además, está anocheciendo… Me hacen pasar por detrás, cruzar dos huertos, rodear una balsa; me encuentro otra vez en la calle mojada, embarrada, donde se reflejan las luces del café Daniel… No estoy nada orgulloso de mi tarde. Estoy en las Quatre-Routes. Sin querer, de golpe, veo otra vez, volviéndose, el rostro severo y fraternal que me sonríe; una última señal con la mano, y el coche desaparece… Un viento frío hace que se vuele mi blusón, un frío como el de ese invierno tan trágico y tan hermoso. Ahora todo me parece menos fácil. En el aula grande, donde me esperan para cenar, bruscas corrientes de aire atraviesan la poca tibieza que da la estufa. Yo tirito mientras me reprochan la tarde de vagabundeo. Y para volver a mi rutina ni siquiera tengo el consuelo de sentarme en mi sitio en la mesa. Esta noche no han puesto la mesa; cada uno come en el aula oscura, donde puede, sobre las rodillas. Como silencioso la torta cocida sobre la estufa; debía ser el premio ese jueves pasado en la escuela, y se ha quemado sobre las arandelas al rojo. Por la noche, solo en mi habitación, me acuesto de prisa para acallar los remordimientos que siento brotar del fondo de mi tristeza. Pero me he despertado dos veces durante la noche, la primera vez creyendo oír el crujido de la cama donde Meaulnes solía revolverse bruscamente todo él; la otra vez, su paso leve, de cazador al acecho, a través de los desvanes sin fondo…
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Capítulo XII
Las tres cartas de Meaulnes
En toda mi vida no he recibido más que tres cartas de Meaulnes. Todavía las tengo en casa, en un cajón de una cómoda. Y cada vez que las releo, vuelvo a sentir la misma tristeza de entonces. La primera me llegó a los dos días de su marcha. Mi querido François: Hoy, desde mi llegada a París, he ido a la casa indicada. No he visto nada. No había nadie. No habrá nunca nadie. La casa que decía Frantz es un hotelito de un piso. La habitación de la señorita de Galais debe de estar en el primero. Las ventanas de arriba son las que están más tapadas con los árboles. Pero al pasar por la acera se les ve muy bien. Todas las cortinas están echadas y habría que estar loco para esperar que, un día, apareciera el rostro de Yvonne de Galais por las cortinas cerradas. Está en un bulevar… Llovía un poco sobre los árboles verdes ya. Se oían las campanillas de los tranvías que pasaban continuamente. Durante dos horas me paseé arriba y abajo delante de las ventanas. Hay una taberna donde me paré a beber, para que no me tomasen por un bandido que está preparando un golpe. Después seguí vigilando sin esperanza. Se hizo de noche. Se encendieron las ventanas en todas partes, pero no en aquella casa. Seguro que no hay nadie. Y, sin embargo, se acerca la Pascua.
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Cuando me marchaba, una muchacha o una mujer joven —no lo sé— vino a sentarse en uno de los bancos mojados por la lluvia. Iba de negro, con un cuellecito blanco. Cuando me fui todavía estaba allí, inmóvil, a pesar del frío de la noche, esperando no sé qué. Ya ves que París está lleno de locos como yo. AUGUSTIN
Pasó el tiempo. En vano esperé unas letras de Augustin el lunes de Pascua y los días siguientes, unos días tranquilos, en los que parece que después de la fiebre de Pascua, ya sólo queda esperar el verano. Junio trajo el tiempo de los exámenes y un calor terrible cuyo vaho sofocante se pegaba al pueblo sin que viniera a disiparlo ni el menor soplo de aire. La noche no refrescaba, así que no había respiro a ese suplicio. Durante ese insoportable mes de junio, recibí la segunda carta del gran Meaulnes. J UNIO 189… Querido amigo: Esta vez he perdido todas las esperanzas. Lo sé desde anoche. El dolor que no había sentido al principio, crece desde entonces. Todas las noches iba a sentarme en aquel banco, acechando, reflexionando, esperando, a pesar de todo. Ayer, después de cenar, la noche estaba oscura y calurosa. Había gente charlando en la acera, bajo los árboles. Por encima del follaje negro, que las luces hacían verdear, las habitaciones del segundo y tercer pisos estaban iluminadas. Aquí y allá una ventana que el verano había abierto de par en par… Se veía la lámpara encendida sobre la mesa, disipando apenas, alrededor de ella, la cálida oscuridad de junio; se veía casi hasta el fondo del cuarto… ¡Ay! Si la ventana negra de Yvonne de Galais también se hubiera iluminado, creo que me hubiera atrevido a subir las escaleras, llamar, entrar… La muchacha de la que te hablé estaba también ahí, esperando como yo. Pensé que conocería la casa y le pregunté. —Sé, me dijo, que en otros tiempos venían a esta casa a pasar las vacaciones una joven y su hermano. Pero he sabido que el hermano se escapó de casa de sus padres y no lo han podido
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encontrar, y que la joven se ha casado. Esto le explica que el piso esté vacío. Me fui. A los diez pasos mis pies tropezaron en la acera y estuve a punto de caerme. La noche —anoche— cuando por fin callaron los niños y las mujeres en los patios y hubiera podido dormir, empecé a oír el rodar de los fiacres en la calle. No pasaban más que de tarde en tarde. Pero cuando uno había pasado, sin querer, esperaba el otro: los cascabeles, el paso del caballo que resonaba en el asfalto… Y todo repetía: es la ciudad desierta, tu amor perdido, la noche interminable, el verano, la fiebre… Seurel, amigo, soy muy desdichado. AUGUSTIN
Cartas poco confidenciales, aunque puedan parecer otra cosa. Meaulnes no me decía ni por qué había estado silencioso tanto tiempo, ni lo que iba a hacer ahora. Tuve la impresión de que rompía conmigo, lo mismo que con su pasado, porque su aventura había terminado. Y, en efecto, aunque le escribí, no recibí respuesta. Solamente una felicitación cuando obtuve mi diploma. En septiembre supe, por un compañero de la escuela, que había venido de vacaciones a casa de su madre, a La Ferté-d´Angillon. Pero nosotros, ese año, tuvimos que pasarlas en el Vieux-Nançay, invitados por mi tío Florentin. Y Meaulnes regresó a París sin que yo hubiera podido verlo. Al empezar el curso, exactamente hacia fines de noviembre, cuando me había puesto a preparar con una furia triste el título superior con la esperanza de que me nombraran maestro al año siguiente sin pasar por la Escuela Normal de Bourges, recibí la última de las tres cartas que he recibido de Augustin: Todavía paso bajo esa ventana —escribía—. Todavía espero sin la menor esperanza, por locura. Al final de esos fríos domingos de otoño, cuando se va a hacer de noche, no puedo decidirme a entrar, a cerrar las persianas de mi cuarto sin volver a allá abajo, a la calle helada. Soy como aquella loca de Sainte-Agathe que salía a la puerta a cada momento y miraba hacia la estación, haciéndose visera con las manos sobre los ojos, para ver si venía su hijo muerto. 136
Sentado en el banco, tiritando, miserable, me complazco en imaginar que alguien me va a coger por el brazo… Me volveré. Será ella. “Me he tardado un poco”, dirá sencillamente. Y se desvanecerán toda pena y toda locura. Entramos en nuestra casa. Sus pieles tienen escarcha, su velillo está mojado; lleva con ella el gusto de la niebla de afuera; y, mientras se acerca al fuego, veo sus cabellos rubios cubiertos de escarcha y el dulce dibujo de su bello perfil inclinado sobre la llama… ¡Ay!, el cristal sigue blanquecino con la cortina que hay detrás. Y si la joven de la mansión perdida la abriera, no tendría ya nada que decirle. Nuestra aventura ha terminado. El invierno este año está muerto como una tumba. Puede que cuando muramos, puede que sólo la muerte nos dé la clave, la continuación y el fin de esta aventura fallida. Seurel, te pedía el otro día que pensases en mí. Ahora, al contrario, sería mejor olvidar. Sería mejor olvidarlo todo. A. M.
Y llegó otro invierno nuevo, tan muerto como vivo y lleno de vida misteriosa había sido el anterior: la plaza de la iglesia sin cómicos; el patio de la escuela que los chicos abandonaban a las cuatro…, el aula donde estudiaba solo y sin gusto… En febrero, por primera vez en ese invierno, nevó, enterrando definitivamente nuestra novela de aventuras del año anterior, enredando todas las pistas, borrando las últimas huellas. Y yo me esforcé, como Meaulnes me había pedido en su carta, en olvidarlo todo.
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Tercera Parte
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Capítulo Primero
El baño
Fumar un cigarrillo, ponerse agua azucarada en el pelo para que se rice, dar besos a las chicas del curso complementario por los caminos, y gritar “¡Monjita, bonita!”, por detrás de la cerca a la religiosa que pasa, éstas eran las diversiones de todos los granujas del pueblo. Claro está que a los veinte años, estos granujas se pueden muy bien enmendar y llegar a ser, a veces, unos jóvenes sensatos. El caso es más grave cuando el granuja en cuestión tiene ya la cara avejentada y mustia, cuando se ocupa de historias turbias de mujeres del pueblo, cuando dice mil tonterías de Gilberte Poquelin para hacer reír a los otros. Pero, en fin, el caso no es tampoco desesperado… Éste era el caso de Jasmin Delouche. Continuaba, yo no sé por qué, pero ciertamente sin ningún deseo de aprobar el curso superior, aunque todo el mundo hubiera querido verle abandonarlo. Entretanto, aprendía con su tío Dumas el oficio de yesero. Y no tardó ese Jasmin Delouche, con Boujardon y otro chico muy tranquilo, el hijo de un adjunto que se llamaba Denis, en ser los únicos alumnos mayores con quienes me gustaba andar, porque eran “de los tiempos de Meaulnes”. Delouche tenía, además, un deseo sincero de ser mi amigo. Para decirlo todo, la verdad es que él, que había sido el enemigo del gran Meaulnes, hubiera querido ser el gran Meaulnes de la escuela; y sentía no haber sido, por lo menos, su lugarteniente. Menos torpe que Boujardon, pienso que se había dado 141
cuenta de todo lo que Meaulnes había aportado de extraordinario a nuestras vidas. Lo oía repetir a menudo: “Tenía razón el gran Meaulnes…” O bien: “¡Ah!, ya lo decía el gran Meaulnes…” Jasmin, además de ser más hombre que nosotros, aquel chiquillo envejecido disponía de unos tesoros de diversión que consagraban su superioridad sobre nosotros: un perro, mezcla de razas, de largas pelambreras blancas, que respondía al irritante nombre de Bécali y traía las piedras que se le arrojaban lejos, y que no tenía aptitud clara para ningún otro deporte; una bicicleta vieja, comprada de ocasión, en la que Jasmin nos dejaba montar algunas veces por la tarde, después de las clases, pero en la que él prefería adiestrar a las chicas del pueblo; y por último y sobre todo, un burro blanco y ciego que se podía enganchar en cualquier vehículo. Era el burro de Dumas, pero éste se lo prestaba a Jasmin cuando en verano íbamos a bañarnos al Cher. En esas ocasiones su madre nos daba una botella de limonada que poníamos debajo del asiento, entre los pantalones de baño secos. Y nos íbamos, ocho o diez alumnos mayores del colegio acompañados por el señor Seurel, unos a pie, otros subidos en el carro del asno, del que bajábamos en la granja de Grand´Fons, cuando el camino del Cher se hacía muy pendiente. Puedo recordar hasta los menores detalles de un paseo de aquellos, cuando el burro de Jasmin llevaba al Cher nuestros pantalones de baño, nuestros equipajes, la limonada y al señor Seurel, mientras nosotros seguíamos a pie detrás. Era en el mes de agosto. Acabábamos de examinarnos. Libres de esa preocupación, nos parecía que todo el verano, toda la felicidad nos pertenecían, e íbamos por el camino cantando sin saber qué ni por qué, a primera hora de una hermosa tarde de jueves. Sólo hubo una sombra en aquel cuadro inocente. Vimos caminando delante de nosotros a Gilberte Poquelin. El talle bien ajustado, la falda a media pierna, los zapatos de tacón alto, el aire dulce y desvergonzado de una chiquilla que se hace mujer. Dejó la carretera y tomó una vereda, sin duda para ir a buscar leche. El pequeño Coffin propuso enseguida a Jasmin seguirla. 142
—No será la primera vez que la he besado —dijo el otro. Y se puso a contar historias picarescas de ella y de sus amigas, mientras que toda la banda, por fanfarronería, se iba por la vereda, dejando al señor Seurel continuar adelante, por la carretera, en el carro del burro. Pero una vez en la vereda, el grupo empezó a dispersarse. El mismo Delouche parecía poco decidido a abordar delante de nosotros a la muchacha, que andaba ligera, y no estuvo nunca a menos de cincuenta metros de ella. Hubo algunos cantos de gallo, cacareos de gallina, silbiditos galantes, y después volvimos a nuestro camino, un poco avergonzados, dejándolo correr. Ya no cantábamos. Nos desnudábamos y nos vestíamos en los áridos sauzales que bordean el Cher. Los sauces nos tapaban de las miradas, pero no del sol. Con los pies en la arena y la arcilla seca, no hacíamos más que pensar en la botella de limonada de la viuda Delouche que estaba al fresco en la fuente de Grand´Fons, una fuente que nacía justo a la orilla del Cher. En el fondo había siempre hierbas glaucas y dos o tres especies de animalitos como cochinillas. Pero el agua era tan clara, tan transparente, que los pescadores no dudaban en arrodillarse y beber con las dos manos en la orilla. Pero aquel día pasó lo de siempre… Cuando ya vestidos nos poníamos en un corro, las piernas cruzadas, para repartirnos la limonada fresca en dos grandes copas sin pie, después de haber ofrecido su parte al señor Seurel, no tocábamos más que a un poco de espuma que picaba en la garganta y nos daba más sed. Entonces, por turno, íbamos a la fuente que habíamos despreciado antes y acercábamos despacio la cara a la superficie de agua clara. Pero no todos estaban acostumbrados a esas maneras campesinas. Muchos, como yo, no conseguían quitarse la sed: unos porque no les gustaba el agua; otros porque se les hacía un nudo en la garganta por miedo de tragarse una cochinilla; otros porque, engañados por la gran transparencia del agua inmóvil, sin saber calcular exactamente la superficie, mientras bebían se mojaban media cara y aspiraban por la nariz el agua que les parecía hirviendo; otros, finalmente, por todas esas razones a la vez… ¡No importa! Nos parecía que 143
esas orillas áridas del Cher encerraban toda la frescura del mundo. Y todavía ahora, solamente de oír la palabra “fuente”, dicha dondequiera que sea, pienso en aquella fuente. El regreso se hacía al atardecer, despreocupados al principio, lo mismo que a la ida. El camino de la Grand´Fons que subía hacia la carretera, en invierno era un arroyo y en verano un barranco impracticable, lleno de hoyos y de raíces gruesas que subía en medio de la sombra entre grandes hileras de árboles. Unos cuantos bañistas se metieron por ahí jugando. Pero nosotros seguimos con el señor Seurel, Jasmin y otros compañeros, un sendero suave y arenoso, paralelo al que bordeaba las tierras vecinas. Oíamos reír y charlar a los otros cerca de nosotros, debajo de nosotros, invisibles en la sombra, mientras Delouche contaba sus historias de hombre… En las copas de los árboles del gran seto zumbaban los insectos nocturnos, que en el cielo aún claro uno veía moverse como una nube alrededor del encaje del follaje. A veces un insecto se disparaba de golpe, bajaba, y su zumbido brusco rompía el aire. ¡Hermosa tarde de verano en calma…! Retorno sin esperanza, pero sin deseo, de un pobre paseo campestre…Y otra vez Jasmin, sin quererlo, turbó aquella calma… En el momento en que llegábamos a lo alto del repecho, al lugar donde había dos grandes piedras antiguas que decían ser los restos de un castillo, se puso a contar de todos los castillos que había visitado y, sobre todo, de uno medio abandonado en los alrededores de Vieux-Nançay: la casa solariega de las Sablonnières. Con ese acento de Allier que redondea vanidosamente ciertas palabras y abrevia con preciosismo otras, contó que había visto hacía unos años, en la capilla en ruinas de aquella vieja propiedad, una piedra de una tumba en la cual estaban grabadas estas palabras: Aquí yace el caballero de Galais Fiel a su Dios, a su Rey y a su Dama.
—¡Ah, vaya, vaya! —dijo el señor Seurel, con un ligero movimiento de hombros, un poco molesto por el tono que iba tomando nuestra conversación, pero deseando dejarnos hablar como hombres hechos. 144
Entonces Jasmin continuó describiendo el castillo como si hubiese pasado allí su vida. Muchas veces, volviendo de Vieux-Nançay, Dumas y él habían estado intrigados por el viejo torreón gris que se veía por encima de los abetos. Había allí, en medio del bosque, un montón de construcciones ruinosas que se podían visitar cuando no estaban los dueños. Un día, un guarda de aquel lugar, que les había hecho subirse a su carro, los había conducido hasta la mansión misteriosa. Pero después lo habían destruido todo, y decían que no quedaba más que la granja y una casita de recreo. Los dueños eran siempre los mismos: un viejo oficial retirado medio arruinado y su hija. Hablaba…, hablaba… Yo escuchaba con atención y sentía, sin darme cuenta, que se trataba de algo muy conocido, cuando, de pronto, con toda naturalidad, como suelen pasar las cosas extraordinarias, Jasmin se volvió hacia mí, me dio en el brazo, impresionado por una idea que jamás se le había ocurrido. —¡Anda! Creo —dijo— que es allí donde Meaulnes, ¿sabes?, el gran Meaulnes, tuvo que haber ido. ¡Pues claro! —añadió, porque yo no contestaba— y recuerdo que el guardia hablaba del hijo de la familia como de un excéntrico, de ideas extrañas… Yo ya no escuchaba, convencido desde el principio de que de verdad lo había adivinado y que delante de mí, lejos de Meaulnes, lejos de toda esperanza, se me acababa de abrir, claro y fácil como un camino familiar, el camino de la mansión sin nombre.
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Capítulo II
En casa de Florentin
Así como había sido yo un niño triste, soñador y ensimismado, me volví resuelto y, como dicen en mi pueblo, “decidido”, cuando vi que dependía de mí el desenlace de aquella grave aventura. Y creo recordar bien que, desde aquella tarde, cesó de dolerme definitivamente la rodilla. En el Vieux-Nançay, a cuyo Ayuntamiento pertenecían las tierras de las Sablonnières, vivía toda la familia del señor Seurel y en particular mi tío Florentin, un comerciante en cuya casa pasábamos algunas veces los últimos días de septiembre. Libre ya de exámenes, no quise esperar y me dejaron marcharme inmediatamente a ver a mi tío. Pero estaba decidido a no decir nada a Meaulnes, mientras no estuviera seguro de poder anunciarle alguna buena noticia. ¿Para qué, en efecto, arrancarle de su desesperación para volver a hundirlo en ella y quizá de una manera más profunda? El Vieux-Nançay fue, durante mucho tiempo, el lugar del mundo que yo prefería, el sitio de los fines de vacaciones, donde íbamos sólo raramente cuando se podía encontrar un coche de alquiler que nos llevara allí. Había habido, hacía tiempo, algún disgusto con la rama de la familia que vivía allí y quizá por eso Millie se hacía rogar tanto cada vez que montábamos en el coche. ¡Pero a mí no me importaban nada esos enfados! En cuanto llegaba, me perdía juguetón entre los tíos, las primas y los primos en una existencia hecha de mil ocupaciones divertidas y de placeres encantadores. 146
Llegábamos a casa del tío Florentin y la tía Julie, que tenían un chico de mi edad, el primo Firmin, y ocho hijas; las mayores, Marie-Louise y Charlotte, podrían tener diecisiete y quince años. Tenían un almacén muy grande en una de las entradas de aquel pueblo de Sologne, delante de la iglesia, un almacén de todo, en el que se proveían todos los señores, cazadores de la región, exiliados en aquellas tierras perdidas a treinta kilómetros de la estación más próxima. Ese almacén, con sus mostradores de comestibles y ropas, tenía muchas ventanas a la carretera y una puerta de cristales a la gran plaza de la iglesia. Pero, cosa extraña, aunque bastante corriente en aquel país pobre, la tierra apisonada hacía de suelo en toda la tienda. Detrás había seis cuartos, cada uno repleto de una sola clase de mercancía, el cuarto de los sombreros, el cuarto de las cosas de jardinería, el cuarto de las lámparas…¡qué se yo! Cuando era niño, al atravesar aquel dédalo de objetos de bazar, me parecía que no me cansaría nunca de mirar aquellas maravillas. Y todavía en aquella época me parecía que no eran vacaciones de verdad si no las pasaba allí. La familia vivía en una espaciosa cocina cuya puerta se abría a la tienda-cocina en la que, a fines de septiembre, brillaban las grandes llamaradas de la chimenea y donde los cazadores y los pescadores furtivos, que venían a vender sus presas a Florentin, llegaban a beber por la mañana temprano, mientras que las niñas, ya levantadas, corrían, gritaban, se pasaban unas a otras “aguas de olor” por los alisados cabellos. Por las paredes, viejas fotografías de antiguos grupos escolares amarillentos mostraban a mi padre —llevaba tiempo reconocerlo con el uniforme— en medio de sus compañeros de la Escuela Normal… Y allí pasábamos las mañanas; y también en el patio, donde Florentin cultivaba dalias y criaba gallinetas; o donde se tostaba el café, sentados en cajas de jabón; o donde desembalábamos cajas llenas de objetos diversos envueltos cuidadosamente y cuyo nombre no siempre sabíamos… El almacén estaba todo el día invadido de campesinos o de cocheros de las mansiones vecinas. Delante de la puerta de 147
cristales se paraban, goteando en la neblina de septiembre, carros que venían del extremo del país. Y desde la cocina, escuchábamos lo que decían los campesinos, curiosos de todas sus historias… Pero por la noche, después de las ocho, cuando con los faroles habíamos ido a dar el heno a los caballos —cuya piel humeaba en la cuadra—, todo el almacén nos pertenecía. Marie-Louise, la mayor de mis primas aunque la más menuda, acababa de doblar y de poner en orden las pilas de tela en la tienda, y nos animaba a que fuéramos a distraerla. Entonces, Firmin y yo, con todas las niñas, irrumpíamos en la gran tienda, bajo las lámparas de posada, dando vueltas a los molinillos de café, haciendo luchas en los mostradores; y a veces Firmin iba a buscar al desván un trombón viejo lleno de verdín, porque la tierra batida invitaba al baile… Todavía me sonrojo de pensar que en aquellos tiempos la señorita de Galais hubiera podido llegar a esa hora y nos hubiera sorprendido en medio de esas chiquilladas… Pero fue un poco antes de que cayera la noche, una tarde de ese mismo mes de agosto, mientras yo charlaba tranquilamente con MarieLouise y Firmin, cuando la vi por primera vez. Desde la tarde de mi llegada a Vieux-Nançay le había preguntado a mi tío sobre la propiedad de las Sablonnières. —Ya no es un palacio —me había dicho—. Todo lo han vendido, y los compradores, unos cazadores, han hecho derribar las construcciones antiguas para agrandar los terrenos de caza; el patio de armas ya no es más que un erial de brezos y retamas. Los antiguos dueños no se han quedado más que con una casita de un piso y la granja. Ya tendrás ocasión de ver por aquí a la señorita de Galais; ella en persona viene a hacer la compra, a veces montando, a veces en coche, pero siempre con el mismo caballo, el viejo Bélisaire… ¡Curioso conjunto! Yo estaba tan turbado que no sabía qué pregunta hacerle para saber algo más. —Pero eran ricos, ¿no? 148
—Sí, el señor de Galais daba fiestas para divertir a su hijo, un chico raro, lleno de ideas extrañas. Para distraerlo hacía todo lo que podía. Hacía venir gente de París y de otros sitios… ”Las Sablonnières estaban en ruinas, la señora de Galais casi muriéndose, y buscaban la manera de divertirlo y le pasaban todas sus fantasías. Fue el invierno pasado, no, el otro, cuando organizaron la fiesta de disfraces más importante. Los invitados eran la mitad de París y la mitad gente del campo. Habían comprado o alquilado muchos trajes maravillosos, de juegos, de caballos, barcos. Todo por distraer a Frantz de Galais. Se decía que se iba a casar y que era la fiesta de bodas. Pero era demasiado joven. Y todo se acabó de golpe; él se escapó, no se le ha visto más… Muerta la señora, la señorita de Galais se ha quedado de pronto completamente sola con su padre, un viejo capitán de navío. —¿No se ha casado ella? —pregunté al fin. —No —dijo—, no he oído hablar de nada de eso. ¿No serás tú un pretendiente? Desconcertado, le confesé en pocas palabras, lo más discretamente posible, que quizá lo fuera mi mejor amigo, Augustin Meaulnes. —¡Ah! —dijo Florentin sonriendo—, si la fortuna no le importa, es un bonito partido… ¿Tendré que hablar al señor de Galais? Todavía viene algunas veces a buscar perdigones para cazar. Siempre le hago probar mi aguardiente añejo. Pero le rogué que no dijera nada, que esperase. Y tampoco yo tuve prisa por avisar a Meaulnes. Tal cúmulo de coincidencias dichosas me llegaron a inquietar un poco. Y esa inquietud me recomendaba no decir nada a Meaulnes hasta que, por lo menos, hubiese visto a la muchacha. No tuve que esperar mucho. Al día siguiente, un poco antes de la cena, se hacía ya de noche y con la noche caía una bruma fría, más de septiembre que de agosto. Firmin y yo, presumiendo que el almacén estaría libre de compradores un rato, habíamos ido a ver a Marie-Louise y a Charlotte. Les confié el secreto que me había llevado al Vieux-Nançay en esa fecha 149
prematura. De codos sobre el mostrador, o sentados en él con las palmas de la mano sobre la madera encerada, nos contábamos mutuamente lo que sabíamos de la misteriosa muchacha —que se reducía a bien poco—, cuando un ruido de ruedas nos hizo volver la cabeza. —¡Ahí está; es ella! —dijeron en voz baja. Unos momentos después, delante de la puerta de cristales se paraba el extraño grupo. Un viejo coche de granja de ventanillas redondeadas, con unas molduras pequeñas como no estábamos acostumbrados a ver por aquellas tierras, un caballo blanco viejo, que parecía querer husmear las hierbas del camino, de tan baja como llevaba la cabeza; y en el pescante —lo digo con toda la sencillez de mi corazón, pero sabiendo bien lo que digo—, la joven más hermosa que pueda haber en el mundo. Nunca había visto tanta gracia unida a tanta gravedad. El traje le hacía el talle tan fino que parecía quebradizo. Llevaba sobre los hombros un abrigo grande marrón, que se quitó al entrar. Era la más grave de las muchachas, la más delicada de las mujeres. Una espesa cabellera rubia le caía sobre la frente, y el rostro dibujado con tanta delicadeza, modelado tan finamente… En su tez purísima, el verano había puesto dos toques rosados… Sólo noté un defecto en medio de tanta belleza: en momentos de tristeza, de desaliento o simplemente de reflexión profunda, ese rostro tan puro se manchaba levemente de rojo, como les sucede a ciertos enfermos que están graves sin que nadie lo sepa. Entonces, toda la admiración del que la contemplaba daba lugar a una especie de lástima tanto más desgarradora por lo que tenía de sorprendente. Esto es, al menos, lo que yo descubrí mientras ella descendía lentamente del coche, hasta que Marie-Louise me la presentó con toda naturalidad, invitándome a hablarle. Le ofrecieron una silla reluciente y ella se sentó, pegada al mostrador, mientras nosotros nos quedábamos de pie. Al parecer conocía bien la tienda y le gustaba. Llegó mi tía Julia, a la que habían avisado enseguida, y mientras ella estuvo hablando, discreta, las manos cruzadas sobre el vientre, moviendo con dulzura su cabeza de campesina-comerciante tocada de 150
un bonete blanco, retardó el momento —que me hacía temblar un poco— en que la conversación se dirigiera hacia mí… Fue muy sencillo. —¿Así que usted va a ser pronto maestro? —dijo la señorita de Galais. Mi tía encendió sobre nuestras cabezas la lámpara de porcelana, que iluminó débilmente la tienda. Veía el dulce rostro infantil de la joven, sus ingenuos ojos azules, y me sorprendió su voz tan clara, tan seria. Cuando dejaba de hablar, sus ojos miraban a otro lado, no se movían esperando la respuesta, y se mordía levemente los labios. —Yo también me dedicaría a enseñar si el señor de Galais quisiera —dijo ella—. Enseñaría a los pequeños, como hace la madre de usted— y se sonrió, dando así a entender que mis primos le habían hablado de mí—. Y es que los aldeanos son siempre tan atentos conmigo, tan serviciales y amables. Los aprecio mucho. Pero, ¿qué mérito tiene el quererlos…? Con la maestra, en cambio, ¿verdad que son quisquillosos y mezquinos? Siempre hay historias de plumas perdidas, de cuadernos demasiado caros, o de niños que no aprenden nada… Pues, aunque se enfadasen conmigo, yo los querría lo mismo. Sería mucho más difícil… Y sin sonreír volvió a su actitud infantil y soñadora, su mirada azul inmóvil. Nosotros tres estábamos incómodos por aquella facilidad para hablar de cosas delicadas, de lo que es secreto sutil, de lo que sólo se habla bien en los libros. Hubo un rato de silencio y, lentamente, se inició una discusión. Pero con una especie de animosidad y de pesar contra no sé qué de misterioso en su vida, la joven prosiguió: —Además, enseñaría a los muchachos a ser juiciosos de una manera que yo sé. No despertaría en ellos ganas de recorrer el mundo, como hará usted sin duda, señor Seurel, cuando sea maestro. Yo los enseñaría a encontrar la felicidad que está cerca de ellos y que no lo parece —Marie-Louise y Firmin estaban, como yo, cohibidos. No dijimos nada. Ella notó nuestra turbación y se calló, mordiéndose los labios, bajó la cabeza 151
y después se sonrió como burlándose de nosotros—. Y puede —dijo ella—, que haya quizá un muchacho loco que me busque en la otra punta del mundo mientras estoy aquí, en este almacén de la señora Florentin, bajo esta lámpara, y con mi viejo caballo esperándome a la puerta. Si ese joven me viese, no lo podría creer, ¿verdad? Al verla sonreír, me sentí audaz y comprendí que era el momento de decir, también riendo: —Y pudiera ser que yo conociese a ese joven loco. Me miró con viveza. En aquel momento sonó el timbre de la puerta; dos buenas mujeres entraron con sus cestos. —Vengan al “comedor”, ahí estarán tranquilos —dijo mi tía empujando la puerta de la cocina. Y como la señorita de Galais rehusó y quiso marcharse, mi tía añadió—: El señor de Galais está ahí, charlando con Florentin, junto al fuego. Había siempre, aun en el mes de agosto, en la gran cocina, el eterno haz de leña de abeto llameando y crepitando. También ahí estaba encendida una lámpara de porcelana y un anciano de rostro dulce, afeitado y lleno de arrugas, silencioso casi todo el tiempo, como un hombre abrumado por la edad y por los recuerdos, estaba sentado junto a Florentin, ante dos copas de aguardiente. Florentin saludó: —¡François! —gritó con su fuerte voz de vendedor de feria, como si hubiese entre nosotros un río o muchas hectáreas de terreno—, acabo de organizar una tarde de fiesta a la orilla del Cher para el jueves próximo. Unos cazarán, otros pescarán, otros bailarán, otros se bañarán… Señorita, usted vendrá a caballo, se entiende, con el señor de Galais. Ya está todo arreglado. Y tú, François —añadió como si acabase de pensarlo—, podrás traer a tu amigo Meaulnes… Se llama Meaulnes, ¿no? La señorita de Galais se puso en pie de repente, palidísima. En aquel momento me acordé de que Meaulnes, allí, en la extraña mansión, cerca del lago, le había dicho su nombre. Cuando me dio la mano antes de irse, había entre nosotros, más claramente que si nos hubiésemos dicho muchas palabras, 152
un pacto secreto que sólo la muerte podía romper, y una amistad más patética que un gran amor. Al día siguiente, a las cuatro de la madrugada, Firmin llamó a la puerta del cuartico en que yo dormía, en el patio de las gallinetas. Todavía era de noche y me costó mucho encontrar mis cosas en la mesa llena de palmatorias de cobre y santos nuevecitos, escogidos en el almacén para amueblar mi habitación la víspera de mi llegada. Oía, en el patio, a Firmin echándoles aire a las cámaras de mi bicicleta, y a mi tía, en la cocina, soplando el fuego. El sol salía justo cuando me fui. Pero mi jornada sería larga: iba a desayunar en Sainte-Agathe para explicar mi prolongada ausencia y, siguiendo mi camino, debería llegar antes de la noche a La Ferté-d´Angillon, a casa de mi amigo Augustin Meaulnes.
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Capítulo III
Una aparición
No había hecho nunca un recorrido largo en bicicleta. Aquél era el primero. Pero hacía tiempo que, a pesar de mi rodilla enferma, Jasmin me había enseñado a montar, a escondidas. Si para cualquier chico corriente la bicicleta es ya una cosa tan divertida, ¿qué no le parecería a un pobre chico como yo que hacía poco arrastraba aún miserablemente la pierna, bañado en sudor ya a los cuatro kilómetros…? Descender de lo alto de las cuestas y meterme en las hondonadas del paisaje; descubrir, como aletazos, las lejanías de la carretera que se abren y florecen al acercarse; atravesar un pueblo en un momento y llevárselo entero en una mirada… Hasta ahora sólo había conocido en sueños una carrera tan deliciosa, tan ligera. Incluso las cuestas arriba las cogía animoso. Porque, hay que decirlo todo, era el camino de la tierra de Meaulnes el que me tragaba así. “Un poco antes de llegar a la entrada del pueblo —me decía Meaulnes, cuando me lo describió—, se ve una gran rueda de paletas que hace girar el viento…” No sabía para qué servía, o quizá hacía como que no lo sabía para picarme la curiosidad aún más. Y fue al atardecer de aquel día de fines de agosto cuando vi, girando con el viento, en un inmenso prado, la gran rueda que debía subir el agua para una granja vecina. Detrás de los chopos del prado se veían ya las primeras casas. Conforme seguía la gran curva que hacía la carretera para contornear un arroyo, el paisaje se despejaba y se abría… Llegado al puente, descubrí, al fin, la calle Mayor del pueblo. 154
Unas vacas pacían, escondidas en los cañaverales del prado y podía oír sus cencerros, mientras que, apeado de la bicicleta, las dos manos en el manillar, miraba el pueblo al que llevaba una noticia tan importante. Las casas, a las que se llegaba por un pequeño puente de madera, estaban todas alineadas al borde de una zanja que bajaba por la calle, y parecían barcas con las velas desplegadas, amarradas en la calma de la tarde. Era la hora en que en todas las cocinas se enciende el fuego. Entonces el temor, y yo no sé qué oscuro remordimiento de venir a turbar tanta paz, empezaron a quitarme el valor. Y para agravar mi repentina flaqueza, me acordé de que la tía Moinel vivía ahí, en una placita de La Ferté-d’Angillon. Era una de mis tías abuelas. Todos sus hijos se le habían muerto y yo había conocido mucho a Ernest, el último de todos, un chico grandote que iba a ser maestro. Mi tío abuelo Moinel, el viejo escribano, murió al poco tiempo. Y mi tía se había quedado sola en su extraña casita, donde las alfombras estaban hechas de retazos cosidos y las mesas cubiertas de gallos, de gallinas y gatos de papel, pero donde las paredes estaban tapizadas con viejos diplomas, retratos de difuntos, medallones con bucles de pelo muerto. A pesar de tantas penas y tanto duelo, ella era la extravagancia y el buen humor en persona. En cuanto descubrí la placita en la que estaba su casa, la llamé muy fuerte por la puerta entreabierta, y la oí, al extremo de las tres habitaciones que había seguidas, dar un gritico estridente: —¡Ya va! ¡Dios mío! Volcó su café en el fuego —¿cómo podía estar haciendo café a esas horas?— y apareció… Muy cargada de espaldas, llevaba una especie de sombrero-capota-capelina en la coronilla, coronando su frente inmensa y abombada donde había algo de mongola y hotentote, y se reía a golpecitos mostrando los restos de sus dientes muy finos. Pero, mientras yo le daba un beso, ella, torpe y apresuradamente, me cogió una mano que yo tenía detrás de la espalda. Con un misterio perfectamente inútil, pues estábamos solos los dos, me deslizó una monedita que no me atreví a mirar y que debía ser de un franco… Luego, como yo ponía cara de 155
pedir explicaciones o de darle las gracias, me dio un pescozón gritando: —¡Vamos allá! ¡Ah! ¡Ya sé muy bien lo que pasa! —siempre había sido pobre, siempre pidiendo prestado, siempre gastando—. Siempre he sido tonta y siempre desgraciada —decía, sin amargura, pero con su voz en falsete. Convencida de que el dinero me preocupaba tanto como a ella, la buena mujer no esperaba que yo hubiera dicho nada para esconderme en la mano sus diminutas economías del día. Y, en lo sucesivo, así fue siempre como me recibió. La comida fue tan extraña —a la vez triste y rara— como lo había sido el recibimiento. Siempre con una vela al alcance de la mano, tan pronto la retiraba, dejándome en la sombra, como la ponía en la mesita cubierta de platos y vasos desportillados o agrietados. —A ése —decía—, los prusianos le rompieron las asas, el setenta, porque no se lo podían llevar. Sólo entonces recordé, al volver a ver ese gran jarrón de trágica historia, que habíamos comido y dormido allí en otro tiempo. Mi padre me llevaba al Yonne, a ver a un especialista que iba a curarme la rodilla. Había que tomar un expreso antes del amanecer… Me acordé de la triste comida de antaño, de todas las historias del viejo escribano acodado ante su botella de bebida rosada. Y me acordaba también de mis terrores… Después de cenar, sentada junto al fuego, mi tía abuela había llevado aparte a mi padre para contarle una historia de aparecidos: —“Me doy vuelta… ¡Ah!, mi pobre Louis, ¿qué veo? A una mujercita gris…” Tenía fama de tener la cabeza llena de esos chismes aterradores. Y he aquí que esa noche, acabada la cena, cuando, cansado de la bicicleta, me acosté en aquel gran cuarto con un camisón de cuadros del tío Moinel, ella vino a sentarse junto a mi cabecera y comenzó a decir—: Mi pobre François, tengo que contarte algo que no le he dicho jamás a nadie… Pensé: “¡Sí que estoy bien, voy a quedarme toda la noche aterrado, como hace diez años!” 156
Y escuché. Ella levantaba la cabeza, mirando fijamente al vacío, como si se contara la historia: —Volvía de una fiesta con Moinel. Era la primera boda adonde íbamos los dos, desde que murió nuestro pobre Ernest, y había encontrado allí a mi hermana Adèle, a quien hacía cuatro años no veía. Un viejo amigo de Moinel, muy rico, lo había invitado a la boda de su hijo, en el dominio de las Sablonnières. Habíamos alquilado un coche. Eso nos había costado muy caro. Volvíamos por la carretera a eso de las siete de la mañana, en pleno invierno. El sol salía. No había absolutamente nadie. ¿Qué veo de repente delante de nosotros, en la carretera? A un hombrecito, un muchachito allí parado, hermoso como el día, inmóvil y nos veía venir. A medida que nos acercábamos, distinguíamos su cara. ¡tan guapa, tan blanca, tan bonita que daba miedo…! Me agarro del brazo de Moinel temblando como una hoja; ¡creía que era el Buen Dios…! Y le digo: ”—¡Mira! ¡Es una aparición! ”Ya lo he visto muy bien! ¡Cállate, vieja charlatana…! —me contestó él en voz baja, furioso. ”Él no sabía qué hacer; cuando en esto se para el caballo… De cerca, tenía una cara pálida, la frente sudorosa, una gorra sucia y un pantalón largo. Oímos que nos decía con voz muy dulce: ”—No soy un hombre, soy una chica. Me he escapado y ya no puedo más. ¿Quieren llevarme en su coche, señores? ”Enseguida la hicimos subir. Apenas sentada, perdió el conocimiento. ¿Y adivinas con quién teníamos que vérnosla? ¡Era la novia de Frantz de Galais, a cuya boda estábamos invitados! —¡Pero no hubo boda —dije yo—, puesto que la novia se escapó! —Pues no —dijo ella, mirándome toda confusa—. No hubo boda. Porque a esa pobre loca se le habían metido en la cabeza mil locuras que nos explicó. Estaba convencida de que era imposible tanta felicidad; que el muchacho era demasiado joven para ella; que todas las maravillas que le escribía él eran imaginarias ; y, cuando por fin Frantz fue a buscarla, Valentine tuvo miedo. Él se paseaba con ella y su hermana por el jardín del Arzobispado en Bourges, a pesar del frío y el fuerte viento. El joven, por delicadeza sin duda y porque quería a la 157
hija segunda, estaba lleno de atenciones hacia la mayor. Entonces mi loca se imaginó qué sé yo qué; dijo que iba a casa a buscar una pañoleta; y allí, para estar segura de que no la seguían, se vistió con ropa de hombre y se escapó a pie por el camino de París. ”Su novio recibió de ella una carta en que le declaraba que iba a reunirse con un joven a quien quería. Y no era verdad… ” —Estoy más contenta de mi sacrificio —me decía— que si fuera su mujer. ”Sí, estúpida mía, pero, mientras tanto, él no tenía ninguna idea de casarse con la hermana; se pegó un pistoletazo; vieron la sangre en el bosque, pero no encontraron jamás el cadáver. —¿Y qué hicieron ustedes con esa desgraciada muchacha? —Primero, le dimos un poco de beber. Luego le dimos de comer y durmió junto al fuego cuando volvimos. Se quedó con nosotros una buena parte del invierno. Todo el día, en cuanto amanecía, cortaba, cosía ropa, arreglaba sombreros y limpiaba la casa con furia. Ella fue quien volvió a poner toda la tapicería que ves ahí. Y desde que estuvo con nosotros, las golondrinas anidan fuera. Pero al final, al caer la noche, terminado el trabajo, siempre encontraba un pretexto para salir al corral, al jardín, o delante de la puerta, aun cuando helara como para partir las piedras. Y la descubríamos allí, de pie, llorando de todo corazón. ”—Bueno, ¿qué te pasa ahora? ¡Vamos a ver! ”—¡Nada, señora Moinel! ”Y volvía a entrar. ”Los vecinos decían: ”—Ha encontrado usted una criadita muy guapa, señora Moinel. ”A pesar de nuestras súplicas, quiso continuar su camino a París, en marzo; le di trajes que ella se arregló, Moinel le sacó el boleto en la estación y le dio un poco de dinero. ”No nos ha olvidado; es costurera en París, cerca de NotreDame; nos sigue escribiendo para preguntarnos si sabemos algo de las Sablonnières. Una vez, para librarla de esa idea, le contesté que la finca estaba vendida y derribada, que el joven había desaparecido para siempre y la chica se había casado. 158
Todo eso debe ser verdad, pienso yo. Desde entonces mi Valentine escribe mucho menos… No era una historia de aparecidos lo que contaba la tía Moinel con su vocecita estridente, tan bien hecha para contarlas. Sin embargo, yo me sentía en el colmo del malestar. Pues habíamos jurado a Frantz, el cómico, servirlo como hermanos, y ahora se me ofrecía la ocasión… Ahora bien, ¿era el momento de echar a perder la alegría que le iba a dar a Meaulnes al día siguiente por la mañana, y decirle lo que acababa de saber? ¿Para qué lanzarlo a una empresa mil veces imposible? En efecto, teníamos las señas de la muchacha; pero ¿dónde buscar al cómico, que corría por el mundo…? «Dejemos a los locos con los locos», pensé. Delouche y Boujardon no estaban equivocados. ¡Cuánto daño nos había hecho ese novelesco Frantz! Y decidí no decir nada mientras no hubiera visto casados a Augustin Meaulnes y a la señorita de Galais. Tomada esa resolución, me quedaba todavía la penosa impresión de un mal presagio, impresión absurda que rechacé muy de prisa. La vela casi se había acabado; zumbaba un mosquito; pero la tía Moinel, con la cabeza inclinada bajo la capota de terciopelo que sólo se quitaba para dormir, y los codos en las rodillas, volvía a empezar su historia… De cuando en cuando, levantaba bruscamente la cabeza y me miraba para conocer mis impresiones o, quizá, para ver si no me dormía. Al fin, malignamente, con la cabeza en la almohada, cerré los ojos, fingiendo quedarme dormido. —¡Vamos…!, te duermes —dijo en tono más sordo y un poco decepcionado. Tuve compasión de ella y protesté: —Pues no, tía, te aseguro… —¡Pues, sí! —dijo—. Por otra parte, comprendo muy bien que todo eso te interese muy poco. Te hablo de gente que no has conocido… Y esta vez, cobardemente, no respondí. 159
Capítulo IV
La gran noticia
Al día siguiente por la mañana, cuando llegué a la calle Mayor, hacía un tiempo tan bueno de vacaciones, una calma tan grande, y por todo el pueblecito pasaban ruidos tan apacibles, tan familiares, que yo había vuelto a encontrar toda la gozosa tranquilidad de un portador de buenas noticias… Augustin y su madre vivían en la antigua casa de la escuela. A la muerte de su padre, jubilado desde hacía tiempo y al que había enriquecido una herencia, Meaulnes había querido que se comprara la escuela donde el viejo maestro había enseñado durante veinte años, donde él mismo había aprendido a leer. No es que tuviera un aspecto muy amable, era una recia casa cuadrada, como un Ayuntamiento que había sido; las ventanas del piso bajo que daban a la calle estaban tan altas que nadie miraba nunca por ellas; y el patio de atrás, donde no había ni un árbol y al que un alto cobertizo le cerraba la vista al campo, era el más seco y desolado patio de escuela abandonada que yo había visto jamás… En el complicado pasillo al que daban cuatro puertas, encontré a la madre de Meaulnes trayendo del jardín un gran lío de ropa blanca, que había debido poner a secar a primera hora de esa larga mañana de vacaciones. Su pelo gris estaba medio deshecho, unos mechones le daban en la cara; su rostro regular, bajo su tocado antiguo, estaba abotargado, como por una noche sin sueño; y bajaba tristemente la cabeza con aire pensativo. Pero, al notarme de repente, me reconoció y sonrió. 160
—Llega usted a tiempo —dijo—. Vea, estoy metiendo la ropa blanca que he hecho secar para la marcha de Augustin. He pasado la noche arreglando sus cuentas y preparando sus asuntos. El tren sale a las cinco, pero llegaremos a ponerlo todo a punto… Se habría dicho, de tanta firmeza como mostraba, que esa decisión la había tomado ella misma. Ahora bien, sin duda ignoraba adónde iba Meaulnes. —Suba —dijo—, lo encontrará en la alcaldía escribiendo. A toda prisa trepé por la escalera, abrí la puerta de la derecha, donde habían dejado el rótulo “Alcaldía”, y me encontré en una gran sala con cuatro ventanas, dos dando al pueblo y dos al campo, adornada en las paredes con retratos amarillentos de los presidentes Grévy y Carnot. En un largo estrado que ocupaba todo el fondo de la sala, estaban todavía ante una mesa de tapete verde, las sillas de los consejales. En el centro, sentado en un viejo sillón que era el del alcalde, Meaulnes escribía, mojando la pluma en el fondo de un tintero de porcelana pasado de moda, en forma de corazón. En ese lugar que parecía hecho para algún rentista del pueblo, Meaulnes se retiraba, cuando no vagaba por la comarca, durante las largas vacaciones… Se levantó, en cuanto me reconoció; pero no con la precipitación que yo había imaginado. —¡Seurel! —dijo solamente, con un aire de profundo asombro. Era el mismo muchachote de cara huesuda, de cabeza pelada. Un bigote sin cultivar empezaba a extendérsele sobre los labios. Siempre esa misma mirada leal… Pero sobre el ardor de los años pasados se creía ver como un velo de bruma, se disipaba por momentos su gran pasión de otro tiempo… Parecía muy turbado de verme. De un salto yo había subido al estrado. Pero, cosa extraña de decir, no pensó siquiera en tenderme la mano. Se había vuelto hacia mí, con las manos a la espalda, apoyado contra la mesa, echado para atrás, y un aire profundamente cohibido. Ya, mirándome sin verme, estaba absorbido por lo que iba a decirme. Como en otros tiempos y como siempre, hombre lento en empezar a hablar, como lo 161
son los solitarios, los cazadores y los hombres de aventuras, había tomado una decisión sin cuidarse de las palabras que le harían falta para explicarla. Y ahora que yo estaba delante de él, es sólo cuando comenzaba a rumiar penosamente las palabras necesarias. Sin embargo, le conté con alegría cómo había venido, dónde había pasado la noche y cómo me había sorprendido tanto ver a la señora Meaulnes preparar la marcha de su hijo… —Ah, ¿te lo ha dicho? —preguntó. —Sí. ¿No será, supongo, para un viaje largo? —Sí, un viaje muy largo. Desconcertado un momento, notando que yo iba enseguida, con una palabra, a reducir a la nada esa decisión que no comprendía, no me atrevía a decir nada más y no sabía por dónde comenzar mi misión. Pero él mismo habló al fin, como quien quiere justificarse. —¡Seurel! —dijo—, sabes lo que era para mí mi extraña aventura de Sainte-Agathe. Era mi razón de vivir y mi esperanza. Perdida esa esperanza, ¿qué podía ser de mí…? ¿Cómo vivir como todo el mundo? ”Pues bien, he tratado de vivir allá en París, cuando he visto que todo se había terminado y que ya no valía la pena buscar el Dominio perdido… Pero un hombre que ha dado una vez un salto al paraíso, ¿cómo podría acomodarse luego a la vida de todo el mundo? Lo que es la felicidad para los demás, me pareció una burla. Y cuando, sincera, deliberadamente, decidí un día hacer como los demás, ese día reuní remordimientos para mucho tiempo… Sentado en una silla del estrado, con la cabeza baja, escuchándolo sin mirarlo, no sabía yo qué pensar de esas oscuras explicaciones. —En fin —dije—, Meaulnes, ¡explícate mejor! ¿Por qué este largo viaje? ¿Tienes alguna falta que reparar? ¿Una promesa que cumplir? —Pues, sí —respondió—. ¿Te acuerdas de esa promesa que le hice a Frantz? —¡Ah! —dije, aliviado—, ¿no se trata más que de eso? 162
—De eso. Y quizá también de una falta que reparar. Las dos cosas al mismo tiempo —siguió un momento de silencio durante el cual me decidí a empezar a hablar y preparé mis palabras—. No hay más que una explicación en la que crea yo —dijo todavía—. Ciertamente, me habría gustado ver una vez a la señorita de Galais, solamente volver a verla… Pero, estoy persuadido ahora de que, cuando descubrí el Dominio sin nombre, yo estaba a una altura, en un grado de perfección y de pureza que ya nunca alcanzaré. Sólo en la muerte, como te escribía un día, volveré a encontrar quizá la belleza de aquel tiempo… —cambió de tono para reanudar con una animación extraña, acercándose a mí—: ¡Pero escucha, Seurel! Esta nueva intriga y este gran viaje, esta falta que he cometido y que hace falta reparar es, en un sentido, la continuación de mi antigua aventura. Pasó un rato, durante el cual trató penosamente de recuperar sus recuerdos. Yo había desperdiciado la ocasión precedente. No quería por nada del mundo dejar pasar ésta; y entonces hablé, demasiado de prisa, pues más tarde lamenté amargamente no haber esperado sus confesiones. Pronuncié mi frase, preparada para el instante anterior, pero que ya no iba bien. Dije, sin un gesto, apenas levantando un poco la cabeza: —¿Y si yo viniera a anunciarte que no se ha perdido toda esperanza? Me miró, y luego, apartando bruscamente los ojos, enrojeció como no había visto yo nunca enrojecer a nadie, una subida de sangre que debía golpearlo violentamente en las sienes… —¿Qué quieres decir? —preguntó, por fin, apenas claramente. Entonces, seguido, conté lo que sabía, lo que había hecho, y cómo, habiendo cambiado la perspectiva de las cosas, parecía casi que fuera Yvonne de Galais quien me enviaba hacia él. Ahora estaba terriblemente pálido. Durante todo ese relato, que escuchaba en silencio, la cabeza un poco baja, en la actitud de alguien a quien se ha sorprendido y que no sabe cómo defenderse, esconderse o huir, no me interrumpió, recuerdo, más que una sola vez. Le conté, de paso, 163
que todas las Sablonnières habían sido demolidas y que el Dominio de antaño ya no existía. —¡Ah! —dijo—, ya ves… —como si hubiera acechado una ocasión para justificar su conducta y la desesperación en que se había hundido—, ya ves; ya no hay nada… Para terminar, convencido de que por fin la convicción de tanta felicidad le quitaría el resto de su pena, le conté que mi tío Florentin había organizado una excursión al campo, y que la señorita de Galais tomaría parte en ella, a caballo, y que él también estaba invitado… Pero él parecía completamente desconcertado y seguía sin pronunciar palabra. —Hay que deshacer inmediatamente tu viaje —le dije con impaciencia—. Vamos a advertir a tu madre… Y mientras bajábamos los dos: —¿Esa excursión al campo? —me preguntó vacilante—. Entonces, de verdad, ¿tengo que ir también? —Vamos —repliqué—, pero eso no se pregunta. Tenía el aire de alguien a quien se empuja por los hombros. Abajo, Augustin advirtió a la señora Meaulnes que yo almorzaría con ellos y cenaría y dormiría y que, al día siguiente, él mismo alquilaría una bicicleta y me seguiría al Vieux-Nançay. —¡Ah, muy bien! —dijo ella, levantando la cabeza, como si esas noticias hubieran confirmado todas sus previsiones. Me senté en el comedorcito, bajo los calendarios ilustrados, los puñales ornamentados, y los odres sudaneses que un hermano del señor Meaulnes, antiguo soldado de infantería de marina, había traído de sus lejanos viajes. Augustin me dejó un instante, antes de la comida, y, en el cuarto de al lado, donde su madre le había hecho el equipaje, oí que le decía, bajando un poco la voz, que no le deshiciera la maleta, pues su viaje solamente se aplazaría…
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Capítulo V
La excursión al campo
Me costó seguir a Augustin por el camino del Vieux-Nançay. Iba como un experimentado ciclista. No se bajaba en las cuestas. A su inexplicable vacilación de la víspera, habían sucedido una fiebre, un nerviosismo, un deseo de llegar cuanto antes, que no dejaban de asustarme un poco. En casa de mi tío mostró la misma impaciencia, pareció incapaz de interesarse por nada hasta el momento en que estuvimos todos instalados en el coche, hacia las diez, al día siguiente por la mañana, y dispuestos a partir hacia las orillas del río. Estábamos a fines de agosto, cuando cae el verano. Ya las vainas vacías de los castaños amarilleados empezaban a alfombrar los caminos blancos. El trayecto no era largo; la granja de los Aubiers, cerca del Cher adonde íbamos, no se encontraba apenas más que a dos kilómetros más allá de las Sablonnières. Muy de cuando en cuando, encontrábamos otros invitados, en coche, e incluso jóvenes a caballo, a quienes Florentin había invitado audazmente en nombre del señor de Galais… Como en otros tiempos, se había procurado mezclar ricos y pobres, señores y aldeanos. Así, vimos llegar en bicicleta a Jasmin Delouche, quien, gracias al guarda Baladier, había conocido en otros tiempos a mi tío. —Y aquí está —dijo Meaulnes al percibirlo— el que tenía la clave de todo, mientras nosotros buscábamos hasta en París. ¡Es para desesperar! 165
Cada vez que lo miraba aumentaba su rencor. El otro, que se imaginaba por el contrario tener derecho a todo nuestro agradecimiento, escoltó nuestro coche muy de cerca, hasta el final. Se veía que había hecho, miserablemente y sin gran resultado, gastos de tocado, y los faldones de su chaquetón raído daban contra el guardafango de su bicicleta… A pesar del esfuerzo que se imponía para ser amable, su cara envejecida no llegaba a gustar. Mas bien, a mí me inspiraba una vaga compasión. Pero, ¿de qué no habría tenido yo compasión durante ese día…? No me acuerdo nunca de esa excursión sin lamentarla oscuramente, como con una especie de ahogo. ¡Me había preparado tanta alegría por adelantado ese día! ¡Todo parecía tan perfectamente concertado para que fuéramos felices! ¡Y lo fuimos tan poco! Sin embargo, ¡qué hermosas estaban las orillas del Cher! En la ribera donde nos detuvimos, la margen venía a terminar en un suave declive y la tierra se dividía en pequeños prados verdes, en sauzales separados por cercas, como jardines minúsculos. Al otro lado del río, sus orillas estaban formadas por colinas grises, abruptas, rocosas; y en las más lejanas se descubrían, entre los abetos, pequeños castillos románticos con una torrecilla. A lo lejos, cada cierto tiempo, se oía ladrar la jauría de la mansión de Préveranges. Habíamos llegado a ese lugar por un dédalo de caminitos, unas veces erizados de guijarros blancos, otras llenos de arena —caminos que, en las cercanías del río, los manantiales transformaban en arroyos—. Al pasar, las ramas de los groselleros silvestres nos agarraban por la manga. Y tan pronto nos hundíamos en la fresca oscuridad de los fondos de los barrancos, como, por el contrario, interrumpidos los setos, nos bañábamos en la clara luz de todo el valle. A lo lejos, en la otra orilla, cuando nos acercamos, un hombre agarrado a las rocas, con gesto lento, tendía sedales de pesca. ¡Qué hermosura, Dios mío! 166
Nos instalamos en el césped, en el retiro que formaba un bosquecito de abedules. Era un gran césped raso donde parecía haber sitio para juegos sin fin. Se desengancharon los coches y llevaron a los caballos a la granja de los Aubiers. Empezaron a sacar las provisiones en el bosque, y a levantar en la pradera unas mesitas plegables que había traído mi tío. Hicieron falta, en ese momento, personas de buena voluntad para ir a la entrada de la carretera cercana a vigilar a los últimos que llegaran, para indicarles dónde estábamos. Me ofrecí enseguida; Meaulnes me siguió y fuimos a apostarnos cerca del puente suspendido, en la encrucijada de varios senderos y del camino que venía de las Sablonnières. Yendo de un lado para otro, hablando del pasado, tratando de distraernos lo mejor que pudiéramos, esperábamos. Llegó todavía un coche del Vieux-Nançay, unos campesinos desconocidos con una chica mayor llena de cintas. Luego nada más. Mejor dicho, tres niños en un cochecito tirado por un burro, los hijos del antiguo jardinero de las Sablonnières. —Me parece reconocerlos —dijo Meaulnes—. Son ellos, creo, los que me tomaron de la mano, la primera noche de la fiesta, y me llevaron a la cena… Pero en ese momento, como el burro ya no quería andar, los niños bajaron para hostigarlo, tirar de él y golpearlo tanto como pudieron; entonces Meaulnes, decepcionado, pretendió haberse equivocado… Les pregunté si habían encontrado por el camino al señor y a la señorita de Galais. Uno de ellos respondió que no sabía; el otro: “Creo que sí, señor”. Y con eso no sacamos nada. Bajaron por fin hacia el césped, uno tirando del burro por la brida, los otros empujando el coche por detrás. Reanudamos nuestra espera. Meaulnes miraba fijamente el recodo del camino de las Sablonnières, acechando con una especie de espanto la llegada de la muchacha a quien tanto había buscado en otro tiempo. Un nerviosismo extraño y casi cómico que él transfería a Jasmin, se apoderaba de él. Desde el pequeño talud a donde habíamos trepado para ver a lo lejos el camino, distinguíamos 167
en el césped, recortándose, un grupo de invitados donde Delouche trataba de quedar bien. —Míralo perorar, a ese imbécil —me decía Meaulnes. —Pero, déjalo. Hace lo que puede, el pobre chico —yo le respondía. Augustin no se desarmaba. Allá, una liebre o un sapo debía haber salido de la espesura. Jasmin, para establecerse más en firme, hizo como si lo persiguiera. —¡Vamos, qué bien! Ahora corre… —dijo Meaulnes, como si de veras esa audacia superara a todas las demás. Y esa vez no pude menos de reír. Meaulnes también, pero no fue más que un relámpago. Al cabo de otro cuarto de hora, dijo —: ¿y si no viniera ella? Pero si lo ha prometido… Entonces, ¡ten más paciencia! —respondí. Él volvió a observar. Pero al fin, incapaz de soportar más tiempo esa espera intolerable, dijo: —Escúchame… Regreso con los demás, abajo. No sé qué hay ahora contra mí, pero si me quedo ahí, siento que ella nunca volverá; que es imposible su llegada, de repente, en el extremo de ese camino. Y se fue hacia el césped, dejándome solo. Yo avancé unos cien metros por el camino, para pasar el tiempo. Y en el primer recodo observo a Yvonne de Galais, montada a la amazona en su viejo caballo blanco, tan fogoso esta mañana, que ella se veía obligada a tirar de las riendas para impedirle trotar. Por delante del caballo, penosamente en silencio, caminaba el señor de Galais. Sin duda habían debido relevarse en el camino, sirviéndose alternativamente de la vieja montura. Cuando la muchacha me vio solo, sonrió, saltó rápidamente a tierra y, confiando las riendas a su padre, se dirigió hacia mí, que ya acudía. —Estoy muy contenta —dijo— de encontrarlo solo. Pues no quiero enseñar a nadie que no sea usted a mi viejo Bélisaire, ni ponerlo con los demás caballos. Para empezar, es demasiado feo y demasiado viejo; además, temo que lo hiera algún otro. Pero no me atrevo a montar más que en él y, cuando muera, ya no montaré más a caballo. 168
En la señorita de Galais, como en Meaulnes, sentía yo, bajo esa encantadora animación, bajo esa gracia en apariencia tan apacible, una impaciencia y cierta ansiedad. Ella hablaba más de prisa que de ordinario. A pesar de sus mejillas y sus pómulos sonrosados, había en torno a sus ojos, en su frente, a trechos, una palidez violenta en que se leía toda su turbación. Acordamos atar a Bélisaire a un árbol en un bosquecito, cerca del camino. El viejo señor de Galais, sin decir palabra, como siempre, sacó el ronzal del arzón y ató al animal —un poco bajo, según me pareció—. Prometí enviar enseguida de la granja heno, avena y paja… Y la señorita de Galais llegó al césped como en otro tiempo, imagino, bajó a la orilla del lago, cuando Meaulnes la vio por primera vez. Dando el brazo a su padre, apartando con la mano izquierda el borde del gran abrigo ligero que la envolvía, avanzaba hacia los invitados, con su aire a la vez tan serio y tan infantil. Yo iba a su lado. Todos los invitados, desparramados o jugando a lo lejos, se habían levantado y reunido para acogerla; hubo un breve instante de silencio en que cada cual la miró acercarse. Meaulnes se había mezclado con el grupo de jóvenes y nada lo podía distinguir de sus compañeros sino su alta estatura; sin embargo, había allí jóvenes casi tan altos como él. No hizo nada que pudiera llamar la atención hacia él, ni un gesto, ni un paso adelante. Lo veía, vestido de gris, inmóvil, mirando fijamente, como todos los demás, a aquella muchacha tan bella que venía. Al fin, sin embargo, con un movimiento inconsciente y cohibido, se había pasado la mano por la cabeza descubierta, como para esconder, en medio de sus compañeros de pelo tan bien peinado, su ruda cabeza pelada de campesino. Luego el grupo rodeó a la señorita de Galais. Le presentaron a las muchachas y a los jóvenes que no conocía… Iba a tocarle el turno a mi compañero y yo me sentía tan ansioso como podía estarlo él. Me disponía yo mismo a hacer esa presentación. Pero antes de que yo hubiese podido decir nada, la muchacha se adelantó hacia él con una decisión y una gravedad sorprendentes. —Reconozco a Augustin Meaulnes —dijo. Y le tendió la mano. 169
Capítulo VI
La excursión al campo (fin)
Otros se acercaron casi enseguida a saludar a Yvonne de Galais, y los dos jóvenes se encontraron separados. Un desgraciado azar quiso que no se reunieran para el almuerzo en la misma mesita. Pero Meaulnes parecía haber recobrado confianza y valor. En varias ocasiones, mientras yo me encontraba aislado, entre Delouche y el señor de Galais, vi de lejos a mi compañero que me hacía un signo de amistad con la mano. Sólo al fin del atardecer, cuando se organizaron por todas partes los juegos, los baños, las conversaciones, los paseos en barca por el estanque cercano, de nuevo Meaulnes se encontró en presencia de la muchacha. Estábamos charlando con Delouche, sentados en sillas del jardín que habíamos traído, cuando, abandonando deliberadamente a un grupo de jóvenes donde ella parecía aburrirse, la señorita de Galais se acercó a nosotros. Nos preguntó, recuerdo, por qué no remábamos en el lago de los Aubiers, como los demás. —Ya hemos dado unas vueltas a primera hora de la tarde —respondí—. Pero es muy monótono y nos cansamos pronto. —Bueno, ¿y por qué no van por el río? —dijo ella. —La corriente es muy fuerte; habría peligro de que nos arrastrara. —Nos haría falta —dijo Meaulnes— una canoa de motor o un barco de vapor como el de otros tiempos. —Ya no lo tenemos —dijo ella casi en voz baja—, lo hemos vendido. 170
Y se hizo un silencio cohibido. Jasmin lo aprovechó para anunciar que iba a reunirse con el señor de Galais. —Ya sabré muy bien —dijo— dónde encontrarlo. ¡Extrañezas del azar! Esos dos seres tan perfectamente diferentes se habían gustado y desde por la mañana apenas se separaban. El señor de Galais me había llevado aparte un instante, al comienzo de la tarde, para decirme que yo tenía ahí un amigo lleno de tacto, de deferencia y de buenas cualidades. Quizá había llegado hasta a confiarle el secreto de la existencia de Bélisaire y el lugar de su escondite. Yo pensaba también en alejarme, pero notaba a los dos jóvenes tan cohibidos, tan ansiosos uno frente al otro, que juzgué prudente no hacerlo… Tanta discreción por parte de Jasmin, y hasta precaución por la mía, sirvieron de poco. Hablaron; pero, invariablemente, con una terquedad de la que sin duda no se daba cuenta, Meaulnes volvía a todas las maravillas de antaño. Y a cada instante, la muchacha, en suplicio, tenía que repetirle que todo había desaparecido, la vieja residencia tan extraña y complicada, derribada; el gran estanque, desecado y relleno, y dispersados los niños de disfraces tan encantadores… —¡Ah! —decía sencillamente Meaulnes, con desesperación y como si cada una de esas desapariciones le hubiera dado razón contra la muchacha o contra mí… Andábamos uno al lado de otro… En vano trataba yo de buscar diversión a la tristeza que nos invadía a los tres. Con una pregunta abrupta, de nuevo Meaulnes cedía a su idea fija. Pedía informaciones sobre todo lo que había visto la otra vez, las muchachas, el conductor de la vieja berlina, los poneys de la carrera. —¿También los poneys están vendidos? ¿Ya no hay caballos en el Dominio…? Ella respondió que no los había ya. No habló de Bélisaire. Entonces él evocó los objetos de su cuarto: los candelabros, el gran espejo, el viejo laúd roto… Preguntaba por todo eso con una pasión insólita, como si hubiera querido persuadirse 171
de que no quedaba nada de su bella aventura, de que la joven no le iba a traer una pavesa capaz de probar que no habían soñado los dos, igual que el buzo trae del fondo del agua un guijarro y unas algas. La señorita de Galais y yo no pudimos impedirnos sonreír tristemente; se decidió ella a explicarle: —Ya no volverá a ver la bella residencia que habíamos arreglado, el señor de Galais y yo, para el pobre Frantz. ”Nos pasábamos la vida haciendo lo que pedía él. ¡Era un ser tan extraño, tan encantador! Pero todo desapareció con él la noche de su boda fallida. ”Ya el señor de Galais estaba arruinado sin saberlo. Frantz había contraído deudas y sus antiguos compañeros —al saber su desaparición— nos las reclamaron enseguida. Nos quedamos pobres; la señora de Galais murió y perdimos todos nuestros amigos en pocos días. ”Que vuelva Frantz, si no ha muerto. Que vuelva a encontrar a sus amigos y a su novia; que se haga la boda interrumpida, y quizá todo volverá a ser como era en otros tiempos. Pero ¿puede renacer el pasado? —¡Quién sabe! —dijo Meaulnes, pensativo. Y ya no preguntó más. Por la hierba corta y ya ligeramente amarillenta, avanzábamos los tres sin ruido. Augustin tenía a su derecha, junto a él, a la muchacha que había creído perdida para siempre. Cuando él hacía una de esas duras preguntas, ella volvía hacia él lentamente, para responderle, su encantador rostro inquieto; y una vez, hablando, le había puesto suavemente la mano en el brazo, con un gesto lleno de confianza y de debilidad. ¿Por qué el gran Meaulnes estaba ahí, como un extraño, alguien que no ha encontrado lo que buscaba y a quien no puede interesar ninguna otra cosa? Esa felicidad, tres años antes, no la habría podido soportar sin espanto, sin locura quizá. ¿De dónde venía, pues, ese vacío, ese alejamiento, esa incapacidad de ser feliz que había en él en ese momento? Nos acercábamos al bosquecito donde por la mañana el señor de Galais había atado a Bélisaire; el sol, hacia el ocaso, 172
alargaba nuestras sombras en la hierba; en el otro extremo del césped oíamos, ensordecidos por la lejanía, como un zumbido feliz, las voces de los jugadores y de las niñas, y permanecíamos silenciosos en esa calma admirable, cuando oímos cantar al otro lado del bosque, en dirección a los Aubiers, la granja junto al agua. Era la voz joven y lejana de alguien que llevaba sus animales al abrevadero, un aire ritmado, como un aire de danza, pero que el hombre estiraba y languidecía como una triste y vieja balada: Mis zapatos son rojos… adiós, mi amor… Mis zapatos son rojos… ¡Adiós, para siempre!
Meaulnes había levantado la cabeza y escuchaba. Era sólo uno de esos aires que cantaban los campesinos rezagados, tarde, en el Dominio sin nombre, la última noche de la fiesta, cuando ya todo se había derrumbado… Nada más que un recuerdo —el más miserable— de esos hermosos días que no volverían. —Pero ¿lo oye? —dijo Meaulnes a media voz—. ¡Ah!, voy a ver quién es. Y enseguida se metió por el bosquecito. Casi en el acto se calló la voz; se oyó después a otro hombre silbar a sus animales, alejándose; después, nada más… Miré a la muchacha. Pensativa y abrumada, tenía los ojos fijos en el bosquecito donde acababa de desaparecer Meaulnes. ¡Cuántas veces, más adelante, había de mirar así, pensativamente, el pasaje por donde se iría para siempre el gran Meaulnes! Se volvió hacia mí. —No es feliz —dijo dolorosamente. Añadió—: ¿y quizá yo no puedo hacer nada por él…? Yo vacilaba en responder, temiendo que Meaulnes, que debía haber alcanzado de un salto la granja y que ahora volvería por el bosque, sorprendiera nuestra conversación. Pero iba a animarla, sin embargo; a decirle que no temiera tratar bruscamente al muchachote; que sin duda un secreto lo desesperaba y que nunca se confiaría él por sí mismo, ni a ella ni a nadie, cuando, 173
de repente, al otro lado del bosque, surgió un grito; luego oímos un pataleo como de un caballo que se dispara y el ruido de una disputa entre voces entrecortadas… Comprendí enseguida que había sufrido algún accidente el viejo Bélisaire y corrí hacia el lugar de donde venía el estrépito. La señorita de Galais me siguió de lejos. Desde el fondo del césped se debía haber notado nuestro movimiento, pues oí, en el momento en que entraba en el bosquecito, los gritos de los que acudían. El viejo Bélisaire, atado demasiado bajo, se había enredado una pata de delante en el ronzal; no se había movido hasta el momento en que el señor de Galais y Delouche, en su paseo, se habían acercado a él; espantado, excitado por la insólita avena que le habían dado, se había debatido furiosamente; los dos habían tratado de liberarlo, pero tan torpemente que más bien habían conseguido enredarlo más, con peligro de recibir peligrosas coces. En ese momento, por azar, Meaulnes, volviendo de los Aubiers, había caído sobre el grupo. Furioso de tanta torpeza, había dado un empujón a los dos hombres con riesgo de mandarlos rodando a la espesura. Con precaución, pero en un momento, había liberado a Bélisaire. Demasiado tarde, pues el daño ya estaba hecho; el caballo debía tener un nervio dañado, quizá algo roto, pues estaba lamentablemente con la cabeza baja, la silla medio descinchada en la espalda, y una pata replegada bajo el vientre y toda temblorosa. Meaulnes, inclinado, lo palpaba y lo examinaba en silencio. Cuando levantó la cabeza, casi todo el mundo estaba allí reunido, pero él no vio a nadie. Estaba rojo de ira. —¡Querría saber —gritó— quién pudo atarlo así! Y dejarle la silla puesta todo el día. ¡Y quién ha tenido la audacia de ensillar a este viejo caballo, bueno, todo lo más, para un carricoche! Delouche quiso decir algo, asumirlo todo. —¡Cállate! Es culpa tuya también. Te he visto tirarle estúpidamente del ronzal para soltarlo. Y bajándose otra vez, se puso de nuevo a frotar el jarrete del caballo con la palma de la mano. 174
El señor de Galais, que todavía no había dicho nada, cometió el error de querer salir de su reserva. Tartamudeó: —Los oficiales de marina tienen la costumbre… Mi caballo… —¡Ah!, ¿es suyo? —dijo Meaulnes un poco calmado, muy enrojecido, volviendo la cabeza de medio lado hacia el viejo. Creí que iba a cambiar de tono, a presentar excusas. Tomó aliento un momento. Y vi entonces que encontraba un placer amargo y desesperado en agravar la situación, en romperlo todo para siempre, diciendo con insolencia… —Pues entonces, no lo felicito. —Quizá el agua fresca… Mojándolo en el vado… —alguien sugirió. —Hace falta —dijo Meaulnes sin responder— llevarse enseguida a este viejo caballo, mientras todavía pueda andar —¡y no hay tiempo que perder!— y meterlo en la cuadra y no sacarlo nunca más. Varios jóvenes se ofrecieron enseguida. Pero la señorita de Galais les dio las gracias vivamente. Con el rostro sofocado, a punto de deshacerse en lágrimas, dijo adiós a todo el mundo, e incluso a Meaulnes que, desconcertado, no se atrevió a mirarla… El viento de ese fin de verano era tan tibio en el camino de las Sablonnières que se había creído uno en mayo, y las hojas temblaban en la brisa del sur… La vimos partir así, con el brazo medio sacado del abrigo, sosteniendo en su estrecha mano la gran rienda de cuero. Su padre caminaba penosamente a su lado… ¡Triste final de atardecer! Poco a poco, cada cual recogió sus paquetes, sus cubiertos; se doblaron las sillas, se desmontaron las mesas, uno a uno los coches cargados de bagajes y de gente partieron, con los sombreros en alto y agitando los pañuelos. Nosotros nos quedamos los últimos en el terreno, con mi tío Florentin que rumiaba como nosotros, sin decir nada, su sentimiento y su gran decepción. Y también partimos, arrebatados vivamente, en nuestro coche de buena suspensión, por nuestro hermoso caballo alazán. La rueda rechinó en la curva de arena y pronto Meaulnes y yo, 175
que estábamos sentados en el asiento de atrás, vimos desaparecer en la carretera la entrada del camino transversal que habían tomado el viejo Bélisaire y sus amos. Pero entonces mi compañero —el ser que yo conozca en el mundo como más incapaz de llorar— volvió de repente hacia mí su rostro trastornado por un irresistible torrente de lágrimas. —Pare, ¿quiere? —dijo, poniendo la mano en el hombro de Florentin—. No se ocupe más de mí. Volveré solo, a pie. Y de un salto, con la mano en el guardafango del coche, bajó a tierra. Con estupefacción nuestra, rehaciendo el camino, echó a correr, y corrió hasta el caminito que acabábamos de pasar, el camino de las Sablonnières. Debió llegar al Dominio por esa avenida de abetos que había seguido otra vez, donde había oído, vagabundo escondido en las bajas ramas, la conversación misteriosa de los hermosos niños desconocidos… Y esa noche, con sollozos, pidió en matrimonio a la señorita de Galais.
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Capítulo VII
El día de la boda
Es un jueves, a comienzos de febrero, un hermoso jueves al atardecer, helado, en que sopla el gran viento. Son las tres y media, las cuatro… En los setos, cerca de las aldeas, la ropa está tendida desde el mediodía y se seca con la borrasca. En cada casa, el fuego del comedor hace relucir todo un retablo de juguetes pintados. Cansado de jugar, el niño se ha sentado junto a su madre y le hace que le cuente el día de su boda… Para el que no quiera ser feliz, no hay más que subir al desván y oirá, hasta el anochecer, silbar y gemir los naufragios; no hay más que salir a la carretera, y el viento le echará la bufanda a la boca, como un cálido beso repentino que lo hará llorar. Pero para quien ame la felicidad, está, al borde de un camino fangoso, la casa de las Sabonnières, a donde mi amigo Meaulnes ha vuelto a entrar con Yvonne de Galais, que es su mujer desde el mediodía. El noviazgo ha durado cinco meses. Ha sido apacible, tan apacible como había sido agitada la primera entrevista. Meaulnes fue muchas veces a las Sablonnières, en bicicleta o en coche. Más de dos veces por semana, cosiendo o leyendo junto a la gran ventana que da al yermo y a los abetos, la señorita de Galais vio de repente su alta silueta rápida pasar tras la cortina, pues siempre llega por la avenida apartada que tomó en otro tiempo. Pero es la única alusión —tácita— que haga al pasado. La felicidad parece haber adormecido su extraño tormento. 177
Pequeños acontecimientos han marcado fechas durante esos cinco tranquilos meses. Me han nombrado maestro en la aldea de Saint-Benoist-des-Champs. Saint-Benoist no es un pueblo. Son granjas diseminadas por el campo, y la casa de la escuela está completamente aislada en una elevación junto a la carretera. Llevo una vida muy solitaria; pero, pasando por los campos, sólo necesito tres cuartos de hora para alcanzar las Sablonnières. Delouche está ahora con su tío, que es patrono de albañilería en el Vieux-Nançay. Pronto será él el patrono. Viene a menudo a verme. Meaulnes, a ruegos de la señorita de Galais, ahora es muy amable con él. Y eso explica por qué estamos los dos ahí vagabundeando, hacia las cuatro de la tarde, cuando toda la gente de la boda ya se ha vuelto a marchar. La boda ha sido a mediodía, con el mayor silencio posible, en la antigua capilla de las Sablonnières, que no han derribado, y que los abetos esconden a medias en la ladera de la elevación más cercana. Tras un almuerzo rápido, la madre de Meaulnes, el señor Seurel y Millie, Florentin y los demás, han vuelto a subir a los coches. Sólo hemos quedado Jasmin y yo… Erramos por el borde de los bosques que hay detrás de la casa de las Sablonnières, junto al gran terreno baldío, antiguo emplazamiento del Dominio hoy día derribado. Sin querer confesarlo y sin saber por qué, nos hemos llenado de inquietud. En vano tratamos de distraer nuestros pensamientos y de engañar nuestra angustia mostrándonos, en el curso de nuestro paseo errante, los revolcaderos de las liebres y los pequeños surcos de arena donde acaban de escarbar los conejos…, un lazo tendido… las huellas de un cazador furtivo… Pero sin cesar volvemos a ese borde del bosquecito, desde donde se descubre la casa silenciosa y cerrada… Al pie del gran ventanal que da a los abetos, hay un balcón de madera, invadido por las hierbas locas que el viento tumba. Un fulgor como de un fuego encendido se refleja en los cristales de la ventana. De cuando en cuando, pasa una sombra. Alrededor, en los campos circundantes, en el huerto, en la única granja 178
que queda de las antiguas dependencias, hay silencio y soledad. Los arrendatarios se han ido a la aldea para festejar la felicidad de sus antiguos amos. Cada cierto tiempo, el viento cargado de un vaho que es casi lluvia nos moja la cara y nos trae el canto perdido de un piano. Allá, en la casa cerrada, alguien toca. Me detengo un instante para escuchar en silencio. Hay al principio como una voz temblorosa que, desde muy lejos, apenas osa cantar su alegría… Es como la risa de una niña que, en su cuarto, ha ido a buscar todos los juguetes y los esparce delante de su amigo. Pienso también en la alegría, temerosa todavía, de una mujer que ha ido a ponerse un bello traje y viene a enseñarlo y no sabe si gustará… Ese aire que no conozco, es también una oración, una súplica a la felicidad de que no sea demasiado cruel, un saludo y como una genuflexión ante la felicidad… Pienso: “Son felices al fin. Meaulnes está allí cerca de ella…” Y saber eso, estar seguro de ello, basta para el perfecto contento del niño bueno que soy. En ese momento, todo absorbido, el rostro mojado por el viento de la llanura como por la bruma del mar, siento que me tocan el hombro. —¡Escucha! —dice Jasmin, muy bajo. Lo miro. Me hace señal de no moverme; y él también, la cabeza inclinada, las cejas fruncidas, escucha…
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Capítulo VIII
La llamada de Frantz
—¡Hu-hu! Esta vez, he oído. Es una señal, una llamada en dos notas, alta y baja, que ya he oído en otro tiempo… ¡Ah!, ya me acuerdo, es el grito del gran comediante cuando llamaba a su joven compañero a la verja de la escuela. Es la llamada a la cual Frantz nos había hecho jurar acudir, a cualquier sitio o en cualquier momento. Pero, ¿qué pide aquí, hoy, ése? —Eso viene del gran bosque de abetos a la izquierda —digo a media voz—. Sin duda es un cazador furtivo. Jasmin sacude la cabeza. —Sabes muy bien que no. Luego, más bajo: —Están en el país los dos, desde esta mañana. He sorprendido a Ganache, a las once, acechando en un campo junto a la capilla. Se marchó al reconocerme. Han venido de lejos, quizá en bicicleta, pues estaba cubierto de barro hasta la mitad de la espalda… —Pero, ¿qué buscan? —No sé. Pero sin duda es preciso echarlos. No hay que dejarlos vagabundear por los alrededores. O, si no, van a empezar otra vez todas las locuras… Sin confesarlo, soy de la misma opinión. —Lo mejor —digo— sería reunirse con ellos, ver lo que quieren y hacerlos entrar en razón… 180
Lenta, silenciosamente, nos deslizamos, pues, bajando a través del bosquecito hasta el gran grupo de abetos, de donde sale, a intervalos regulares, ese grito prolongado que en sí mismo no es más triste que otra cosa, pero que a los dos nos parece de agüero siniestro. Es difícil, en esa parte del bosque de abetos, donde la mirada se hunde entre los troncos plantados con regularidad, sorprender a alguien y avanzar sin ser vistos. Ni lo intentamos. Me aposto en el ángulo del bosque. Jasmin se va a colocar en el ángulo opuesto, de modo que domine, como yo, desde fuera, dos lados del rectángulo, sin dejar huir a ninguno de los cómicos sin gritarles. Tomadas estas disposiciones, comienzo a desempeñar mi papel de explorador pacífico y llamo: —¡Frantz…!¡Frantz…! No tema nada. Soy yo, Seurel; querría hablarle… Un instante de silencio; voy a decidirme a volver a gritar, cuando, en el corazón mismo de los abetos, donde no alcanza mi mirada en lo absoluto, una voz ordena: —Quédese donde está; él va a venir a su encuentro. Poco a poco, entre los grandes abetos que la lejanía hace parecer apretados, distingo la silueta de un joven que se acerca. Parece cubierto de barro y mal vestido; unos aros de bicicleta le aprietan los bajos del pantalón, una vieja gorra de ancla está plantada en su pelo demasiado largo; veo ahora su cara adelgazada… Acercándose a mí, decidido, pregunta con aire muy insolente: —¿Qué quieres? —Y tú mismo, Frantz, ¿qué haces aquí? ¿Por qué vienes a molestar a los que son felices? ¿Qué tienes que pedir? Dilo. Interrogado así directamente, enrojece un poco, balbucea, y responde solamente: —Soy muy desdichado, muy desdichado. Luego, con la cabeza en el brazo, apoyado en un tronco de árbol, se pone a sollozar amargamente. Hemos dado unos pasos entre los abetos. El lugar está completamente silencioso. Ni siquiera la voz del viento, que detienen los grandes abetos del borde. Entre los troncos regulares se repite y extingue el 181
ruido de los sollozos ahogados del joven. Espero que esta crisis se apacigüe y digo, poniéndole la mano en el hombro: —Frantz, vendrás conmigo. Yo te llevaré con ellos. Te acogerán como a un hijo perdido vuelto a encontrar y todo se acabará. Pero él no quería oír. Con voz ensordecida por las lágrimas, desgraciado, terco, colérico, continuaba: —¿Así que Meaulnes ya no se ocupa de mí? ¿Por qué no responde cuando llamo? ¿Por qué no cumple su promesa? —Vamos, Frantz —respondí—, ha pasado el tiempo de las fantasmagorías y las niñerías. No estropees con locuras la felicidad de los que quieres, de tu hermana y de Augustin Meaulnes. —Pero sólo él puede salvarme, ya lo sabes muy bien. Sólo él es capaz de volver a hallar la pista que busco. Hace ya tres años que Ganache y yo recorremos toda Francia sin resultado. Y ahora ya no responde. Él sí ha vuelto a encontrar su amor. ¿Por qué, ahora, no piensa en mí? Hace falta que se ponga en camino. Yvonne lo dejará marchar… Ella no me ha rehusado nunca nada. Me mostraba un rostro en que, en el polvo y el barro, las lágrimas habían trazado surcos sucios, un rostro de viejo golfo agotado y golpeado. Sus ojos estaban rodeados de manchas rojizas; tenía la barbilla mal afeitada; su pelo demasiado largo se arrastraba sobre su cuello sucio. Con las manos en los bolsillos, tiritaba. Ya no era aquel niño regio en harapos de los años pasados. De corazón, sin duda, era más niño que nunca, imperioso, fantasioso y a continuación, desesperado. Pero esa niñería era penosa de soportar en ese muchacho ya ligeramente envejecido… En otro tiempo, había en él tanta orgullosa juventud que le parecía permitida cualquier locura en el mundo. Ahora, uno se sentía tentado, en primer lugar, de compadecerlo por no haber ordenado su vida; y luego, de reprocharle ese papel absurdo de joven héroe romántico en que lo veía obstinarse… Y, finalmente, yo pensaba, a mi pesar, que nuestro bello Frantz, el de los bellos amores, había tenido que robar para vivir, como su compañero Ganache… ¡Tanto orgullo había ido a parar en eso! 182
—¿Y si te prometo —le dije al fin, después de haber reflexionado—, que dentro de unos días Meaulnes se pondrá en acción por ti, solo por ti? —Lo conseguirás, ¿no es verdad? ¿Estás seguro? —me preguntó, castañeteando los dientes. —Eso pienso. ¡Con él, todo se hace posible! —¿Y cómo lo sabré? ¿Quién me lo dirá? —Volverás aquí dentro de un año exactamente, a esta misma hora: encontrarás a la muchacha que amas. Al decir eso, no pensaba molestar a los recién casados, sino hacer averiguaciones con la tía Moinel y emprender diligencias yo mismo para encontrar a la muchacha. El cómico me miraba a los ojos con una voluntad de confianza verdaderamente admirable. ¡Quince años tenía todavía, y sólo quince años!, la edad que teníamos en Sainte-Agathe, la tarde del barrido de las clases, cuando hicimos los tres aquel terrible juramento infantil. La desesperación volvió a apoderarse de él cuando se vio obligado a decir: —Bueno, vamos a marcharnos. Miró, ciertamente con gran ahogo de corazón, todos esos bosques de los alrededores que iba a abandonar de nuevo. —Dentro de tres días —dijo— estaremos por los caminos de Alemania. Hemos dejado lejos nuestros carros. Y desde hace treinta horas, caminábamos sin detenernos. Pensábamos llegar a tiempo para llevarnos a Meaulnes antes de la boda y buscar con él a mi novia, igual que él buscó el Dominio de las Sablonnières —luego, invadido otra vez por su terrible puerilidad, dijo marchándose—: Llama a tu Delouche, porque si me lo encontrara sería terrible. Poco a poco, entre los abetos, vi desaparecer su silueta gris. Llamé a Jasmin y fuimos a reanudar nuestra vigilancia. Pero casi enseguida observamos, allá lejos, a Augustin que cerraba las persianas de la casa, y nos sorprendió la extrañeza de su gesto.
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Capítulo IX
Los felices
Más tarde, supe detalladamente lo que había ocurrido allí… En el salón de las Sablonnières, desde comienzos de la tarde, Meaulnes y su mujer, a la que sigo llamando señorita de Galais, quedaron completamente solos. Habiéndose marchado todos los invitados, el viejo señor de Galais abrió la puerta, dejando por un momento entrar el fuerte viento en la casa y gemir; luego se dirigió hacia el Vieux-Nançay y sólo volvería a la hora de la cena, para cerrar todas las llaves y dar órdenes a los arrendatarios. Ningún ruido de fuera llega ya a los jóvenes. Hay nada más una rama de rosal sin hojas que golpea en el cristal, hacia el lado del yermo. Como dos pasajeros en un barco a la deriva, en el gran viento de invierno, son dos amantes encerrados con la felicidad. —El fuego amenaza apagarse —dijo la señorita de Galais, y quiso sacar un leño del cofre. Pero Meaulnes se precipitó y puso él mismo la leña al fuego. Luego tomó la mano tendida de las muchacha y se quedaron ahí, de pie, uno ante otro, sofocados como por una gran noticia que no se podía decir. El viento corría con el ruido de un río desbordado. De cuando en cuando una gota de agua, en diagonal, como en la ventanilla de un tren, cruzaba el cristal. Entonces la muchacha se escapó. Abrió la puerta del pasillo y desapareció con una sonrisa misteriosa. Por un momento, 184
en la semioscuridad, Augustin se quedó solo. El tictac de un relojito hacía pensar en el comedor de Sainte-Agathe… Pensó sin duda; “Entonces, ésta es la casa que tanto he buscado, el pasillo en otro tiempo lleno de cuchicheos y de extraños pasadizos…” Fue en ese momento cuando debió oír —la señorita de Galais me dijo después haberlo oído también— el primer grito de Frantz, muy cerca de la casa. La muchacha, entonces, inútilmente le mostró las cosas maravillosas de que se había cargado: sus juguetes de niña, todas sus fotografías de pequeña; ella disfrazada, ella y Frantz en las rodillas de su madre, que era tan bella… Luego, todo lo que quedaba de sus trajecitos tan arreglados de otro tiempo. —Hasta el que llevaba, ves, por el tiempo en que pronto me ibas a conocer, en que llegabas, creo, a la escuela de SainteAgathe… Meaulnes ya no veía ni oía nada. Por un momento, sin embargo, fue invadido otra vez por el pensamiento de su extraordinaria e inimaginable felicidad… —Estás ahí —dijo sordamente, como si sólo el decirlo le diera vértigo—, pasas junto a la mesa y tu mano se posa un momento… —y después—: Mi madre también, cuando era joven, inclinaba así, ligeramente, el busto sobre el talle para hablarme… Y cuando se sentaba al piano… Entonces la señorita de Galais propuso tocar el piano antes de que llegara la noche. Pero estaba oscuro en ese rincón del salón y tuvieron que encender una vela. La pantalla rosa, en el rostro de la muchacha, aumentaba el rojo que le marcaba los pómulos y que denotaba una gran ansiedad. Allá lejos, en el borde del bosque, empecé a oír esa canción temblorosa que nos traía el viento, cortada pronto por el segundo grito de los dos locos, que se había acercado a nosotros entre los abetos. Mucho tiempo escuchó Meaulnes a la muchacha, mirando silenciosamente por una ventana. Varias veces se volvió hacia el dulce rostro lleno de debilidad y de angustia. Luego se acercó a Yvonne y, muy ligeramente, le puso la mano en el 185
hombro. Ella sintió pesar suavemente junto a su cuello esa caricia a la cual habría que haber sabido responder. —El día cae —dijo al fin él—. Voy a cerrar los postigos. Pero no dejes de tocar… ¿Qué pasó entonces en ese corazón oscuro y salvaje? Muchas veces me lo he preguntado, sin saberlo, hasta que fue demasiado tarde. ¿Remordimientos ignorados? ¿Nostalgias inexplicables? ¿Miedo de ver desvanecerse pronto entre sus manos esa felicidad inaudita que tenía tan sujeta? ¿Y, entonces, tentación terrible de tirar inmediatamente por tierra, enseguida, esa maravilla conquistada? Salió lenta, silenciosamente, tras haber mirado otra vez a su joven esposa. Lo vimos, desde el borde del bosque, cerrar primero un postigo con vacilación, luego mirar vagamente hacia nosotros, cerrar otro, y de pronto huir a toda velocidad en dirección a nosotros. Llegó a nuestro lado antes de que hubiéramos podido pensar en escondernos mejor. Nos observó cuando iba a franquear un pequeño seto recientemente plantado y que formaba el límite de un prado. Se apartó. Me acuerdo de su aire huraño, su aspecto de animal perseguido… Hizo ademán de volver sobre sus pasos para franquear el seto por el lado del arroyo. —¡Meaulnes! ¡Augustin…! —lo llamé—. Pero no volvió siquiera la cabeza. Entonces, convencido de que sólo eso podría retenerlo—: Frantz está ahí. ¡Párate! —grité. Se detuvo por fin. Jadeando y sin dejarme tiempo de preparar lo que pudiera decirle. —¡Está ahí! —dijo—. ¿Qué reclama? —Es muy desgraciado —respondí—. Venía a pedirte ayuda, para volver a encontrar lo que ha perdido. —¡Ah! —dijo, bajando la cabeza—. Me lo temía. Era inútil que tratara de hacer dormir ese pensamiento… Pero ¿dónde está? Cuéntame, aprisa. Dije que Frantz acababa de marcharse y que ciertamente ya no lo alcanzaría. Eso fue para Meaulnes una gran decepción. Vaciló, dio dos o tres pasos, se detuvo. Parecía en el colmo de la indecisión y la consternación. Le conté lo que en su nombre 186
había prometido yo al joven. Dije que lo había citado para dentro de un año en el mismo sitio. Augustin, tan tranquilo en general, ahora tenía un nerviosismo y una impaciencia extraordinarios. —¡Ah!, ¿por qué habrá hecho eso? —dijo—. Pero sí, sin duda, yo puedo salvarlo. Pero debe ser enseguida. Debo verlo, hablarle, pedirle perdón y repararlo todo… Si no, no puedo presentarme más ahí… Y se volvió hacia la casa de las Sablonnières. —Así —dije—, por una promesa infantil que le hiciste, estás a punto de destruir tu felicidad. —¡Ah!, ¡si sólo fuera esa promesa! —dijo. Y así supe que otra cosa unía a los dos jóvenes, pero sin poder adivinar qué. —En todo caso —dije—, ya no es tiempo de correr. Ya están en camino hacia Alemania. Iba a responder, cuando una figura desmelenada, azorada, se irguió entre nosotros. Era la señorita de Galais. Había debido correr, pues tenía la cara sudorosa. Había debido caerse y herirse, pues tenía la frente arañada encima del ojo derecho y sangre seca en el pelo. Me ha ocurrido, en los barrios de París, ver de repente, bajado a la calle, separado por agentes que intervienen en la batalla, un matrimonio al que se creía feliz, unido, honrado. El escándalo ha estallado de repente, no importa cuándo, en el instante de sentarse a la mesa, el domingo antes de salir, en el momento de felicitar al niño… y ahora todo está olvidado, asolado. El hombre y la mujer, en medio del tumulto, no son más que dos demonios lamentables y los niños llorando se arrojan contra ellos, los abrazan estrechamente, les suplican que se callen y no se peguen más. La señorita de Galais, cuando llegó junto a Meaulnes, me hizo pensar en uno de esos niños, en uno de esos pobres hijos enloquecidos. Creo que, aunque todos sus amigos, todo un pueblo, todo el mundo la hubiera mirado, ella habría acudido igual, habría caído de la misma manera, desmelenada, llorosa, sucia. 187
Pero cuando comprendió que Meaulnes estaba de veras allí, que, al menos esta vez, no la iba a abandonar, entonces le tomó el brazo bajo el suyo, y luego no pudo menos de reír, en medio de sus lágrimas, como un niñito. No dijeron nada ni el uno ni la otra. Pero, como ella había sacado el pañuelo, Meaulnes se lo quitó suavemente de las manos; con precaución y aplicadamente, limpió la sangre que manchaba el pelo de la muchacha. —Ahora, regresemos a casa —dijo. Y los dejé volver a los dos, en el hermoso viento grande del atardecer que les azotaba la cara, él, ayudándola con la mano en los pasos difíciles; ella, sonriendo y apresurándose, hacia su casa por un momento abandonada.
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Capítulo X
La “casa de Frantz”
Mal tranquilizado, presa de una sorda inquietud, que el feliz desenlace del tumulto de la víspera no había bastado para disipar, me hizo falta permanecer encerrado en la escuela durante todo el día siguiente. Inmediatamente después de la hora de “estudio” que sigue a la clase de la tarde, tomé el camino de las Sablonnières. Caía la noche cuando llegué a la avenida de los abetos que llevaba a la casa. Todos los postigos estaban ya cerrados. Temí ser inoportuno, presentándome a esa hora tardía, al día siguiente de una boda. Me quedé hasta muy tarde vagabundeando por el borde del jardín y en las tierras de los alrededores, esperando siempre ver salir a alguien de la casa cerrada… Pero perdí la esperanza. En la casa de los arrendatarios tampoco se movía nada. Y debí regresar a casa, acosado por las ideas más sombrías. Al día siguiente, sábado, las mismas incertidumbres. Por la tarde, tomé a toda prisa mi zamarra, mi bastón y un trozo de pan, para comer por el camino, y llegué, cuando ya caía la noche, para encontrarlo todo cerrado en las Sablonnières, como el día anterior… Un poco de luz en el primer piso; pero ningún ruido, ni un movimiento… Sin embargo, desde el corral de la casa de los arrendatarios vi esta vez la puerta de la granja abierta, el fuego encendido en la gran cocina, y oí el ruido habitual de voces y de pasos a la hora de la cena. Eso me tranquilizó sin informarme. No podía decir ni preguntar nada a 189
esa gente. Y volví otra vez a acechar, a esperar en vano, pensando siempre ver abrirse la puerta y surgir la alta silueta de Augustin. Fue sólo el domingo por la tarde cuando me decidí a llamar a la puerta de las Sablonnières. Mientras trepaba las laderas peladas, oía tocar a lo lejos las vísperas del domingo de invierno. Me sentía solitario y desolado. No sé qué triste presentimiento me invadía. Y sólo me sorprendí a medias cuando, a mi campanillazo, vi aparecer al señor de Galais, solo, hablándome en voz baja: Yvonne de Galais estaba en cama, con una fiebre violenta; Meaulnes había tenido que marcharse desde el viernes por la mañana para un largo viaje; no se sabía cuándo volvería… Y como el anciano, muy cohibido, muy triste, no me invitaba a entrar, me despedí enseguida de él. Al cerrarse la puerta, me quedé un momento en la escalinata, con el corazón apretado, en un absoluto desconcierto, mirando sin saber por qué una rama de glicina desecada que el viento mecía tristemente en un rayo de sol. Así que ese remordimiento secreto que llevaba Meaulnes desde su estancia en París había terminado por ser lo más fuerte. Había sido necesario que mi gran compañero escapase al fin a su felicidad tenaz… Todos los jueves y todos los domingos fui a pedir noticias de Yvonne de Galais, hasta el día en que, convaleciente al fin, me hizo rogar que entrase. La encontré sentada junto al fuego, en el salón cuya gran ventana baja daba a la tierra y a los bosques. No estaba tan pálida como la había imaginado, sino toda febril, al contrario, con vivas manchas rojas bajo los ojos, y en un estado de agitación extrema. Aunque pareciera aún muy débil, se había vestido como para salir. Hablaba poco, pero decía cada frase con una animación extraordinaria, como si hubiera querido persuadirse a sí misma de que la felicidad todavía no se había desvanecido… No recuerdo lo que dijimos. Sólo que llegué a preguntar con vacilaciones cuándo regresaría Meaulnes. —No sé cuándo volverá —respondió ella vivamente. 190
Había una súplica en sus ojos, y me guardé de preguntar más. A menudo, volví a verla, charlé con ella junto al fuego, en ese salón bajo adonde la noche llegaba antes que a cualquier otro sitio. Nunca me hablaba de ella misma ni de su pena escondida. Pero no se cansaba de hacerme contar con detalle nuestra vida de escolares en Sainte-Agathe. Escuchaba gravemente, con ternura, con un interés casi maternal, el relato de nuestras miserias de niños grandes. Nunca parecía sorprendida, ni aun de nuestras travesuras más audaces, más peligrosas. Esta ternura atenta, en la que se parecía al señor de Galais, no se había fatigado con las deplorables aventuras de su hermano. Lo único que lamentaba del pasado, pienso yo, era no haber sido para su hermano una confidente lo bastante íntima, porque, en el momento de su gran derrumbamiento, él no se había atrevido a decirle nada, como tampoco a otro, y se había juzgado perdido, sin remedio. Y había ahí, cuando lo pienso, una pesada tarea que había asumido la joven; tarea peligrosa, secundar a un espíritu tan locamente quimérico como el de su hermano; tarea abrumadora, puesto que se trataba de habérselas con ese corazón aventurero que era mi amigo, el gran Meaulnes. De esa fe que ella guardaba en los sueños infantiles de su hermano, de ese cuidado que aportaba al conservarle al menos migajas de ese sueño en que había vivido él hasta los veinte años, un día me dio la prueba más conmovedora, y casi diría que más misteriosa. Fue un atardecer de abril, desolado como un fin de otoño. Desde hacía cerca de un mes vivíamos en una dulce primavera prematura, y la joven había reanudado, en compañía del señor de Galais, los largos paseos que le gustaban. Pero ese día, encontrándose cansado el anciano y estando yo libre, ella me pidió que la acompañara, a pesar del tiempo amenazador. A más de media legua de las Sablonnières, bordeando el estanque, nos sorprendieron la tempestad, la lluvia y el granizo. Bajo el cobertizo donde nos habíamos refugiado contra la interminable tormenta, el viento nos helaba, de pie uno junto a 191
otro, pensativos ante el paisaje ennegrecido. La vuelvo a ver, en su dulce traje severo, toda pálida, toda atormentada. —Debemos regresar—decía ella—. Hemos salido hace mucho tiempo. ¿Qué ha podido pasar? Pero, para mi asombro, cuando nos fue posible al fin abandonar nuestro refugio, la joven, en lugar de volver a las Sablonnières, continuó camino y me pidió que la siguiera. Al cabo de mucho tiempo de caminar, llegamos ante una casa que yo no conocía, aislada al borde de un camino lleno de baches que debía ir a Préveranges. Era una casita burguesa, cubierta de pizarra, y que no se distinguía del tipo usual en ese país sino por su alejamiento y su aislamiento. Al ver a Yvonne de Galais, se habría dicho que esa casa nos pertenecía y que la habíamos abandonado durante un largo viaje. Abrió, inclinándose, una reja, y se apresuró a inspeccionar con inquietud el solitario lugar. Un gran terreno de hierba, adonde debían haber ido a jugar niños durante las largas y lentas tardes de invierno, estaba asolada por la tempestad. Un aro se hundía en un charco de agua. En los macizos donde los niños habían sembrado flores y guisantes, la gran lluvia no había dejado más que rastros de grava blanca. Y al fin descubrimos, agolpada contra el umbral de una de las mojadas puertas, toda una nidada de pollitos empapados por la tormenta. Casi todos habían muerto bajo las alas rígidas y las plumas ajadas de la madre. Ante ese espectáculo lamentable, la joven lanzó un grito ahogado. Se inclinó y, sin cuidarse del agua ni del fango, buscando los pollitos vivos entre los muertos, los envolvió en un pico de su abrigo. Luego entramos en la casa, cuya llave tenía ella. Cuatro puertas daban a un estrecho pasillo donde el viento se metió silbando. Yvonne de Galais abrió la primera a nuestra derecha y me hizo entrar en un cuarto sombrío, donde distinguí, tras un momento de vacilación, un gran espejo cubierto y una camita recubierta, al modo campesino, por un edredón de seda roja. En cuanto a ella, después de haber buscado un momento en el resto de la habitación, volvió, trayendo a la pollada enferma en un cesto forrado de plumón, que deslizó 192
cuidadosamente bajo el edredón. Y, mientras que un lánguido rayo de sol, el primero y el último del día, hacía más pálidos nuestros rostros y más oscura la caída de la noche, ¡allí estábamos, de pie, helados y atormentados, en la casa extraña! De instante en instante, iba a mirar el nido febril, a retirar otro pollito muerto para que no hiciera morir a los demás. Y cada vez nos parecía que algo, como un gran viento, por los cristales rotos del desván, como una pena misteriosa de niños desconocidos, se lamentara silenciosamente. —Aquí estaba —me dijo al fin mi acompañante— la casa de Frantz cuando era pequeño. Quiso una casa para él solo, lejos de todo el mundo, a la que pudiera ir a jugar, a divertirse y a vivir cuando le gustara. Mi padre había encontrado esa fantasía tan extraordinaria, tan divertida, que no se la había rehusado. Y cuando le parecía bien, un jueves, un domingo, no importaba cuándo, Frantz se marchaba a habitar en su casa como un hombre. Los niños de las granjas de alrededor venían a jugar con él, a ayudarlo a arreglar la casa, a trabajar en el jardín. ¡Era un juego maravilloso! Y al caer la noche, no tenía miedo de dormir solo. En cuanto a nosotros, lo admirábamos tanto que no pensábamos ni en estar inquietos. ”Ahora, y desde hace mucho —prosiguió ella con un suspiro—, la casa está vacía. El señor de Galais, afectado por la vejez y la pena, nunca ha hecho nada para encontrar ni volver a llamar a mi hermano. ¿Y qué podría intentar? ”Yo paso por aquí muy a menudo. Los campesinitos de los alrededores vienen a jugar en la hierba como en otros tiempos. Y me gusta imaginar que son los viejos amigos de Frantz; que él mismo es todavía un niño y que va a volver pronto con la novia que ha elegido. ”Esos niños me conocen mucho. Juego con ellos. Esta pollada era nuestra… Hizo falta esa tormenta y ese derrumbe infantil para que confiara toda esa gran pena sobre la que nunca había hablado, ese gran dolor de haber perdido a su hermano tan loco, tan encantador y tan admirado. Y yo la escuchaba sin responder, con el corazón lleno de sollozos… 193
Vueltas a cerrar las puertas y la verja, colocados otra vez los pollitos en la cabaña de tablas que había detrás de la casa, volvió a tomar tristemente mi brazo y yo la conduje otra vez… Pasaron semanas, meses. ¡Época pasada! ¡Felicidad perdida! A la que había sido el hada, la princesa y el amor misterioso de toda nuestra adolescencia, a mí me había correspondido darle el brazo y decirle lo necesario para endulzar su pena, mientras que mi compañero había huido. De esa época, de esas conversaciones, por la noche, después de la clase que yo daba en el cerro de Saint-Benoist-des-Champs, de esos paseos en que la única cosa de que hubiera hecho falta hablar era la única de que estábamos de acuerdo en callar, ¿qué podría decir ahora? No he guardado otro recuerdo que, medio borrado ya, el de un bello rostro enflaquecido, unos ojos cuyos párpados bajan lentamente mientras me miran, como para no ver ya más que un mundo interior. Y yo seguí siendo su fiel compañero —compañero en una espera de la cual ya no hablábamos— durante toda una primavera y un verano como no los volverá a haber. Varias veces volvimos, por la tarde, a la casa de Frantz. Ella abría las puertas para airearla, para que no estuviera nada enmohecido cuando volviera la joven pareja. Se ocupaba de las aves medio silvestres instaladas en el corral. Y, el jueves o el domingo, animábamos los juegos de los campesinitos de los alrededores, cuyos gritos y risas, en aquel lugar solitario, hacía parecer aún más desierta y más vacía la casita abandonada.
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Capítulo XI
Conversación bajo la lluvia
Agosto, época de vacaciones, me alejó de las Sablonnières y de la muchacha. Tuve que ir a pasar a Sainte-Agathe mis dos meses de vacaciones. Volví a ver el gran patio seco, el cobertizo, la clase vacía… Todo hablaba del gran Meaulnes. Todo estaba lleno de los recuerdos de nuestra adolescencia ya terminada. Durante esos largos días amarilleados, me encerraba como en otro tiempo, antes de la llegada de Meaulnes, en el gabinete de los archivos, en las aulas desiertas. Leía, escribía, recordaba… Mi padre estaba pescando lejos. Millie, en el salón, cosía o tocaba el piano como en otro tiempo. Y en el silencio absoluto de la clase, donde las coronas desgarradas de papel verde, los envoltorios en los libros de premio, las pizarras limpias con esponja, todo decía que el año había acabado; ya distribuidas las recompensas, todo esperaba el otoño, el retorno a clases en octubre y el nuevo esfuerzo; pensé igualmente que nuestra juventud había acabado y la felicidad estaba perdida; yo también esperaba el regreso a las Sablonnières y el retorno de Augustin, que quizá no volvería jamás… Había, sin embargo, una noticia feliz que anuncié a Millie cuando se decidió a interrogarme sobre la recién casada. Yo temía sus preguntas, su manera a la vez muy inocente y muy maligna de hundir a uno de repente en la turbación, poniendo el dedo en el pensamiento más secreto. Yo lo atajé todo, anunciando que la joven esposa de mi amigo Meaulnes sería madre en octubre. 195
Por mi parte, recordé el día en que Yvonne de Galais me dio a entender esa gran noticia. Hubo un silencio, por mi parte, una ligera cohibición de joven. Y dije enseguida, sin pensarlo, para disiparlo, pensando demasiado tarde en todo el drama que removía así: —¿Debe ser usted muy feliz? Pero ella, sin reservas mentales, sin lamentarlo, sin remordimientos ni rencor, había respondido con una hermosa sonrisa de felicidad: —Sí, muy feliz. Durante esa última semana de vacaciones, que en general es la más bella y la más romántica, semana de grandes lluvias, semana en que se empiezan a encender los fuegos, y que yo solía pasar cazando entre los abetos negros y mojados del VieuxNançay, hice mis preparativos para volver directamente a Saint-Benoist-des-Champs. Firmin, mi tía Julie y mis primas del Vieux-Nançay me hubieran hecho demasiadas preguntas a las que no quería contestar. Renuncié por esa vez a llevar por durante ocho días la vida embriagadora del cazador de campo y volví a mi casa de la escuela cuatro días antes de que se reanudaran las clases. Llegué antes del anochecer al patio ya alfombrado de hojas amarillas. Cuando partió el hombre del coche, deshice tristemente en el comedor sonoro y cerrado el paquete de provisiones que me había hecho mamá… Tras una ligera comida apresurada, impaciente, ansioso, me puse la zamarra y partí para un paseo febril que me llevó derecho hacia las Sablonnières. No quise introducirme allí como un intruso ya la primera noche de mi llegada. Sin embargo, más atrevido que en febrero, después de haber dado vueltas por todo el Dominio donde brillaba sólo la ventana de la joven, franqueé, tras la casa, la cerca del jardín y me senté en un banco, contra el seto, en la incipiente sombra, contento sencillamente de estar allí, muy cerca de lo que más me apasionaba y me inquietaba en el mundo. Llegaba la noche. Empezaba a caer una lluvia fina. Con la cabeza baja, miraba, sin pensarlo, mis zapatos que se mojaban poco a poco y brillaban con el agua. La sombra me rodeaba 196
lentamente y el frescor me invadía sin turbar mi ensueño. Tierna, tristemente, pensaba en los caminos fangosos de Sainte-Agathe, en esa misma noche de septiembre; imaginaba el sitio lleno de bruma, el mozo del carnicero que silba yendo a la bomba, el café iluminado, el alegre paso del coche, con su caparazón de paraguas abiertos, que llegaba antes de finalizar las vacaciones, a casa del tío Florentin… Y me decía tristemente: “Qué importa toda esa felicidad, puesto que Meaulnes, mi compañero, no puede estar ahí, ni su joven esposa…” Entonces fue cuando, levantando la cabeza, la vi a dos pasos de mí. Sus zapatos, en la arena, hacían un ruido ligero que yo había confundido con el de las gotas de agua en el seto. Llevaba por la cabeza y los hombros una gran pañoleta de lana negra, y la fina lluvia le espolvoreaba el pelo sobre la frente. Sin duda, desde su cuarto, me había observado por la ventana que daba al jardín. Y venía hacia mí. Así mi madre, en otros tiempos, se inquietaba y me buscaba para decir: “Hay que regresar”, pero habiendo tomado gusto a ese paseo bajo la lluvia y en la noche, decía sólo: “¡Te vas a enfriar!”, y se quedaba en mi compañía charlando largamente… Yvonne de Galais me tendió una mano ardiente, y, renunciando a hacerme entrar en las Sablonnières, se sentó en el banco musgoso y verdegris, en el sitio menos mojado, mientras que, de pie, apoyado con la rodilla en ese mismo banco, me inclinaba hacia ella para oírla. Ella empezó por reñirme por haber abreviado así mis vacaciones. —Hacía falta —respondí— que viniese cuanto antes para acompañarla. —Es verdad —dijo ella, en voz casi del todo baja, con un suspiro—, sigo sola. Augustin no ha vuelto. Tomando ese suspiro por una queja, un reproche ahogado, comencé a decir lentamente: —Tantas locuras en una cabeza tan noble. Quizá el gusto de las aventuras es más fuerte que todo… Pero la joven me interrumpió. Y fue en ese lugar, esa noche, donde, por primera y última vez, me habló de Meaulnes. 197
—No hable así —dijo suavemente—, François Seurel, amigo mío. Sólo nosotros…, sólo yo soy culpable. Piense en lo que hemos hecho… ”Le hemos dicho: ‘Aquí está la felicidad, aquí está lo que has buscado durante toda la juventud, ¡aquí está la muchacha que estaba en el final de todos tus sueños!’ ”El que empujábamos así por los hombros, ¡cómo no iba a sentirse invadido de vacilaciones, y luego de temor, y luego de espanto, y no iba a ceder a la tentación de escapar! —Yvonne —dije muy bajo—, usted sabe muy bien que usted era esa felicidad, esa muchacha. —¡Ah! —suspiró ella—. ¡Cómo he podido tener por un instante ese pensamiento orgulloso! Ese pensamiento es la causa de todo. ”Yo le decía a usted: ‘Quizá no pueda hacer yo nada por él’. Y en el fondo, pensaba: ‘Puesto que me ha buscado tanto y lo amo, no podré menos de hacer su felicidad’. Pero cuando lo vi junto a mí, con toda su fiebre, su inquietud, su remordimiento misterioso, comprendí que yo sólo era una pobre mujer como las demás. ”—No soy digno de ti —repetía él, cuando amaneció y se terminó nuestra noche de bodas. ”Y yo traté de consolarlo, de tranquilizarlo. Nada calmaba su angustia. Entonces dije: ‘Si es necesario que te vayas, si he llegado a ti en el momento en que nada podía hacerte feliz, si es preciso que me abandones algún tiempo para volver después tranquilo junto a mí, te pido que te vayas…’ En la sombra vi que había levantado los ojos hacia mí. Era como una confesión que me había hecho, y esperaba, ansiosamente, que la aprobara o la condenara. Pero, ¿qué podía hacer yo? Cierto que, en el fondo de mí, volví a ver al gran Meaulnes de otros tiempos, torpe y salvaje, que siempre se dejaba castigar antes que excusarse o pedir un permiso que sin vacilaciones le hubieran concedido. Sin duda habría hecho falta que Yvonne de Galais fuera violenta y, tomándole la cabeza entre las manos, le dijera: “¿Qué importa lo que hayas hecho? Te quiero; todos los hombres, ¿no son pecadores?” Sin duda se 198
había equivocado ella mucho, por generosidad, por espíritu de sacrificio, al lanzarlo así al camino de las aventuras… Pero ¡cómo podía yo desaprobar tanta bondad, tanto amor! Hubo un largo rato de silencio, durante el cual, turbados hasta el fondo del corazón, oíamos la fría lluvia gotear en los setos y bajo las ramas de los árboles. —Entonces, se marchó por la mañana —prosiguió—. Ya no nos separaba nada. Y me besó, sencillamente, como un marido que deja a su joven esposa antes de un largo viaje… Ella se levantaba. Tomé en la mía su mano febril, luego su brazo, y volvimos a subir por la alameda en la profunda oscuridad. —Sin embargo, ¿no le ha escrito nunca? —Nunca —respondió ella. Y, entonces, viniéndonos el pensamiento de la vida aventurera que a esas horas llevaba él por los caminos de Francia o de Alemania, empezamos a hablar de él como no lo habíamos hecho nunca. Detalles olvidados, impresiones antiguas nos volvían a la memoria, mientras que lentamente regresábamos a casa, haciendo a cada paso largas paradas para intercambiar mejor nuestros recuerdos… Durante mucho tiempo —hasta las barreras del jardín —, en la sombra, oí la preciosa voz baja de la joven; y yo, invadido de nuevo por mi viejo entusiamo, le hablaba sin cansarme, con una amistad profunda, del que nos había abandonado…
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Capítulo XII
La carga
Las clases debían empezar el lunes. El sábado por la tarde, hacia las cinco, una mujer del Dominio entró en el patio de la escuela donde yo estaba ocupado en aserrar leña para el invierno. Venía a anunciarme que había nacido una niña en las Sablonnières. El parto había sido difícil. A las nueve de la noche habían tenido que llamar a la comadrona de Préveranges. A medianoche, habían vuelto a enganchar para ir a buscar al médico de Vierzon. Éste había tenido que usar los hierros. La niña tenía la cabeza herida y gritaba mucho pero parecía muy viva. Yvonne de Galais estaba ahora muy abatida, pero había sufrido y resistido con una valentía extraordinaria. Dejé allí mi trabajo, corrí a ponerme otro abrigo y, contento en general con esas noticias, seguí a la buena mujer hasta las Sablonnières. Con precaución, con temor de que una de las dos heridas estuviera dormida, subí por la estrecha escalera de madera que conducía al primer piso. Y allí, el señor de Galais, con rostro fatigado pero feliz, me hizo entrar en el cuarto donde había instalado provisionalmente la cuna rodeada de cortinas. Yo nunca había entrado en una casa donde hubiera nacido ese mismo día un niñito. ¡Qué extraño y misterioso y bueno me parecía eso! Hacía una tarde tan buena —una verdadera tarde de verano— que el señor de Galais no había temido abrir la ventana que daba al patio. Acodado junto a mí en el alféizar de la ventana, me contaba, agotado y feliz, el drama de la 200
noche; y yo, escuchándolo, sentía oscuramente que alguien extraño estaba ahora con nosotros en el cuarto… Bajo las cortinas, “eso” se puso a gritar, un gritico agrio y prolongado… Entonces, el señor de Galais me dijo a media voz: —Esa herida en la cabeza es lo que la hace gritar —maquinalmente (se notaba que lo hacía desde por la mañana y que ya había tomado la costumbre), se puso a acunar el paquetico de cortinas. —Se ha reído ya —dijo—, y se agarra al dedo. Pero, ¿no la ha visto? —Abrió las cortinas y vi una carita roja e hinchada, un pequeño cráneo alargado y deformado por los hierros—. No es nada —dijo el señor de Galais—, el médico ha dicho que todo se arreglaría solo… Dele el dedo, se lo apretará. Yo descubría ahí como un mundo ignorado. Sentía mi corazón henchido de una alegría extraña que no conocía antes… El señor de Galais entreabrió con precaución la puerta del cuarto de la joven. No dormía. —Puede entrar —dijo. Ella estaba tendida, con el rostro febril, entre sus cabellos rubios esparcidos. Me tendió la mano sonriendo con un aire cansado. La felicité por su hija. Con voz un poco ronca, y con una dureza desacostumbrada —la dureza de quien vuelve del combate—, dijo sonriendo: —Sí, pero me la han echado a perder. Debí marcharme pronto para no fatigarla. Al día siguiente, domingo por la tarde, acudí con prisa casi gozosa a las Sablonnières. En la puerta, un letrero sujeto con alfileres detuvo el gesto que ya hacía yo: “Se ruega no llamar”. No adiviné de qué se trataba. Golpeé bastante fuerte. Oí en el interior unos pasos ahogados que acudían. Alguien desconocido —y que era el médico de Vierzon— me abrió. —Bueno, ¿qué pasa? —dije vivamente. —¡Chist, chist! —me respondió muy bajo, con aire irritado —. La niña ha estado a punto de morir esta noche. Y la madre está muy mal. Completamente desconcertado, lo seguí de puntillas hasta el primer piso. La niñita dormida en la cuna estaba muy pálida, 201
muy blanca, como un niño que ha nacido muerto. El médico pensaba salvarla. En cuanto a la madre, no afirmaba nada… Me dio largas explicaciones, como al único amigo de la familia. Habló de congestión pulmonar, de embolia. Vacilaba, no estaba seguro… El señor de Galais entró, espantosamente envejecido en dos días, azorado y tembloroso. Me llevó al cuarto sin saber muy bien lo que hacía. —Es necesario—me dijo muy bajo— que no se asuste; es preciso, ha dicho el médico, convencerla de que el asunto va bien. Con toda la sangre en la cara, Yvonne de Galais estaba acostada, con la cabeza echada hacia atrás igual que la víspera. Con las mejillas y la frente de un rojo sombrío, y los ojos agitados algunos momentos, como quien se ahoga, se defendía contra la muerte con una valentía y una dulzura indecibles. No podía hablar, pero me tendió su mano de fuego, con tanta amistad que estuve a punto de estallar en sollozos. —¡Bueno, bueno —dijo el señor de Galais muy fuerte, con una animación atroz, que parecía de locura—, ya ve que para estar enferma no tiene demasiada mala cara! Y yo no sabía qué responder, pero guardaba en la mía la mano horriblemente caliente de la joven moribunda… Quiso hacer un esfuerzo para decirme algo, preguntarme no sé qué; volvió los ojos hacia mí, luego hacia la ventana como para hacerme seña de irme afuera a buscar a “alguien”… Pero entonces la invadió una terrible crisis de ahogo; sus bellos ojos azules, que por un instante me habían llamado tan trágicamente, convulsionaron; las mejillas y la frente se le ennegrecieron, y se debatió suavemente, tratando de contener hasta el fin su espanto y su desesperación. Se precipitaron —el médico y las mujeres— con un balón de oxígeno, con servilletas, con frascos; mientras que el anciano, inclinado sobre ella, gritaba como si ella estuviera ya lejos de él, con su voz ruda y temblorosa: —No tengas miedo, Yvonne. No será nada. ¡No necesitas tener miedo! Luego la crisis se apaciguó. Pudo respirar un poco, pero continuó ahogándose a medias, con los ojos en blanco, la cabeza 202
echada hacia atrás, luchando siempre, pero incapaz, ni por un momento, de mirarme y hablarme, de salir del abismo donde ya se había hundido. Y como yo no servía para nada, tuve que decidirme a partir. Sin duda, me habría podido quedar un momento más; y al pensar eso me siento ahogado por un espantoso remordimiento. Pero ¿qué? Esperaba todavía. Me convencía de que todo no estaba tan cerca. Al llegar al borde del bosque de abetos, detrás de la casa, pensando en la mirada de la joven vuelta hacia la ventana, examiné con la atención de un centinela o de un cazador de hombres la profundidad de ese bosque por donde había venido Augustin en otro tiempo y por donde había huido el invierno pasado. ¡Ay! Nada se movió. Ni una sombra sospechosa; ni una rama. Pero, a la larga, allá lejos, hacia la avenida que venía de Préveranges, oí el sonido muy fino de una campanilla; pronto apareció en el recodo del sendero un niño con un casquete rojo y una blusa de escolar siguiendo a un sacerdote… Y me fui, devorando mis lágrimas. Al día siguiente empezaron otra vez las clases. A las siete, ya había dos o tres chiquillos en el patio. Vacilé largamente si bajar, si dejarme ver. Y cuando por fin aparecí, dando vuelta a la llave del aula enmohecida, ocurrió lo que más temía en el mundo: vi al mayor de los escolares separase del grupo que jugaba bajo el cobertizo y acercárseme. Venía a decirme que “la joven señora de las Sablonnières había muerto ayer al caer la noche”. Todo se mezcla para mí. Todo se confunde en ese dolor. Parece ahora que nunca más tendré el valor de volver a empezar la clase. Nada más atravesar el árido patio de la escuela es una fatiga que me va a romper las rodillas. Todo es penoso, todo es amargo, puesto que ella ha muerto. El mundo está vacío, las vacaciones se han terminado. Terminadas, las largas carreras perdidas en coche; terminada, la fiesta misteriosa… Todo vuelve a ser la pena que era. Digo a los chicos que no habrá clase esta mañana. Se van en grupitos a llevar esa noticia a los demás a través del campo. En cuanto a mí, tomo el sombrero negro y una chaqueta con trencilla, y me voy miserablemente hacia las Sablonnières… 203
¡Ya estoy delante de la casa que tanto habíamos buscado hace tres años! En esta casa ha muerto ayer noche Yvonne de Galais, la mujer de Augustin Meaulnes. Un extraño la tomaría por una capilla, de tanto silencio como se ha hecho desde ayer en este lugar desolado. Aquí está, pues, lo que nos reservaba esta hermosa mañana de retorno a clases, este pérfido sol de otoño que se desliza bajo las ramas. ¡Cómo lucharía yo contra esa espantosa rebelión, esta sofocante subida de lágrimas! Habíamos vuelto a encontrar a la bella muchacha. La habíamos conquistado. Era la mujer de mi compañero y yo la amaba con esa amistad profunda y secreta que no se dice nunca. La miraba y estaba contento como un niño. Quizá algún día me casaría con otra muchacha, y a ella sería la primera a la que habría confiado la gran noticia secreta… Cerca de la campanilla, en el ángulo de la puerta, han dejado el letrero de ayer. Ya han bajado el ataúd al vestíbulo. En el cuarto, la nodriza de la niña me recibe, me cuenta el final y entreabre suavemente la puerta… Aquí está. Ya no hay fiebre ni combates. Ya no hay enrojecimiento, ni espera. Sólo silencio, y, rodeado de guata, un duro rostro insensible y blanco, una frente muerta de donde salen los cabellos recios y duros. El señor de Galais, acurrucado en un rincón, volviéndonos la espalda, está en calcetines, sin zapatos, y hurga con una terrible obstinación en cajones en desorden, arrancados de un armario. De vez en vez, saca, con una crisis de sollozos que le sacude los hombros como una crisis de risa, una foto antigua, ya amarillenta, de su hija. El entierro es a mediodía. El médico teme la descomposición rápida que sigue a las embolias. Por eso el rostro, como todo el cuerpo, está rodeado de guata empapada en fenol. Terminado el arreglo —le han puesto su admirable traje de terciopelo azul oscuro, sembrado en algunos trozos de estrellitas de plata, pero ha hecho falta aplanar y arrugar las hermosa mangas jamón ahora pasadas de moda—, en el momento de hacer subir el ataúd, se han dado cuenta de que no podría dar la vuelta por el pasillo, demasiado estrecho. Haría falta, 204
con una cuerda, izarlo fuera de la ventana, y del mismo modo hacerlo bajar luego… Pero el señor de Galais, siempre inclinado sobre cosas viejas entre las cuales busca no se sabe qué recuerdos perdidos, interviene entonces con una vehemencia terrible. —Antes que eso —dice con voz cortada por las lágrimas y la cólera—, antes de dejar hacer una cosa tan espantosa, soy yo quien la tomaría y la bajaría en brazos… ¡Y lo haría así, a riesgo de caer de debilidad, a medio camino y derrumbarse con ella! Pero entonces yo me adelanto y tomo el único partido posible. Con ayuda del médico y de una mujer, pasando un brazo bajo la espalda de la muerta extendida, el otro bajo las piernas, la cargo sobre mi pecho. Sentada en mi brazo izquierdo, los hombros apoyados en mi brazo derecho, la cabeza colgante vuelta hacia mi barbilla, pesa terriblemente sobre mi corazón. Bajo lentamente, escalón por escalón, la larga escalera empinada, mientras que, abajo, lo preparan todo. Pronto tengo los brazos rotos por la fatiga. A cada escalón con ese peso en el pecho, estoy un poco más sin aliento. Agarrado al cuerpo inerte y pesado, bajo la cabeza hacia la cabeza de lo que me llevo, respiro fuertemente y sus cabellos rubios aspirados me entran en la boca, cabellos muertos que tienen un gusto de tierra. Ese gusto de tierra y de muerte, ese peso sobre el corazón, es todo lo que queda para mí de la gran aventura, y de ti, Yvonne de Galais, joven tan buscada, tan amada…
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Capítulo XIII
El cuaderno de tareas mensuales
En la casa llena de tristes recuerdos, donde unas mujeres, todo el día, mecían y consolaban a una niñita enferma, el viejo señor de Galais no tardó en caer en cama. Con los primeros fríos grandes del invierno se extinguió apaciblemente y no pude menos de verter lágrimas a la cabecera de ese anciano encantador, cuyo pensamiento indulgente y cuya fantasía aliada con la de su hijo habían sido la causa de toda nuestra aventura. Murió, muy felizmente, en una absoluta incomprensión de todo lo que había pasado, y, además, en un silencio casi absoluto. Como desde hacía tiempo ya no tenía ni parientes ni amigos en esa región de Francia, me instituyó por testamento su legatario universal hasta el retorno de Meaulnes, a quien yo debía dar cuenta de todo, si él volvía alguna vez… Y ahora era en las Sablonnières donde vivía yo. Ya no iba a Saint Benoist más que a dar la clase; salía por la mañana muy apurado, almorzaba a mediodía una comida preparada en el Dominio, que hacía calentar en la estufa, y volvía por la tarde apenas acabado el estudio. Así pude guardar junto a mí a la niña que cuidaban las mujeres de la granja. Sobre todo, aumentaba mis probabilidades de volver a encontrar a Augustin, si volvía un día a las Sablonnières. Por lo demás, no desesperaba de descubrir a la larga en los muebles, en los cajones de la casa, algún papel, algún indicio que me permitiese conocer en qué pasaba el tiempo, durante el largo silencio de los años precedentes, y quizá también de 206
entender las razones de su huída o, al menos, de volver a hallar su pista… Ya había inspeccionado vanamente no sé cuántas alacenas y armarios, abriendo en los cuartos de desahogo, una gran cantidad de antiguos paquetes de todas las formas, que tan pronto se encontraban llenos de envoltorios de viejas cartas y de fotografías amarillentas de la familia de Galais, como rebosantes de flores artificiales, de plumas, de penachos, y de pájaros pasados de moda. De esas cajas se escapaba no sé qué olor marchito, de perfume extinguido, que, de repente, despertaba en mí durante todo un día los recuerdos, las nostalgias, y detenía mis búsquedas… Un día de fiesta, finalmente, observé en el desván una vieja maletica larga y baja, forrada con piel de cerdo medio roída, que reconocí como la maleta de escolar de Augustin. Me reproché no haber empezado por ahí mis búsquedas. Hice saltar fácilmente la cerradura oxidada. El maletín estaba lleno hasta el borde de cuadernos y libros de Sainte-Agathe. Aritmética, literatura, cuadernos de problemas, ¿qué sé yo…? Con ternura más bien que por curiosidad, me puse a hurgar en todo eso, releyendo los dictados que todavía sabía de memoria, ¡de tantas veces como los habíamos copiado! ¡“El Acueducto”, de Rosseau, “Una aventura en Calabria”, de P. L. Courier, “Carta de George Sand a su hijo”…! Había también un cuaderno de tareas mensuales. Me sorprendió, pues esos cuadernos se quedaban en la escuela y los alumnos no se los llevaban nunca. Era un cuaderno verde, todo amarillo en los bordes. El nombre del alumno, “Augustin Meaulnes”, estaba escrito en la tapa en magnífica redondilla. Lo abrí. En la fecha de las tareas, abril 189…, reconocí que Meaulnes lo había comenzado pocos días antes de salir de Sainte-Agathe. Las primeras páginas estaban llevadas con el cuidado religioso que era de rigor cuando se trabajaba en ese cuaderno de redacciones. Pero no había más de tres páginas escritas, el resto estaba en blanco y por eso se lo había llevado Meaulnes. Reflexionando, arrodillado en el suelo, sobre esas costumbres, esas reglas pueriles que tanto sitio habían ocupado en 207
nuestra adolescencia, hacía pasar bajo el pulgar el borde de las páginas del cuaderno inacabado. Y así, descubrí otras hojas escritas. Después de cuatro páginas dejadas en blanco, se había empezado otra vez a escribir. Seguía siendo la escritura de Meaulnes, pero rápida, mal formada, apenas legible; pequeños párrafos de anchuras desiguales, separados por líneas blancas. A veces era sólo una frase incompleta. A veces, una fecha. Desde la primera línea, me pareció que allí podía haber informaciones sobre la vida pasada de Meaulnes en París, indicios sobra la pista que yo buscaba, y bajé al comedor para recorrer con tranquilidad, a la luz del día, el extraño documento. Hacía un día de invierno claro y agitado. Tan pronto el vivo sol dibujaba las cruces de los cristales sobre las cortinas blancas de las ventanas, como un viento brusco lanzaba a los cristales un chaparrón helado. Y delante de esa ventana, junto al fuego, leía esas líneas que me explicaron tantas cosas y cuya copia exacta reproduzco aquí.
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Capítulo XIV
El secreto
He pasado otra vez bajo la ventana. El cristal está siempre polvoriento y blanqueado por la doble cortina de detrás. Si la abriera Yvonne de Galais, no tendría nada que decirle, porque se ha casado… ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo vivir…? Sábado, 13 de febrero. He encontrado, en el muelle, a esa muchacha que me había informado en junio, que esperaba como yo, delante de la casa cerrada… Le hablé. Mientras ella caminaba, miraba yo de lado los ligeros defectos de su rostro, una arruguita en la comisura de sus labios, un poco de caída en las mejillas, y los polvos acumulados en las aletas de la nariz. Se volvió de repente y mirándome cara a cara, quizá porque es más bella de frente que de perfil, me dijo con voz breve: “Me divierte mucho usted. Me recuerda a un joven que me hacía la corte en otros tiempos en Bourges. Incluso, era mi novio…” Sin embargo, en plena noche, en la acera desierta y mojada que reflejaba el fulgor de un farol de gas, se me acercó de repente para pedirme que la llevara esa noche al teatro con su hermana. Por primera vez noto que está vestida de luto, con un sombrero de señora demasiado viejo para su rostro joven, un alto paraguas fino, parecido a un bastón. Y cuando estoy muy cerca de ella, cuando hago un gesto, mis uñas arañan el crespón de su blusa… Pongo dificultades para conceder lo que ella pide. Irritada, quiere marcharse enseguida. Y soy yo, ahora, quien
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la retiene y ruega. Entonces un obrero que pasa en la oscuridad bromea a media voz: “¡No vayas, pequeña, que te hará daño!” Nos hemos quedado los dos cohibidos. En el teatro. Las dos muchachas, mi amiga, que se llama Valentine Blondeau, y su hermana, han llegado con unas pobres mantillas. Valentine se ha colocado delante de mí. A cada instante se vuelve, inquieta, como preguntándose qué quiero. Y yo me siento casi feliz cerca de ella; le respondo cada vez con una sonrisa. Alrededor de nosotros, había mujeres muy descotadas. Y bromeábamos. Ella sonreía al principio, y luego dijo: “No debo reírme. Yo también estoy demasiado descotada”. Y se ha envuelto en su mantilla. En efecto, bajo el cuadrado de encaje negro, se veía que, en su prisa por cambiarse de vestimenta, se había bajado la parte alta de su sencilla camisa que sobresalía. Hay en ella no sé qué de pobre y de pueril; hay en su mirada no sé qué aire sufrido y azaroso que me atrae. Cerca de ella, el único ser en el mundo que haya podido informarme sobre la gente del Dominio, no dejo de pensar en mi extraña aventura de otro tiempo… Quise interrogarla de nuevo en el pequeño hotel del bulevar… Pero ella, a su vez, me hizo preguntas tan incómodas que no supe qué contestar. Siento que desde ahora, los dos seremos mudos sobre ese tema. Y sin embargo sé que volveré a verla. ¿Para qué? ¿Y por qué…? ¿Estoy condenado ahora a seguir la pista a todo ser que lleve en sí el más vago, el más lejano regusto de mi aventura fracasada…? A medianoche, solo, en la calle desierta, me pregunto: ¿qué quiere de mí esta nueva y extraña historia? Camino a lo largo de casas parecidas a cajas de cartón alineadas, donde duerme todo un pueblo. Y me acuerdo de repente de una decisión que había tomado yo el mes pasado: había decidido ir allá en plena noche, hacia la una de la madrugada, rondar el edificio, abrir la puerta del jardín, entrar como un ladrón y buscar un indicio cualquiera que me permitiera volver a hallar el Dominio perdido, para volver a verla, solamente volver a verla… Pero estoy fatigado. Tengo hambre. Yo también me he apresurado a cambiar de traje, antes del teatro, y no he cenado… Agitado, 210
inquieto, sin embargo, me quedo sentado mucho tiempo en el borde de la cama, antes de acostarme, presa de un vago remordimiento. ¿Por qué? Noto también esto: no han querido ni que las acompañase ni decirme dónde vivían ellas. Pero las he seguido tanto tiempo como he podido. Sé que viven en una callecita que da la vuelta cerca de Notre-Dame. Pero ¿en qué número…? He adivinado que eran costureras o modistas. Escondiéndose de su hermana, Valentine me dio cita para el jueves, a las cuatro, delante del mismo teatro a donde hemos ido. —Si no estuviera allí el jueves —dijo—, vuelva el viernes a la misma hora, y luego el sábado, y así sucesivamente, todos los días. Jueves 18 de febrero. He ido a esperarla en el gran viento que lleva lluvia. Se decía uno a cada instante: “Acabará por llover…” Camino en la semioscuridad de las calles, con un peso en el corazón. Cae una gota de agua. Temo que llueva, un chaparrón puede impedirle venir. Pero el viento vuelve a soplar y la lluvia no cae todavía esta vez. Allá arriba, en la tarde gris del cielo —unas veces gris y otras veces deslumbrante— una gran nube ha tenido que ceder al viento. Y estoy aquí, agazapado en una espera miserable… Ante el teatro. Al cabo de un cuarto de hora estoy seguro de que ella no vendrá. Desde la acera donde estoy, observo a lo lejos, por el puente por donde habría debido venir ella, el desfile de gente que pasa. Acompaño con la mirada a todas las jóvenes de luto que veo venir y siento casi agradecimiento hacia aquellas que, durante más tiempo y hasta más cerca de mí, se le han parecido y me han hecho esperar… Una hora de espera. Estoy cansado. A la caída de la noche, un guardia arrastra a la comisaría cercana a un granuja que, con voz ahogada, le lanza todas las injurias y todas las basuras que sabe. El agente está furioso, pálido, mudo… Desde el pasillo ya empieza a pegar, luego cierra la puerta detrás de ellos para 211
dar una paliza a su gusto al miserable… Me viene el espantoso pensamiento de que he renunciado al paraíso y voy a marcar el paso a las puertas del infierno. Cansado de la lucha, abandono el lugar y alcanzo esa estrecha calle baja, ente el Sena y Notre-Dame, donde casi conozco el sitio de su casa. Solo, voy y vengo. De cuando en cuando, una criada o un ama de casa sale bajo la llovizna a hacer sus compras antes de la noche… No hay nada aquí para mí, y me voy… Vuelvo a pasar, en la lluvia clara que retrasa la noche, al sitio donde debíamos esperarnos. Hay más gente que antes, una multitud negra… Suposiciones — Desesperación — Fatiga. Me aferro a esa idea: mañana. Mañana, a la misma hora, en este mismo sitio, volveré para esperarla. Y tengo mucha prisa de que llegue mañana. Con aburrimiento imagino la noche de hoy y luego la mañana de mañana, que voy a pasar ocioso… Pero ¿no ha terminado ya casi este día? De regreso a casa, junto al fuego, oigo pregonar los diarios de la tarde. Sin duda, desde su casa perdida en algún sitio de la ciudad, cerca de Notre-Dame, ella también los oye. Ella…, quiero decir, Valentine. Esta noche que yo habría querido escamotear me pesa extrañamente. Mientras avanza la hora y el día va a terminar pronto, y ya lo querría terminado, hay hombres que le han confiado toda su esperanza, todo su amor y sus íntimas fuerzas. Hay hombres agonizantes, otros que esperan el cumplimiento de un plazo, y que querrían que no fuera nunca mañana. Hay otros para quienes mañana surgirá como un remordimiento. Otros que estan cansados, y esta noche nunca será bastante larga como para darles todo el descanso que necesitarán. Y yo, yo que he perdido mi día, ¿con qué derecho me atrevo a llamarlo mañana? Viernes por la noche. Había pensado escribir a continuación: “No la he vuelto a ver”. Y todo se habría acabado. Pero al llegar esta tarde, a las cuatro, a la esquina del teatro, ahí está. Fina y grave, vestida de negro, pero con polvos en la cara y un cuello blanco que le da el aire de un pierrot culpable. Un aire a la vez doloroso y malicioso. Es para decirme que quiere dejarme enseguida, que no vendrá más. 212
Y, sin embargo, al caer la noche, allí estamos todavía los dos, caminando lentamente uno junto a otro, por la arena de las Tullerías. Me cuenta su historia, pero de una manera tan enredada que la entiendo mal. Dice: “Mi amante”, hablando de ese novio con el que no se casó. Lo hace adrede, pienso, para escandalizarme y para que no me sienta unido a ella. Hay frases suyas que transcribo de mala gana: “No tenga ninguna confianza en mí —dice—, nunca he hecho más que locuras”. “He corrido caminos muy sola”. “He desesperado a mi novio. Lo abandoné porque me admiraba demasiado; no me veía más que en imaginación y no tal como yo era. Ahora bien, estoy llena de defectos. Habríamos sido muy desgraciados”. A cada momento, la sorprendo haciéndose peor de lo que es. Pienso que quiere probarse a sí misma que tuvo razón en otro tiempo de hacer la tontería de que habla, que no tiene nada que lamentar y no era digna de la felicidad que se le ofrecía. Otra vez: “Lo que me gusta en usted —me dijo mirándome lentamente—, lo que me gusta en usted, no puedo saber por qué, son mis recuerdos…” Otra vez: “Lo sigo queriendo —decía—, más de lo que usted se imagina”. Y luego, de repente, brusca, brutal, tristemente: “En fin, ¿qué quiere usted? ¿Usted también me ama? ¿Usted también va a pedir mi mano…? Balbuceé. No sé lo que contesté. Quizá dije: “Sí”.
Esta especie de diario se interrumpía ahí. Comenzaban entonces los borradores de cartas ilegibles, informes, tachadas. ¡Precario noviazgo…! La muchacha, a ruegos de Meaulnes, había abandonado su oficio. Él se había ocupado de los preparativos de la boda. Pero, sin cesar, invadido otra vez por el deseo de seguir buscando, de volver a partir tras las huellas de su amor perdido, sin duda había debido desaparecer varias veces; y en esas cartas, con trágico cohibimiento, trataba de justificarse ante Valentine. 213
Capítulo XV
El secreto (continuación)
Luego continuaba el diario. Había anotado recuerdos de un viaje que habían hecho al campo los dos, no sé dónde. Pero, cosa extraña, a partir de ese instante, quizá por un sentimiento de pudor secreto, el diario estaba redactado de manera tan entrecortada, tan informe, y también garrapateado tan apresuradamente, que debí tomarlo por mi cuenta y reconstruir toda esa parte de su historia. 14 de junio. Cuando se despertó muy de mañana en el cuarto del hotel, el sol ya había iluminado los dibujos rojos de la cortina negra. Trabajadores agrícolas, en la sala de abajo, hablaban fuerte tomando el café de la mañana; se indignaban, con frases rudas y tranquilas, contra uno de sus patronos. Desde hacía tiempo, sin duda, Meaulnes oía en su sueño ese ruido en calma, pues al principio no se fijó en absoluto. Esa cortina sembrada de racimos enrojecidos por el sol, esas voces matinales subiendo al cuarto silencioso, todo eso se fundía en la impresión única de un despertar en el campo, al comienzo de las deliciosas vacaciones de verano. Se levantó, golpeó suavemente en la puerta vecina, sin obtener respuesta, y la entreabrió sin ruido. Entonces observó a Valentine y comprendió de dónde le venía tanta felicidad apacible. Ella dormía, absolutamente inmóvil y silenciosa, sin que se le oyera respirar, como debe dormir un pájaro. Mucho tiempo miró ese rostro de niña de ojos cerrados, ese rostro tan quieto que se habría deseado no despertar ni molestar nunca. 214
Ella, para mostrar que no dormía, no hizo más movimiento que abrir los ojos y mirar. Cuando estuvo vestida, Meaulnes volvió junto a la muchacha. —Estamos retrasados —dijo ella. Y fue enseguida como un ama de casa en su hogar. Puso orden en los cuartos, cepilló el traje que Meaulnes había llevado el día antes, y cuando llegó al pantalón se quedó desolada. Los bajos de las piernas estaban cubiertos de un barro espeso. Vaciló y luego, cuidadosamente, con precaución, antes de cepillarlo, comenzó por raspar el primer espesor de tierra con un cuchillo. —Así es —dijo Meaulnes— como hacían los chicos de SainteAgathe cuando se habían metido en el barro. —A mí, mi madre me lo enseñó —dijo Valentine.
Y tal era la compañera que debía desear, antes de su aventura misteriosa, ese cazador y campesino que era el gran Meaulnes. 15 de junio. En esa cena, en la granja, donde, gracias a los amigos que les habían presentado como marido y mujer, fueron invitados, para su gran disgusto, ella se mostró tímida como una recién casada. Habían encendido las velas de dos candelabros, en cada extremo de la mesa cubierta de tela blanca, como en una apacible boda de campo. Los rostros, cuando se inclinaban, bajo esa débil claridad, se hundían en la sombra. A la derecha de Patrice (el hijo del granjero) estaba Valentine, y luego Meaulnes, que permaneció taciturno hasta el fin, aunque casi siempre se dirigieran a él. Desde cuando había decidido, en esa aldea perdida, para evitar los comentarios, hacer pasar a Valentine por su mujer, un mismo dolor, un mismo remordimiento lo desolaban. Y mientras que Patrice, a la manera de un caballero del campo, dirigía la cena: “Soy yo —pensaba Meaulnes— quien debería, esta noche, en una sala baja como ésta, una bella sala que conozco muy bien, presidir el banquete de mi boda”. Cerca de él, Valentine rehusaba tímidamente todo lo que le ofrecían. Se hubiera dicho una joven campesina. A cada nuevo intento, ella miraba a su amigo y parecía querer refugiarse en él. Desde hacía tiempo, Patrice insistía en vano para que ella 215
vaciara su vaso, hasta que por fin Meaulnes se inclinó hacia ella y le dijo suavemente: —Hay que beber, mi pequeña Valentine. Entonces, dócilmente, ella bebió. Y Patrice felicitó sonriendo al joven por tener una mujer tan obediente. Pero los dos, Valentine y Meaulnes, permanecían silenciosos y pensativos. Estaban cansados, ante todo; sus pies hundidos en el barro durante el paseo, estaban helados, en las baldosas lavadas de la cocina. Y además, de cuando en cuando, el joven estaba obligado a decir: —Mi mujer, Valentine, mi mujer… Y cada vez, pronunciando sordamente esa palabra, ante esos campesinos desconocidos, en una sala oscura, tenía la impresión de cometer una falta. 17 de junio. La tarde de ese último día empezó mal. Patrice y su mujer los acompañaron en el paseo. Poco a poco, en la pendiente desigual cubierta de brezo, las dos parejas se encontraron separadas. Meaulnes y Valentine se sentaron entre los enebros, en un bosquecito. El viento traía gotas de lluvia y la temperatura estaba baja. El atardecer tenía un sabor amargo, parecía el sabor de un hastío tal que ni el amor mismo podía distraer. Mucho tiempo permanecieron allí, en su escondite, abrigados bajo las ramas, hablando poco. Luego el tiempo se aclaró. Hizo buen tiempo. Creyeron que, ahora, todo iría bien. Comenzaron a hablar de amor. Valentine hablaba, hablaba… —Esto es —decía— lo que me prometía mi novio, como un niño que era, enseguida tendríamos una casa, como una choza perdida en el campo. Estaba completamente preparada, decía. Llegaríamos como de regreso de un gran viaje, el anochecer de nuestra boda, hacia esta hora que está cercana a la noche. Y por los caminos, en el corral, escondidos en los bosques, niños desconocidos nos festejarían, gritando: “¡Viva la novia…!” ¡Qué locuras! ¿No es verdad? Meaulnes, cortado, preocupado, la escuchaba. Volvía a hallar, en todo eso, como el eco de una voz ya oída. Y también había, 216
en el tono de la muchacha al contar esa historia, un vago remordimiento. Pero ella tuvo miedo de haberlo herido. Se volvió hacia él con impulso, con dulzura. —A ti —dijo— te quiero dar todo lo que tengo, algo que haya sido para mí más precioso que todo… ¡y lo quemarás! Entonces, mirándolo fijamente, con aire ansioso, sacó del bolsillo un paquetico de cartas que le tendió, las cartas de su novio. ¡Ah!, enseguida él reconoció la fina escritura. ¡Cómo no había pensado nunca en eso! Era la letra de Frantz, el cómico, que vio en otro tiempo en el desesperado mensaje dejado en el cuarto del Dominio… Ahora caminaban por un caminito estrecho entre los girasoles y el heno iluminado oblicuamente por el sol de las cinco. Tan grande era su estupor, que Meaulnes todavía no comprendía qué desastre significaba para él todo eso. Leía porque ella le había pedido que leyera. Frases infantiles, sentimentales, patéticas… Ésta, en la última carta: ¡Ah!, has perdido el corazoncito, imperdonable, pequeña Valentine. ¿Qué nos va a pasar? En fin, no soy supersticioso… Meaulnes leía, medio cegado de remordimiento y de cólera, con el rostro inmóvil, pero muy pálido, con estremecimientos bajo los ojos. Valentine, inquieta al verlo así, miró por dónde iba y qué lo trastornaba así. —Es —explicó muy de prisa— una joya que me había dado, haciéndome jurar que la guardaría siempre. Eran sus ideas locas. Pero eso no hizo más que exasperar a Meaulnes. —¡Locas! —dijo, metiéndose las cartas en el bolsillo—. ¿Por qué repetir esa palabra? ¿Por qué no haber querido nunca creer en él? ¡Yo lo he conocido, y era el muchacho más maravilloso del mundo! —¡Tú lo has conocido! —dijo ella, en el colmo de la emoción—, ¿has conocido a Frantz de Galais? —Era mi mejor amigo, era mi hermano de aventuras, ¡y resulta que le he quitado su novia! ”¡Ah! —prosiguió con furia—, ¡qué daño nos has hecho, tú que no has querido creer en nada! Tú eres la causa de todo. ¡Lo has echado todo a perder, todo! 217
Ella le quiso hablar, tomarle la mano, pero él la rechazó brutalmente. —Vete. Déjame. —Pues, bueno, si es así —dijo ella, con el rostro encendido, tartamudeando y medio llorosa—, me marcharé, en efecto. Volveré a Bourges, a nuestra casa, con mi hermana. Y si no vuelves a buscarme, ¿sabes, no, que mi padre es demasiado pobre para mantenerme?, ¡pues bueno!, volveré a marcharme a París, iré por los caminos como ya he hecho otra vez, sin duda llegaré a ser una chica perdida, yo, que ya no tengo oficio. Y se fue a buscar su equipaje para tomar el tren, mientras que Meaulnes, sin mirarla marchar siquiera, seguía caminando al azar.
El diario se interrumpía de nuevo. Seguían aún borradores de cartas, cartas de un hombre indeciso, extraviado. De regreso a La Ferté-d´Angillon, Meaulnes escribía a Valentine, en apariencia para confirmarle su decisión de no volver a verla nunca y darle sus razones precisas; pero, en realidad, quizá para que ella le respondiera. En una de esas cartas, le preguntaba lo que, en su desconcierto, ni siquiera había pensado en preguntarle ante todo: ¿Sabía ella dónde se encontraba el Dominio tan buscado? En otra, le suplicaba que se reconciliara con Frantz de Galais. Él mismo se encargaría de volver a hallarlo… No todas las cartas cuyos borradores veía yo debían haber sido enviadas. Pero debió de escribir dos o tres veces, sin obtener jamás respuesta. Había sido para él un período de combates espantosos y miserables, en un absoluto aislamiento. Como la esperanza de volver a ver a Yvonne de Galais alguna vez se había desvanecido por completo, había debido sentir debilitarse poco a poco su gran resolución. Y por las páginas que vienen a continuación —las últimas de su diario—, imagino que, una hermosa mañana, debió alquilar una bicicleta para ir a Bourges, a visitar la catedral. Había partido a primera hora, por el hermoso camino recto entre los bosques, inventando mientras tanto mil pretextos para presentarse dignamente, sin pedir una reconciliación ante aquella a quien había alejado. Las cuatro últimas páginas que he podido reconstruir contaban ese viaje y esa última falta… 218
Capítulo XVI
El secreto (fin)
25 de agosto. Desde el otro lado de Bourges, en el extremo de los nuevos arrabales, descubrió, después de haber buscado mucho tiempo, la casa de Valentine Blondeau. Una mujer —la madre de Valentine—, en el hueco de la puerta, parecía esperarla. Era una buena figura de ama de casa, pesada, ajada, pero todavía bella. Lo miraba venir con curiosidad, y cuando él preguntó “si las señoritas Blondeau estaban ahí”, le explicó suavemente, con benevolencia, que habían vuelto a París desde el 15 de agosto. —Me han prohibido decir a dónde iban —añadió—, pero escribiendo a su antigua dirección les remitirán las cartas. Él pensaba, volviendo sobre sus pasos, con la bicicleta de la mano: “Se ha marchado… Todo ha terminado como yo quise… Soy yo quien la ha forzado a eso. Sin duda llegará a ser una chica perdida”, decía. “¡Y soy yo quien la ha lanzado a eso! ¡Soy yo quien ha echado a perder a la novia de Frantz!” Y por lo bajo se repetía con locura: “¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!”, con la certidumbre de que era en realidad “tanto peor”, por el contrario, y que, ante los ojos de esa mujer, antes de llegar a la verja, iba a tropezar con los pies y caer de rodillas. No pensó en almorzar y se detuvo en un café donde escribió largamente a Valentine, solo por no gritar, por liberarse del grito desesperado que lo ahogaba. Su carta repetía indefinidamente: “¡Tú has podido! ¡Tú has podido…! ¡Tú has podido resignarte a eso! ¡Has podido perderte así!” 219
Junto a él bebían unos oficiales. Uno de ellos contaba ruidosamente una historia de mujeres que se oía a jirones: “…Yo le dije… Debe conocerme usted muy bien… ¡Todas las tardes juego una partida con su marido!” Los demás se reían y, volviendo la cabeza, escupían detrás de las banquetas. Macilento y polvoriento, Meaulnes los miraba como un mendigo. Los imaginó teniendo a Valentine en las rodillas.
Mucho tiempo erró en bicicleta alrededor de la catedral, diciéndose oscuramente: “Al fin y al cabo, he venido por la catedral”. En el extremo de todas las calles, en la plaza desierta, se veía elevarse, enorme e indiferente. Estas calles eran estrechas y sucias como las callejuelas que rodean las iglesias de pueblo. Acá y allá había la muestra de alguna casa equívoca, un farol rojo… Meaulnes sentía su dolor perdido en ese barrio sucio, vicioso, refugiado, como en épocas antiguas, bajo los arbotantes de la catedral. Le venía un temor de campesino, una repulsión hacia esa iglesia de la ciudad, donde todos los vicios están esculpidos en escondrijos, que se ha edificado entre los malos lugares y que no tiene remedio para los más puros dolores de amor. Pasaron dos muchachas, abrazadas por la cintura y mirándolo descaradamente. Por asco o por juego, para vengarse de su amor o para echarlo a perder, Meaulnes las siguió lentamente en bicicleta y una de ellas, una miserable muchacha cuyos escasos cabellos rubios estaban sujetos hacia atrás por un moño falso, le dio cita a las seis en el jardín del Arzobispo, el jardín donde Frantz, en una de sus cartas, daba cita a la pobre Valentine. No dijo que no, sabiendo que a esa hora habría abandonado la ciudad hacía tiempo. Y desde su ventana baja, en la calle en pendiente, ella se quedó mucho tiempo haciéndole signos vagos. Tenía prisa por reanudar su camino. Antes de marcharse, no pudo resistir al sombrío deseo de pasar por última vez delante de la casa de Valentine. Miró todo lo que pudo, haciendo así provisión de tristeza. Era una de las últimas casas del arrabal y la calle se convertía en camino a 220
partir de ahí… Enfrente, una especie de terreno vago formaba como una pequeña plaza. No había nadie en las ventanas, ni en el terreno de delante, ni en ninguna parte. Sola, a lo largo de una pared, arrastrando dos chiquillos andrajosos, pasó una sucia muchacha empolvada. Allí se había desarrollado la infancia de Valentine, allí había comenzado a mirar el mundo con sus ojos confiados y juiciosos. Había trabajado y cosido detrás de esas ventanas. Y Frantz había pasado para verla, para sonreírle, por esa calle de arrabal. Pero ahora ya no había nada, nada… El triste atardecer duraba y Meaulnes sólo sabía que, en alguna parte, perdida, durante esa misma tarde, Valentine miraba pasar en su recuerdo ese lugar sombrío adonde nunca vendría más. El largo viaje que le quedaba por hacer para volver a casa debía ser el último recurso contra su pena, su última distracción forzosa antes de hundirse en él todo entero. Partió. En los alrededores del camino, en el valle, deliciosas casas de campesinos, entre los árboles, al borde del agua, mostraban sus aguilones puntiagudos guarnecidos de celosías verdes. Sin duda, allí, en los céspedes, muchachas atentas hablaban de amor. Se imaginaba uno allí unas almas, unas bellas almas… Pero para Meaulnes, en ese momento, no existía más que un solo amor, ese amor mal satisfecho al que acababa de abofetear tan cruelmente, y la única muchacha entre todas a quien hubiera debido proteger, salvaguardar, era justamente la que acababa él de enviar a su perdición. Algunas líneas apresuradas del diario me indicaban todavía que había formado el proyecto de volver a hallar a Valentine, costara lo que costara, antes de que fuese tarde. Una fecha, en un rincón de una página, me hacía creer que ése era el largo viaje para el cual la señora Meaulnes hacía preparativos cuando llegué a La Ferté-d´Angillon para estropearlo todo. En la alcaldía abandonada, Meaulnes anotaba sus recuerdos y sus proyectos una hermosa mañana de fines de agosto —cuando 221
empujé la puerta y le traje la gran noticia que él ya no esperaba—. Había vuelto a quedar dominado, inmovilizado, por su antigua aventura, sin atreverse a hacer nada ni a confesar nada. Entonces habían comenzado los remordimientos, el dolor y la pena, unas veces sofocados, otras veces triunfantes, hasta el día de la boda, cuando el grito del cómico entre los abetos le había recordado teatralmente su primer juramento de joven. En ese mismo cuaderno de tareas mensuales, todavía había garrapateado unas palabras apresuradas, en el amanecer, antes de abandonar con su permiso —pero para siempre— a Yvonne de Galais, su esposa, desde el día antes: Me marcho. Hace falta que vuelva a hallar la pista de los dos cómicos que vinieron ayer al bosquecito de abetos y se marcharon hacia el este en bicicleta. Sólo volveré junto a Yvonne si puedo traer conmigo e instalar en la “casa de Frantz” a Frantz y a Valentine casados. Este manuscrito, que había comenzado como un diario secreto y que ha llegado a ser mi confesión, será, si no vuelvo, propiedad de mi amigo François Seurel. Había debido de deslizar el cuaderno apresuradamente bajo los demás, cerrar con llave su antigua maletica de estudiante, y desaparecer.
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Epílogo
Pasó el tiempo. Perdía la esperanza de volver a ver a mi compañero, y sombríos días se deslizaban por la escuela campesina, tristes días por la casa desierta. Frantz no vino a la cita que le había dado, y, por otra parte, mi tía Moinel ya no sabía desde hacía mucho tiempo dónde vivía Valentine. La única alegría de las Sablonnières fue pronto la niñita que se había podido salvar. A fines de septiembre, se anunciaba incluso como una niña sólida y alegre. Iba a cumplir un año. Agarrada a los palos de las sillas, las empujaba ella sola, tratando de andar sin cuidarse de las caídas, y hacía un estrépito que despertaba largamente los ecos sordos de la casa abandonada. Cuando yo la tenía en brazos, no consentía nunca que le diera un beso. Tenía un modo salvaje y encantador al mismo tiempo de agitarse y rechazarme la cara con la manita abierta, riendo a carcajadas. Con toda su alegría, con toda su violencia infantil, se hubiera dicho que iba a ahuyentar la pena que pesaba sobre la casa desde su nacimiento. Me decía yo a veces: “Sin duda, a pesar de ese salvajismo, será un poco mi niña”. Pero, una vez más, la Providencia lo decidió de otro modo. Un domingo por la mañana, a fines de septiembre, me había levantado muy pronto, antes incluso que la campesina que cuidaba a la pequeña. Iba a pescar al Cher con dos hombres de Saint-Benoist y Jasmin Delouche. A menudo los aldeanos de alrededor se entendían así conmigo para grandes partidas de pesca furtiva; pesca a mano, por la noche, pesca con el esparavel prohibido… Durante todo el verano, nos marchábamos los días libres, desde el amanecer, y volvíamos 223
sólo a mediodía. Era el modo de ganarse la vida de casi todos esos hombres. Y yo había terminado por tomar gusto a esas excursiones. Esa mañana, pues, ya estaba de pie a las cinco y media, ante la casa, bajo un pequeño cobertizo adosado al muro que separaba el jardín inglés de las Sablonnières de la huerta de la granja. No había amanecido del todo; era la aurora de una hermosa mañana de septiembre, y el cobertizo donde yo desenredaba de prisa mis artefactos se encontraba medio sumergido en la noche. Estaba allí, silencioso y atareado, cuando de repente oí abrirse la reja, y un paso rechinar en la grava. “¡Ah, ah! —me dije—, ahí está mi gente más pronto de lo que yo había creído. ¡Y aún no estoy preparado!” Pero el hombre que entraba era un desconocido. Era, por lo que pude distinguir, un buen mozo barbudo, vestido como un cazador o un furtivo. En lugar de venir a buscarme donde todos los demás sabían que yo estaba siempre, a la hora de nuestras citas, alcanzó directamente la puerta de entrada. “¡Bueno! —pensé—, es uno de sus amigos que habrán invitado sin decírmelo y lo habrán enviado como explorador”. El hombre hizo girar suavemente, sin ruido, el pestillo de la puerta. Pero yo la había vuelto a cerrar, en cuanto salí. Hizo lo mismo en la entrada de la cocina. Luego, vacilando un momento, volvió hacia mí, iluminada por la media luz, su cara inquieta. Y sólo entonces fue cuando reconocí al gran Meaulnes. Un largo rato me quedé allí, espantado, desesperado, invadido de nuevo por todo el dolor que su regreso había despertado. Había desaparecido detrás de la casa, había dado la vuelta, volvía vacilante. Entonces me adelanté hacia él y, sin hablarle, lo abracé sollozando. Enseguida comprendió. —¡Ah! —dijo con voz breve—, ella ha muerto, ¿no es eso? Y se quedó allí, de pie, sordo, inmóvil y terrible. Lo tomé del brazo y suavemente lo llevé hasta la casa. Ya era de día. Enseguida, para dejar cumplido lo más duro, le hice subir la escalera que llevaba al cuarto de la muerta. Apenas dentro, cayó de rodillas ante la cama y durante un buen rato permaneció con la cabeza entre los brazos. Se levantó por fin, con los ojos extraviados, titubeando, sin saber dónde estaba. Y, siempre guiándolo del brazo, abrí la puerta que comunicaba ese cuarto con el de la niña. Ella se había despertado sola 224
—mientras que la nodriza estaba abajo— y, deliberadamente, se había sentado en la cuna. Sólo se veía su cabeza asombrada, vuelta hacia nosotros. —Ésta es tu hija —le dije. Él se sobresaltó y me miró. Luego la abrazó y la levantó en brazos. No pudo verla bien al principio, porque lloraba. Entonces, para desviar un poco ese gran enternecimiento y ese torrente de lágrimas, teniéndola muy apretada contra sí, sentada en su brazo derecho, volvió hacia mí la cabeza baja y me dijo: —Los he vuelto a traer, a los otros dos… Irás a verlos en su casa. Y, en efecto, al comienzo de la mañana, cuando yo iba, pensativo y casi feliz, hacia la casa de Frantz, que Yvonne me había mostrado desierta en otro tiempo, observé de lejos una especie de joven ama de casa con cuello blanco, que barría la entrada de la puerta, objeto de curiosidad y de entusiasmo para algunos vaquerillos endomingados que iban a misa… Mientras tanto, la niña comenzaba a aburrirse de estar así apretada, y como Augustin, con la cabeza inclinada a un lado para esconder y detener las lágrimas, seguía sin mirarla, ella le dio un gran golpe con su manita en la boca barbuda y mojada. Esta vez el padre levantó muy en alto a su hija, la hizo saltar en el extremo de los brazos y la miró con una especie de risa. Satisfecha, ella palmoteó… Yo me había echado atrás un poco para verlos mejor. Algo decepcionado y sin embargo maravillado, comprendía que la niña había encontrado al fin al compañero que esperaba oscuramente. La única alegría que me había dejado el gran Meaulnes, notaba muy bien que había regresado para quitármela. Y ya lo imaginaba, por la noche, envolviendo a su hija en un capote y partiendo con ella hacia nuevas aventuras.
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Índice
Primera Parte Capítulo Primero El huésped/ 9 Capítulo II
Después de las cuatro/ 15 Capítulo III
“Frecuentando la tienda de un cestero”/ 18
Capítulo IV
La evasión/ 22
Capítulo V
Vuelve el coche/ 26
Capítulo VI
Llaman a la ventana/ 30
Capítulo VII
El chaleco de seda/ 35 Capítulo VIII
La aventura/ 40 227
Capítulo IX
El alto/ 43 Capítulo X
El establo/ 47 Capítulo XI
El dominio misterioso/ 50 Capítulo XII
El cuarto de Wellington/ 54 Capítulo XIII
La extraña fiesta/ 57 Capítulo XIV
La extraña fiesta (continuación)/ 61 Capítulo XV
El encuentro/ 66 Capítulo XVI
Frantz de Galais/ 73 Capítulo XVII
La extraña fiesta (fin)/ 78
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Segunda Parte Capítulo Primero El asalto/ 85 Capítulo II
Caemos en una emboscada/ 90 Capítulo III
El cómico en la escuela/ 94 Capítulo IV
Que trata de la mansión misteriosa/ 100 Capítulo V
El hombre de las alpargatas/ 105 Capítulo VI
Una disputa entre bastidores/ 109 Capítulo VII
El cómico se quita la venda/ 113 Capítulo VIII
¡Los gendarmes!/ 116 Capítulo IX
En busca del sendero perdido/ 119 Capítulo X
La colada/ 126 Capítulo XI
Hago traición/ 130 Capítulo XII
Las tres cartas de Meaulnes/ 134 229
Tercera Parte Capítulo Primero El baño/ 141 Capítulo II
En casa de Florentin/ 146 Capítulo III
Una aparición/ 154 Capítulo IV
La gran noticia/ 160 Capítulo V
La excursión al campo/ 165 Capítulo VI
La excursión al campo (fin)/ 170 Capítulo VII
El día de la boda/ 177 Capítulo VIII
La llamada de Frantz/ 180 Capítulo IX
Los felices/ 184 Capítulo X
La “casa de Frantz”/ 189 Capítulo XI
Conversación bajo la lluvia/ 195 Capítulo XII
La carga/ 200 230
Capítulo XIII
El cuaderno de tareas mensuales/ 206 Capítulo XIV El secreto/ 209 Capítulo XV
El secreto (continuación)/ 214 Capítulo XVI
El secreto (fin)/ 219
Epílogo/ 223
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